XXI
Aquel día de abril
de 1934 Tomasa se encontraba en casa de Catalina ayudándola a colocar unas cortinas que había
cosido con ayuda de su hermana.
Las tres mujeres se disputaban la silla para
enganchar una primera colgadura demasiado
pesada según Tomasa, pero
Catalina había elegido ese tejido por su resistencia; no tenía
ganas de cambiarlas demasiado a
menudo. El timbre, exigente, les hizo bajar los entumecidos brazos y Catalina fue a abrir, mientras
sus hijas emprendían una nueva
ascensión a la silla. En el umbral se mantenían
tiesos como estacas dos hombres con la
boca exageradamente crispada.
El mayor se quitó
la boina mientras que el más joven, no mayor de
catorce o quince años, entró el primero
sin pedir permiso y tomó la palabra en primer lugar.
–¿Dónde está?
¿Dónde está ese hijo de puta? ¡Voy a hacerle
pedazos! –escupió el muchacho limpiándose
la boca con el dorso de la mano
temblorosa.
–Sí, ¿dónde está su
hijo? –inquirió el mayor de manera más pausada, aunque el brillo de sus ojos verdes no dejaba
un resquicio de esperanza sobre
sus intenciones.
Alertadas por las
voces, Tomasa y Mercedes rodearon a su madre inmediatamente con las manos en las caderas y la
cabeza bien alta.
–¿Para qué quieren
ver a mi hijo?, ¿quién les ha dado permiso para entrar aquí insultándonos? –replicó Catalina
sintiendo enrojecer hasta sus
orejas; la proximidad de sus hijas la animó.
–¿Cómo se atreven a
venir a mi casa y a entrar gritando?¿Qué es lo que quieren?
–Ocurre que el
cabrón de su hijo ha preñado a Blanca, ¡eso es lo
que nos da derecho a insultarlas! –gritó
el mayor.
–Sí, ¡dónde está
que le rompo la cara!, ¡a ese perro!, ¡a ese hijo
de…! –su padre no le dejó terminar, le
apartó y avanzó hacia las tres mujeres con un dedo amenazador:
–Su hijo, sí, su
hijo, ha hecho su faena y luego se ha largado
dejándonos en un aprieto, nos deja a
Blanca en este estado, ¿qué vamos
a hacer? Su madre ya no la quiere tener más. No tenemos
dinero para mantenerlos, ¡ni a ella ni a
su bastardo! ¡Si alguna vez me lo
cruzo, yo, yo…! –los ojos del mayor iban adquiriendo un tono
cada vez más feroz cuando,
avanzando, grave el semblante, Catalina le cortó:
–Aquí nadie, me oye
, nadie amenaza a mi hijo; nadie viene aquí a insultarnos, además tenían que haberla vigilado, ahora
se van inmediatamente y si no
quieren a su hija, peor para ustedes , en cualquier caso yo la recogeré.
Los dos hombres se
miraron desconcertados, se consultaron interrogándose con la mirada para saber si habían
comprendido bien, sorprendidos
por el giro inesperado de esta réplica. ¿Iban a dejar
escapar esta oportunidad? Trataban de
encontrar la mejor respuesta posible a esta lluvia de palabras que, como dardos, les
habían lanzado pero no
encontraron nada que decir. El de más edad hizo una señal
a su hijo y saludando a las
señoras con la boina, respondió sencillamente:
–De acuerdo, ya que
se lo toma usted así , mañana mismo se la traigo; es para el verano, y si es un niño, se llamará
como yo. Señoras, adiós.