XXXIX

 

Pablo se volvió hacia Andrés que se burlaba de sus aspavientos:
–¡Pareces un payaso! ¡Ja, ja, ja!
–Ríete, pero todavía me duele, ¡te creerás muy listo con tu pierna torcida!
Pablo esperaba descansar un poco antes de cenar porque esa noche también había dormido muy mal. Ya no le dolía tanto la cabeza pero una tropa de chinches había invadido su colchón y además sus compañeros de celda se habían pasado la noche dando patadas a diestro y siniestro. Pero eso no había sido lo peor; la semana anterior Andrés había tenido que matar dos ratas enormes que habían salido de la grieta de una pared por donde entraba un aire húmedo y frío. La primavera tardaba en llegar y los paseos por el patio resultaban sobrecogedores por el espesor de la nieve que se había retrasado tras un invierno de lluvia.
A pesar de todo, a los hombres les gustaban esos paseos en los que, por un momento, tenían la impresión de sentirse limpios y purificados. Además, era una buena manera de poder beber porque el nuevo carcelero se negaba a darles agua fuera de la comida del mediodía y no podían beber más que nieve; al menos ésta no les faltaba. Cuando volvían a la celda, les pasmaba otra vez el hedor de los colchones, provocado por los cólicos de alguna epidemia común.
Todos habían sufrido, al menos en una ocasión, los dolores intensos y las diarreas sin poder lavarse ni limpiar su colchón. Cada vez que entraban de nuevo en el cuartucho, la pestilencia les recordaba hasta qué punto se encontraban entre un mundo irreal y animal.
La comida llegaba e inmediatamente contaban cuántos garbanzos había en cada plato de caldo:
–Me ganas Pablo, hoy te tocan cinco, y a mí tres.
–Sí pero, ¿quién se comió cuatro ayer?, ¿eh? ¿Y quién tenía sólo dos?
Y las apuestas se repetían con más fuerza en la comida del día siguiente; el que más tuviera tendría que dar un cigarrillo, y contar un chiste de chicas.
Los días se iban desarrollando con una alegría forzada; el que se ensimismaba en un rincón para llorar no permanecía mucho tiempo solo, alguien se le acercaba enseguida y le ofrecía un cigarrillo o un chiste que, por otro lado, ya se había contado miles de veces. Por la noche, los hombres retrasaban el momento de acostarse cada vez más.
Cada prisionero se encontraba solo frente a sí mismo, frente al silencio y frente al ruido de las bisagras que chirriaban de madrugada.
Pablo se tapó los oídos con todas sus fuerzas cuando una noche de abril oyó abrirse la puerta de la celda de al lado; era una celda de mujeres.
–Mariana Augusto Martínez, ¡levántese y venga aquí, rápido!
–Espere, voy a coger mi abrigo.
–¡Ja, ja, ja! No vale la pena, ¡allí donde va ya no va a necesitarlo!
No obstante, Pablo no escuchó a Mariana lanzar besos a las otras prisioneras, y los lamentos de las demás mujeres se prolongaron hasta el alba.

 

Cada noche, hombres y mujeres aguardaban los pasos resonantes en el pasillo central y todos temblaban cuando las botas se paraban ante una puerta.
Algunos días más tarde, la puerta de la celda de los hombres se abrió a las cuatro de la madrugada; Pablo, que por fin se había dormido, sólo vio las botas oscuras mientras oía una voz monótona:
–Andrés Villanueva Sanz, levántese y venga aquí, rápido...
No, no podía ser, su Andrés, su hermano, su amigo; su cerebro aún dolorido le estaba jugando malas pasadas. Medio dormido, distinguió la sombra de Andrés que parecía estar recogiendo sus cosas
. Luego , se agachó hacia Pablo al que simplemente cuchicheó:
–La chaqueta, mira en la chaqueta, prométeme que entregarás la carta cuando salgas – Pablo le hizo una señal con la cabeza y, mordiéndose los labios hasta que le sangraron, se despidió de él con la mano.
–Adiós, hermano.
–Adiós, estáte atento por si te tocan tres garbanzos más que al Manolo, se apostó un paquete de Ducados.
Pablo se volvió hacia la pared y se puso a vigilar el descenso de una nueva colonia de chinches; miraría la chaqueta más tarde, cuando fuera capaz de levantarse. Se quedó acostado boca arriba, contemplando el techo, con los ojos clavados en el color gris que tenía encima y también en su interior. ¡Cómo le hubiera gustado recibir una carta de su madre, o incluso de Tomasa! ¡ Cómo le hubiera gustado que le suplicaran que volviera! No entendía bien el porqué de ese silencio, el porqué de ese abandono, ¿era ésa la manera de hacerle pagar todas sus culpas? Lloró durante mucho tiempo por su egoísmo, por Lucía, que no daba señales de vida, por su anterior despreocupación, por el extraño giro que había dado su vida en Madrid, por su huida de Aranda y de la pobre Blanca pero, ¿tenía que pagar por todo eso? ¿Y si su madre tenía razón?
Acabó por dormirse una media hora y, cuando despertó de nuevo, vio en primer lugar la cama vacía de Andrés y, reprimiendo unas ganas de vomitar, ojeó los bolsillos de su amigo. Sacó una carta arrugada y a través de las lágrimas la consiguió descifrar:

 

Querida madre,

 

Cuando recibas esta carta, querrá decir que caí. No llores, la muerte no es nada, he tenido una buena vida en Logroño con los primos y en Madrid me he divertido mucho. Piensa en lo feliz que he sido, piensa en el que antes fui y no en el muerto. No entiendo bien qué es lo que ha pasado, por qué no lo conseguimos , pero sé que si tuviera que volver a hacerlo lo haría. Abraza al padre por mí y también a la tía Raimunda, no me olvido de los primos. Piensa también en ir a ver de mi parte al Marcial, me debe dinero, cógelo todo.
Tu hijo, que te quiere
Andrés

 

Pablo colocó la carta en su sobre y la metió en el bolsillo de su pantalón, luego se acostó hasta la comida. Pensó entonces que Andrés se habría puesto contento, hoy en vez de lentejas había garbanzos.

 

El balcón de la costurera
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