LII

 

El reloj de pared daba las seis de la tarde cuando la puerta se abrió de par en par. Tomasa, sentada al lado de Louise que le enseñaba fotos de sus hijas Thérèse y Marie, se sobresaltó; reconoció entonces a la que debía ser la joven Lucette. Ni guapa ni fea, la chiquilla tenía como cualidad el frescor de su juventud y cierto aire insolente en los ojos. Se detuvo ante su madre, y le preguntó con un gesto de cabeza que quién era aquella mujer.
–Mira Lucette, mira quién está aquí, es tu tía Tomasa que viene de España, donde papá vivía cuando era joven.
–¿Es usted la hermana de papá? Qué extraño, nunca nos habló de usted, ¡claro que como nunca habla de nada! Buenas tardes, yo me llamo Lucette.
Louise, se contentó con mirarla suspirando y renunció a repetir una vez más que no debía hablar así de su padre.
–Bonjourrrrr, bonjourrrrr! –repetía Tomasa encantada de poder mostrar sus progresos en francés.
La cena tuvo lugar a la hora habitualmente impuesta por Louise, que no veía ninguna razón para cambiarla, pero esa noche fue algo diferente; la cena tenía un nuevo sabor, pensó Félix, había cierto aire de entusiasmo que no disgustaba a Lucette. Nunca había visto hablar ni sonreír tanto a su padre y, aunque ella no comprendiera, agradecía en silencio la visita de su tía, le parecía una mujer muy bella y era bueno que estuviera allí pues así, probablemente, su padre no se opondría a que fuera al baile del sábado siguiente. Desde el principio del verano, Félix no veía con buenos ojos las salidas habituales de su hija menor. Marie nunca había pedido nada de ese tipo, siempre sumergida en sus libros, y con Thérèse, fue diferente. Lucette pensaba que tenía que hacer todo lo posible para convertir a esa tía, enviada por la providencia, en una aliada, y empezaría por unas sonrisas embaucadoras durante el resto de la cena.
Tomasa se acostó muy cansada pero con la mente despejada. Le sorprendió, y le provocó la risa, la presencia de un orinal bajo la cama.
Louise le había explicado que el retrete se encontraba al fondo del jardín y que por la noche era mejor no salir. Lucette, al pasar delante de su habitación, le hizo un saludo con la mano acompañado de una sonrisa pícara.
Una voz de hombre despertó a Tomasa, pero no le pareció la de su hermano. Se incorporó de golpe al escuchar como el reloj
anunciaba con vehemencia que eran las diez de la mañana. Nunca había dormido tanto, jamás se había abandonado al sueño de esa manera. Se levantó, avergonzada y confusa, sin saber qué hacer con el orinal, ¿tendría que bajarlo enseguida?, ¿dejarlo allí? Se aseó rápidamente, se puso un vestido de lana ligera de color lila que realzaba su tez pálida y bajó lanzando un «bonjourrrr» como disculpa por haber dormido tanto tiempo.
Louise le ofreció un café y le presentó al joven que permanecía de pie ante la mesa de la cocina muy sonriente.
–Buenos días Tomasa, parece que ha dormido la mar de bien.
Éste es Marcel, que acaba de llegar para pasar unos días de vacaciones con nosotros.

 

Marcel miraba a Tomasa sonriendo y fue a plantarle dos besotes calurosos; después se sentó a su lado a tomar otro café, hizo ademán de brindar con su tía y dijo riendo:
–Venga, ¡salud!, ¡por España, que nos envía mujeres tan guapas!
–se bebió de un trago el café y a continuación se levantó guiñando un ojo a Tomasa y, dirigiéndose a su madre, se marchó riendo mientras decía:
–Me voy a Lalinde, voy a ver si las chicas siguen tan guapas, ¡ja, ja, ja! Dile al padre que volveré para cenar.
Lucette, que bajaba en ese momento, alzó los hombros mirando a su hermano salir, luego saludó a su tía, le preguntó si había dormido bien y le propuso dar un paseo hasta el río. Ambas salieron con paso ligero a saborear ese nuevo y soleado día de septiembre.
Transcurrían los días y Tomasa se acostumbraba a esa vida que, por el hecho de estar ordenada y dirigida por Louise, le resultaba extrañamente familiar.
Un día, Marcel propuso a su tía ir con él en su pequeño y flamante Simca a visitar Bergerac. Abrió la puerta y dibujó una reverencia para invitarla a subir. Tomasa se preguntó por qué se sentía cohibida ante ese hombre, joven, locuaz y perfumado si no era más que su sobrino. Debía de ser la lengua que ella no comprendía, en cualquier caso, tenía prisa por llegar al destino, confundirse con la gente y concentrarse en otra cosa que no fuera la confusión que sentía. Marcel, no dejaba de sonreír mientras, girándose hacia su tía, le señalaba con el dedo los pueblos por los que iban pasando. Ella le agradeció que le ofreciera su brazo en cuanto puso un pie fuera del coche, pues era día de mercado y el cacareo de voces extranjeras la hizo estremecer.
Recorrieron los puestos. Tomasa sintió la firmeza del brazo de Marcel y se sorprendió de que con sólo veintitantos años tuviera esa seguridad.
Se preguntaba cómo sería la vida de aquel muchacho, si tendría novia, si le gustaría… A Marcel se le ocurrió comprar un gran racimo de uvas recién cogidas, y a ella le encantó. Tomasa trató de explicarle que todos los meses de septiembre se alimentaba casi exclusivamente de esa fruta y que nunca se cansaba, que así había sido desde pequeña.
El se rió de buena gana al ver los gestos que hacía su tía y le dio un gran beso en la mejilla como para animarla a que comiera. Ella se volvió, en un acto reflejo, para comprobar la reacción de la gente, pero vendedores y clientes continuaban indiferentes con sus incesantes transacciones. Tomasa, de repente, pensó en su madre, «la vida no es más que lucha, hija mía», y tuvo que pelear contra unas lágrimas arrogantes que pretendían robarle ese momento. Optó por hacer como si se hubiera atragantado y dejó aflorar algunas lágrimas. Siguió peleando y peleando contra el malestar que crecía y decidió ponerse a observar con la mayor atención los vestidos y peinados de las mujeres.
Encontró algunos puntos en común con los de su pueblo pero aquí todo parecía llevarse hasta el límite, mientras que en su país se dudaba entre el deseo de seguir las últimas tendencias de la moda y la decencia.
Concluyó que ésta proporcionaba una elegancia que no encontraba en aquel lugar donde todo era exagerado: el pelo demasiado cardado, los jerséis demasiado ajustados, las faldas demasiado cortas, los labios demasiado rojos; todo parecía falso. También sus deseos le parecieron falsos, ¿qué estaba buscando? ¿que pretendía al reírse de esa manera con su sobrino? En ese momento de su vida se sentía dividida entre las ganas de colmar su apetito de mujer aún joven y algo irresistible que siempre la retenía, que la echaba para atrás recordándole de dónde venía y que la condenaba a vivir un sueño del que nunca conseguía despertar.
Marcel parecía advertir ese azoramiento, esas contradicciones que hacían de su tía una mujer llena de interés y complejidad. Decidió jugar a ese juego tan nuevo y divertido. Multiplicó los encuentros fortuitos de sus manos, las miradas, a veces casuales a veces insistentes, y las sonrisas más inocentes que sabía poner. Parecía que ambos habían hecho un pacto que duraría todos los días mientras estuvieran a gusto el uno con el otro. A Louise le parecía normal que él hiciera tantos esfuerzos por distraer a su huésped y, además le hacía un gran favor porque ella no sabía muy bien cómo hablar con la joven ni adónde llevarla.
A finales de mes, a la vuelta de una jornada en Sainte-Foy la Grande, Marcel y Tomasa sintieron que algo no iba bien porque Louise estaba sentada en un banquito al fondo del jardín, siendo como era la hora de preparar la cena, y hablaba en voz baja con Thérèse su hija mayor. Marcel besó a las dos mujeres y preguntó qué pasaba, pero le despidieron con un gesto de manos:
–No te preocupes, son cosas de mujeres, anda, déjanos.
Tomasa, que después de un mes no conseguía decir otra cosa que
«Bonjourrrrr, merrrrci y trrrrrrès bon», comprendía sin embargo fragmentos de conversación; eso hizo que, naturalmente, se precipitara hacia la casa para dejarlas solas.
–Espera Tomasa, espera, ven aquí; tú puedes enterarte, eres mujer y de la familia.
–…
–Bueno, pues…, se trata de Lucette, está… tiene… –Luise bajó la cabeza, suspiró y dirigió a su hija una mirada.

 

–Sí, es Lucette, está embarazada, eso es todo –Thérèse ilustró sus palabras acariciando su vientre con las manos.
–Ay Dios mío, por qué no me habrá dicho nada, ¡ya no hay nada que hacer!
–Bueno sí, si me lo hubiera dicho, yo la habría llevado a Lalinde, con la Jeanette, ella se lo habría hecho rápido y bien, igual que a mí.
–¿Igual que a ti?
–Pues claro mamá, ¿qué te crees?, ¿qué iba a tenerlos todos?
Con mi Charles tenemos bastante, ¿no has visto lo guapo que es?
–Sí, es un chiquillo muy guapo, fuerte como un toro pero, aún así Thérèse, de ahí a no tener más que uno…
–Escucha, uno solo está muy bien, así no habrá peleas por la herencia ni por nada, ¡tendrá todo lo que quiera!
–Tomasa sube a verla, no quiere hablar con nosotras y tú le gustas.
Tomasa se levantó del banquito cuando vieron a la chiquilla aproximarse, con la tez algo pálida pero con un brillo desafiante en los ojos. Se plantó muy soberbia ante las tres mujeres y esperó alguna una señal. Su hermana mayor se le acercó y, poniéndole las dos manos sobre los hombros, le dijo con un tono de reproche:
–Aún así, podrías habérmelo dicho antes de que fuera demasiado tarde, ¡habríamos podido arreglarlo!
–¡Qué no!, ¡ni hablar! Quiero tenerlo, ¿me entendéis? Quiero tenerlo –su voz fue agudizándose hasta quedar estrangulada al fondo de su garganta; luego Lucette, sintiendo que su aplomo se debilitaba, corrió hacia el interior de la casa y subió a su habitación.
–Dios mío, mira que es testaruda, igual que Félix. ¿Qué vamos a hacer? Conozco a más de uno que se va a reír a gusto, ya les estoy oyendo.

 

–Pero mamá, no te preocupes por las habladurías , si quieren reírse que se rían, no será la primera ni la última.
Louise se sonó sin hacer ruido y levantó la cabeza hacia su hija.
¿Cómo podía ir por la vida con esa ligereza? Siempre hacia delante, sin mirar nunca a su alrededor. Se sentía incapaz de imaginar las miradas de reojo, las miraditas de condescendencia, o de burla, que tendría que aguantar durante todo el invierno y que acababan con sus fuerzas.
–¿Qué le voy a decir a la gente?, ¿qué vamos a hacer?
Tomasa comprendía muy bien las preocupaciones de su cuñada y, compasiva, le puso una mano sobre el hombro. Había tomado una decisión: no se iría al final de la semana como estaba previsto, les ofrecería su ayuda si querían y se quedaría hasta el nacimiento. Ya había vivido todo eso, así pues su destino era ver cómo otros vientres crecían, se desarrollaban para abrirse luego, mientras que el suyo se había quedado vacío en un tiempo en que únicamente toleraba el contacto con Pepe Bajos por la idea de tener un niño. Sólo a eso tenía derecho, a sujetar las manos de las chiquillas agobiadas, a refrescar su frente húmeda y a observar expectante el espectáculo de la vida.
Louise y Lucette aceptaron que Tomasa tomara las riendas, y Félix pensó que la casa estaría menos gris ese invierno. Su mujer y sus hijas le mantenían al margen, por lo que seguía con ansiedad el embarazo de su hijita por medio Tomasa, que hacía lo posible por tranquilizarle. En cuanto a Louise, pasó los últimos meses del embarazo de su hija suspirando.
A primeros de febrero, una niña llamada Josette atravesó la noche opaca, Había nevado mucho desde la víspera. Tomasa preparó su maleta al día siguiente y, con lágrimas en los ojos, pidió a Marcel que la llevara a la estación. Se besaron lentamente, suavemente, dos besos cálidos y perfumados que rompían el pacto.
El balcón de la costurera
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