XXXIV
Fue el bajito el
que insistió en tirar la puerta de una patada, el
más alto tenía la costumbre de entrar
saltando la cerradura con el arma. Sus botas sonaron al unísono sobre el limpio
parqué de la entrada. Doña
Carmencita, que se mantenía prudentemente detrás,
aprovechó para examinar más de cerca lo
que ella sospechaba, sabía que
algo no encajaba; ¿cómo una simple maestra y un guardia de
asalto podían comprarse unos muebles tan
bonitos y esas preciosas cortinas? Bajó de nuevo a su casa con la satisfacción
del deber cumplido y se metió en
la cama tras un último padre nuestro.
Los cojines de
satén destripados, los cajones por el suelo, los
sacos de harina deshechos, los colchones
dados la vuelta, la cuna estampanada contra la pared, el armario ultrajado, los
libros agujereados uno a uno y,
para terminar, la mesa de caoba partida en dos.
En mitad de la
noche, Pablo y Andrés entraron en el piso sin
mirarse, si decir una palabra, y
recorrieron varias veces las habitaciones.
–¡Cabrones!, ¡hijos
de puta! ¡Putos perros! Lo han destrozado todo , menos mal que Lucía se ha marchado esta
tarde.
–Incluso han cogido
el dinero que dejó en el azucarero, tendría que habérselo llevado todo.
Mientras colocaba
la cuna en su lugar y acariciaba los vestidos
que Lucía no se había llevado y que yacían
a sus pies como animalillos heridos, repitió varias veces más que tendría que
haberse llevado todo el dinero.
Andrés quiso ponerle la mano sobre el hombro para
reconfortarle, pero no se atrevió; se
conformó con repetir a coro con su amigo:
–¡Esos perros, esos
hijos de puta, no se saldrán con la suya, nos
lo van a pagar!
Cada uno sentía
crecer la rabia del otro y a la vez la ira del otro
le calmaba. Decidieron ir a avisar a
Angelita de que se reunirían con el batallón de Largo Caballero para ayudar a los milicianos
a organizarse. Pablo abrazó a su
prima diciéndole que era una chica extraordinaria y que volvería en unos días a ver si
tenía noticias de Lucía. Se
marchó sin ver a su hijo que dormía apaciblemente en el
dormitorio de su prima, sentía que las
fuerzas le flaquearían y que le volvería la cólera y eso, era lo que menos
quería.
Llegaron al antiguo
convento requisado por la República, entre Cibeles y Atocha, y allí, en el meollo de la acción,
Pablo se sintió mejor.
En las paredes
grisáceas resonaban las voces jóvenes y llenas de vigor,
las risas, los juramentos. Desde el 18 de
julio, centenares de jóvenes habían franqueado las gruesas paredes del convento para
apuntarse a lo que parecían ser
unas milicias. Tenientes y soldados fieles a la
República distribuían fusiles y se
esforzaban en explicarles su manejo.
A veces perdían los
nervios y llovían los insultos:
–Listillo de
mierda, te he dicho que este puto fusil se monta así y
no de otra manera, ¡no es un puto
lapicero, es un fusil!, ¿Te enteras ?
Venga, ¡empieza
otra vez!
Pablo enseguida se
hizo cargo y se ofreció para instruir a un grupo de obreros quienes, llenos de buena voluntad,
trataban de sujetar el fusil como
si fuera una llave inglesa. Había mucha labor, el
más joven tenía dieciséis años y se creía
que al cabo de dos días sería capaz de derrumbar a todo un ejército de moros venido
directamente de
Marruecos.
El verano acabó sin
que Pablo hubiera tenido noticias de Lucía y,
para burlar el miedo, pasó los días y las
noches en el convento tratando de
transformar a sus muchachos llenos de fogosidad en
soldados disciplinados,
organizados y obedientes. Andrés no veía las cosas
exactamente como él:
–Pero joder, Pablo,
no puedes dirigir a esos muchachos como los fachas, es precisamente eso lo que combatimos, ¡se pelea
por la libertad y no para hacer
como ellos!
–¡So atontado! ¿No
entiendes que sin un mínimo de disciplina no
conseguiremos nada?, si cada uno hace lo
que quiere nos acribillarán en
cuanto lleguen, ¡tienen con ellos a los moros y están rabiosos!,
¡no le tienen miedo a
nada!
Esta discusión se
repetía cada noche hasta que llegó el general
Pardo para reforzar y corroborar los
propósitos de Pablo. Fiel a la República y habiéndose codeado con los que se
convertirían en sus enemigos en
una noche, sabía lo que les costaría el no estar
organizados frente a un auténtico
ejército.
Hacia principios de
noviembre, los primeros copos de nieve cayeron sobre las colinas al sur de Madrid y la mañana
del siete, muy temprano, los
hombres del general Pardo, escondidos y tiritando,
vieron lejos de Carabanchel a los primeros
moros que avanzaban como un
ejército de hormigas. Esperaron a que se acercaran para no
desviarse en el tiro. Intercambiaban
cigarrillos, chistes y juegos de palabras mientras esperaban, mirando de frente a la
tropa enemiga, bien apretados
unos contra otros para darse calor y espantar de sus
tripas el miedo.