IX

 

Qué agradable era pasar la tarde sin nada que hacer, pensaba Cleyde impregnada por el calor del cuarto. En frente, bien instalada, con una colcha sobre las rodillas, Tomasa dormía apaciblemente con el mentón sobre el pecho y de vez en cuando lanzaba un leve ronquido, abría un ojo y volvía a sumergirse en el sopor de la salita. Así se desgranaba el tiempo cada día, una tarde tras otra, y Cleyde solo temía que un día eso acabara. Su Brasil no era más que una mancha minúscula al fondo de sus recuerdos; ella había conseguido llegar hasta España, al contrario que otras, y fue más astuta que sus primas al superar el océano escondida en un barco y sus temores sin darse media vuelta.
No quería volver a su pobre vida anterior, con demasiada selva, demasiadas flores y demasiados disgustos. ¡Ah, no! No quería. Amaba ese pequeño nido acogedor que se había construido en aquella casa.
Por supuesto que todo aquí era demasiado pequeño, empezando por el tallo de los ridículos geranios de los que todo el mundo estaba tan orgulloso, todo era demasiado frío, salvo los hombres, tan amables bajo su aspecto huraño. Tenía muchas posibilidades con Antonio, un soltero bonachón de sesenta años. Alguna vez le había hablado de manera un poco brusca, sobre todo cuando salían de juerga por los bares, pero nunca la pegaría, estaba segura. A su hija no parecía gustarle mucho, pero lo hacía todo por ella, ¿qué futuro tendrían en Manaos? El calor, las flores y los mangos, ¿para qué?
Maryam acabaría por comprender, ella también encontraría pronto un buen Antonio. ¡Si quisiera salir un poco más!… Estaba empeñada en estudiar para ponerse al día, una tarde a la semana; probablemente creía que podría hacer algo más que lavar y alimentar a viejos.
Como todas las tardes, Tomasa se despertó y reclamó las fotos enmarcadas que estaban en la pequeña habitación de al lado, su antiguo probador. Y como todos los días, Cleyde se levantó y, mal que le pesara, así lo hizo. La anciana empezaba siempre por comentar y admirar su belleza pasada, sus retratos, y cómo el blanco y negro reforzaba la pose artística. Esperaba algún comentario halagador de Cleyde antes de pasar, y detenerse hasta la noche, por los diplomas de costura y las medallas de los concursos de confección. Con una sonrisa, Tomasa contaba de nuevo las mejores páginas de su vida.
El balcón de la costurera
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