LVI

 

Pablito no conseguía conciliar el sueño, daba vueltas en la cama con la esperanza de dormirse rápidamente y borrar de su mente la horrible escena que había tenido lugar dos años antes y que le empujó a tomar ahora esa decisión. Ya no era posible, la situación se había vuelto insostenible, tenía que irse, por su mujer y por su hijo.
Barcelona lo esperaba, llena de promesas. Por fin se durmió, pero se encontró retrotraído dos años atrás.
Pablo se mantenía de pie, con los puños cerrados, la cara todavía congestionada, intentando encajar el golpe que acababa de recibir.
Había perdido muchas de sus ilusiones, había vivido momentos muy difíciles y ahora que la vida comenzaba a ser realmente sabrosa, que había llegado a ser alguien, que el mecanicucho comunistorro había huido, ahora su hijo mayor, su propio hijo, le traicionaba de esa manera. ¿En qué se había equivocado?, ¿qué demonios habría hecho para sufrir un castigo semejante? No, las palabras adecuadas eran: verdadero suplicio.
Blanca se había ido a su habitación llorando después de haberse interpuesto entre padre e hijo y Tomasita también se fue a la suya, mortificada por la tormenta, el cataclismo que había provocado la noticia. Pablito había llegado dos horas antes y, muy digno, había anunciado que se iba a comprometer con un chica del barrio, la hija de doña Virtudes, y que desde ese momento prefería que no le llamaran más Pablito sino que lo hicieran por su nombre, Pablo. Lo que siguió después, los gritos el llevarse las manos a la cabeza, a la boca, se había convertido en un silencio inquietante. No podía ser cierto, se trataba como mínimo de un golpe de locura, o peor, de una pesadilla.
–¿Pero dónde tienes la cabeza?, ¡especie de idiota!
– ¡Clara es mi novia y no hay más que hablar!
–¡Me cago en la Hostia! ¿Pero no ves que eso no es una mujer?,
¡que es una mezcla entre una ballena y un elefante! En esa familia son todos unos monstruos, ¡ni siquiera son humanos!
–Para Pablo ,estás exagerando, déjale, se lo pensará y… –Blanca intentó desesperadamente parar la hiel a raudales que su enrojecido marido soltaba desde hacía media hora. Intentaba, con todas sus fuerzas, alejar de su cabeza las imágenes que le venían de cuando la guerra de doña Virtudes, la madre de la novia, atándose el pañuelo para ir a denunciar a sus vecinos y amigos, de doña Virtudes inclinándose hacia ella mientras hacían cola muertas de frío ante el economato con su carnet de racionamiento, de doña Virtudes susurrando, cuchicheando, no, no debía pensar en eso.
–De todas maneras ya he tomado la decisión, no os preocupéis, no os molestaremos mucho tiempo. Haré la mili, ya he ido a ver cómo se puede adelantar mi alistamiento y a la vuelta, me casaré con Clara .
–¿A la mili? Bueno, veremos si allí no te ponen las ideas en su sitio.
Se perfilaba un brillo de esperanza ¿Cómo había podido preocuparse tanto por eso? Después de dos años en la mili ya no pensaría más en esa,…en la..., ¡no sabía ni como llamar a semejante criatura!
Blanca se retorcía las manos y no se atrevía a abordar un asunto que la angustiaría durante dos años. ¿Cómo iba a explicarle a su hijo que tuviera cuidado de no dejarla preñada? No podría soportar ver a su hijo en aquella situación. Sólo de pensar en ello una ola de angustia la cerraba el estómago y esa noche se acostó sin poder probar bocado.
En cuanto a Pablo se encerró en el salón y se fumó un paquete entero de Ducados dejando desfilar sus años de mili en Madrid. Su hijo le había dicho que también había solicitado el ejército del aire y que le habían destinado a Madrid. Pablo sabía que debía sentir algo de orgullo, pero lo único que le quedaba en el fondo de su corazón, sin que pudiera explicárselo, era cólera. ¿Qué le habría sucedido si jamás hubiera ido a Madrid?

 

Pablito se despertó en mitad de la noche con un amargo sabor de boca, se levantó para beber un poco de agua y se preguntó si no habría olvidado meter algo en la maleta. Dentro de dos horas se levantaría y se marcharía lejos de la familia, lejos de los sarcasmos de su padre, lejos de sus miradas llenas de desprecio. Había hecho bien en despedirse la víspera, no quería ver a su madre llorando otra vez justo cuando dejara Aranda.
El balcón de la costurera
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