XI
Hacía dos meses que
Tomasa ocupaba una habitación pequeña en la calle Mirallers, cerca de la Iglesia de Santa
María del Mar, en una pensión
sencilla pero acogedora que regentaba Juanita Pérez, prima
de una amiga de la antigua vecina
de la madre de Catalina. Ésta se había ocupado en cuerpo y alma de encontrarle un alojamiento
de confianza desde que supo que
la joven Tomasa la dejaría para irse tan lejos. La
ventana un poco carcomida pero adornada
con un reborde de hierro forjado,
le recordaba su querido balcón que ahora estaría bien
florido, salvo que, en lugar del
viento seco escuchaba el rumor incesante de la
ciudad que despertaba, y los efluvios a
pescado de los pequeños puestos del mercado que, por estar tan cerca, llegaban hasta
ella.
La muchacha se puso
a recordar la soledad del primer día, sentada en esa pequeña cama que chirriaba y con aquellos
hedores desconocidos, después de
un trayecto en tranvía por Barcelona. A través de las ventanas de madera barnizada que había a
ambos lados, había observado
cuántas mujeres seguían la moda de las revistas, con
sus faldas acortadas y sus cabellos
peinados con ondas elegantes. Su audacia la estremecía. El espectáculo de esos hombres y
mujeres tan lejanos la había
distraído y había conseguido olvidar por un momento el malestar que no la había abandonado desde su
partida.
Apenas había
probado la tortilla que le había preparado su hermana
mayor, ni se había atrevido tampoco a
mirar el panorama, encerrada como
estaba en lo que ya no eran sino recuerdos. Echaba de menos
a su sobrinilla Ana, y le
preocupaba haber dejado tan lejos a su primita
Cristina. ¿Quién le daría un trozo de
jamón o comprobaría si tenía el pelo limpio? Seguro que su madre no, la nueva esposa de
su tío Benito se había
despreocupado de su reciente matrimonio en cuanto se casó
para dedicarse a esconder sus
botellas.
Mecida por el
bullicio, cerraba los ojos sin llegar a dormirse pues
su mente iba pasando por todas las casas
de su calle. ¿Quién bajaría a poner en orden la casa de su hermano Marcelino? No
estaba muy segura de la salud
mental de su cuñada, últimamente había aún más
motivos para inquietarse, a no ser que
sólo fuera su extraña sonrisa o su mirada oscura y perdida.
Pero todos esos
miedos, aún estando presentes, parecían sin embargo difuminados, diluidos en el cielo suave y liso
de su nueva ciudad. Todas las
mañanas, después de inspirar una bocanada de aire
cálido y echar un vistazo a la iglesia aún
dormida, verificaba su aspecto en
un viejo espejo de madera oscura y bajaba hacia la cocina
de Juanita donde le esperaba un chocolate
espeso y humeante.
A veces se cruzaba
con un señor de gabardina oscura y sombrero de fieltro gris que vivía en la puerta de enfrente del
piso de Juanita. No habría sabido
decir si era capaz de reconocerle por su sombrero o bien
por el perfume de madera y tabaco que
dejaba a su paso. En cualquier caso, al cruzarse con él bajaba la cabeza, como su madre
y su hermana le habían
recomendado: «No te fíes de nadie, ni de tu sombra
siquiera».
Después de
intercambiar algunas palabras con la dueña, se
apresuraba a bajar a la parada del tranvía
para ir hacia el Ensanche, ese
barrio en plena expansión, como le había explicado Juanita.
Allí crecían cada día nuevas
tiendas de lujo, de las mejores telas y joyas, y
extrañas casas de balcones sorprendentes
que parecían desafiar a la gente
elegante. Al decir esto, Juanita sacudía con vehemencia
sus pequeños bucles; desde luego,
no entendía lo que estaba pasando desde hacía unos años. ¿Cómo podía la gente, bajo el
pretexto de tener fortuna,
encargar cosas tan horribles que parecían bestias del
bosque y no casas como es debido?
Y a ese loco, un tal Gaudí. Tomasa había visto una casa que se encontraba cerca de la escuela de
costura. Le habían contado cómo
un tal señor Milá, muy rico, había vociferado y
dado puñetazos al enterarse de que su
competidor, el no menos rico Señor Batlló, rey del textil, le había encargado a Gaudí
que reconstruyera la planta baja
de su casa para que dejara entrar la luz.
Mientras unos
seguían riendo otros aseguraban que la modernidad y el
arte habían entrado en la familia
Batlló.
En cualquier caso,
Tomasa se quedaba igualmente perpleja al pasar ante la casa Batlló que ante la de los Milá, con
su aire prehistórico y sus muros
redondeados. ¡Si su padre la hubiera visto!
Luego, por fin en
la calle Provenza, se encontraba la casa de Mercé
Canet o mejor dicho, la prestigiosa
academia de costura con el sistema Martí. Ésta libraba una feroz batalla para competir con
la célebre escuela de costura
municipal de Luisa Cura, subvencionada por Barcelona. Mercé no escatimaba esfuerzos en recibir buen
material, llamaba a la puerta de
las empresas textiles más en boga, como la casa
Sert o Casarramona, y siempre salía de
allí con promesas. Así, había sido una de las primeras en trabajar con las máquinas
Alfa o Singer.
En contrapartida,
tanto ella como las aprendizas que formaba según el
método Martí tenían que ser como mínimo
excelentes y realizar un cierto
número de prendas prestigiosas.
Al cabo de seis
meses Tomasa todavía estaba impresionada con
las manos prudentes y rigurosas de Mercé,
pero lo que más admiraba era su
capacidad de dar vida a ensamblajes de tela que parecían
imposibles, de los que ella trataba de
impregnarse cada día. Aprendía a mucho más que a manejar la tijera, que sin vacilación
surcaba kilómetros de tela,
comprobando que ningún modelo procedente de su
imaginación o de la última revista de
París se le resistía. Cada punto, cada milímetro, coincidía y caía de forma perfecta y
graciosa sobre el maniquí. Del
boceto al tejido, del sueño a la realidad, el talento
borraba las fronteras de lo imposible.
Cada día aportaba su lote de sorpresas, descubrimientos y maravillas. Tomasa se
sentía cada vez más
viva.
Una tarde, mientras
bajaba del tranvía para volver a casa de Juanita, percibió un gentío inusitado; no parecía una
fiesta ni una reunión de amigos,
se sentía más bien la agitación, el rumor de trágicos
acontecimientos. La joven pensó
inmediatamente en un atentado; desde hacía algunos meses grupos de anarquistas
sembraban el terror movidos por
un tal Durruti. Ella no sabía lo que esas personas querían
pero presentía de alguna forma oscura y
profunda que esos acontecimientos
cada vez más frecuentes afectarían algún día a su vida
y a la de los suyos. Un escalofrío le
recorrió la espalda, pero apresuró el paso hacia la agitada multitud.
Algunos hombres
levantaban el brazo sujetando un periódico, otros, incrédulos, se llevaban las manos a la cabeza.
Una o dos mujeres se tapaban la
boca como si reprimieran un grito. Tomasa avanzó
temblando ligeramente, no le gustaba esa
muchedumbre incomprensible. Se
disponía a atravesar el grupo cuando sintió que una
mano firme le cogía del brazo. Cuál no
sería su sorpresa al darse la vuelta y reconocer a su vecino del sombrero gris. Ella
tiró suavemente para que él la
soltara pero él no hizo nada, descubriendo por primera
vez los grandes ojos melancólicos y
resolutos de la jovencita. Su palidez, sus labios apretados por el miedo del momento,
tenían algo de conmovedor; le
soltó el brazo y disimulando su azoramiento, consiguió
articular:
–Buenas tardes
señorita, no quería asustarla pero, ¿no ha visto
usted lo que ha pasado esta
tarde?
–Buenas tardes. No,
no he visto nada, acabo de volver de mi escuela. Pero, ¿qué ha pasado?, ¿qué debería haber visto
–exhaló Tomasa cada vez más
inquieta.
–¿No sabe usted
nada?, ¿no se ha enterado de que Gaudí ha muerto hace un momento? –al escuchar estas palabras, dos
o tres hombres se reunieron con
ellos asintiendo con vivos movimientos de cabeza.
–¡Incluso mi mujer,
Dolores, ha visto de lejos a los de primeros
auxilios a su alrededor! ¡Había tanta
gente! –afirmó un anciano entre sus pocos dientes.
–Pero, ¿cómo ha
muerto así, en plena calle? –quiso saber la muchacha.
–Hija mía,
a-tro-pe-lla-do, aplastado como un perro, en plena
calle.
–Totalmente
aplastado por el tranvía. No veía bien, hay que
tener en cuenta que tenía nada menos que
setenta y cuatro años.
–Pero es que desde
que empezó esa catedral del demonio no pensaba más que en eso, y al parecer ya no dormía
nada.
–Claro, con esos
bichos de allá arriba, ¡es como para tener pesadillas! No se contentó con poner a Jesús o a la
Virgen como todo el mundo y,
¡claro!, ¡Dios le ha castigado!
–Ya está bien de
tonterías , Dios no está aquí para castigar, ni a
Gaudí ni a nadie, ya basta de tonterías.
Venga señorita, permítame que la
acompañe, tiene pinta de tener frío –le ofreció el hombre
del sombrero gris tendiéndole el
brazo.
Tomasa tuvo un
momento de duda, vio de nuevo las severas caras de su madre y de su hermana, pero el hombre la
sonreía como un padre, quería
eliminar el velo oscuro de su bello rostro. Se presentó a
sí mismo porque, desde que se
cruzaban por las mañanas, ella no sabía nada de él, ni siquiera su nombre. Supo que se llamaba
Jorge, como el patrón de
Barcelona, que sus amigos le llamaban Fontanillas y que
estaba casado con una mujer que jamás
salía. Durante la cena, Juanita
le reveló, entre la sopa y la tortilla, que lo que más pesaba a
ese hombre en su vida era no
poder tener hijos. Su esposa acabó por renunciar a ellos, incluso, según ella, a compartir su
cama. ¿Para qué?
Y luego nadie la
había visto volver a salir ni a entrar. Juanita también
le dejó caer que él tenía un buen puesto
en la casa textil de Casarramona
y que tenía en mente mudarse a un apartamento de
mayor prestigio en el Ensanche; allí era
donde se instalaban cada vez más
a menudo los nuevos ricos.
En su cama, Tomasa
se sorprendió contenta de la desgracia de la
esposa estéril, no habría podido explicar
por qué, pero esta idea le sosegaba. Sin embargo, ofreció su última oración a la
pobre mujer del amable vecino del
sombrero gris. Aún así, su corazón se sumergía en
una sensación indefinible cuando trataba
de recordar el instante en el que
sintió el tirón de codo y en el que ella se giró hacia esa
sonrisa reconfortante.
Cada mañana
calculaba el momento exacto en que él bajaría y, el
hecho de cruzarse con ese hombre que se
quitaba el sombrero antes de dedicarle una cálida sonrisa, era suficiente para, a
partir de ese momento, llenar el
día de sueños y de una alegría que nada alteraba.
Le habría encantado
compartir esos confusos sentimientos con su madre y su hermana, pero mediante el recuerdo de sus
miradas sentía su desaprobación y
se contentaba con escribirles largas cartas que
respiraran la más pura y simple
felicidad.
De vez en cuando,
al volver a casa, saboreaba plenamente la percepción de su elegante silueta y se sorprendía al
imaginarse posando su cabeza
sobre sus hombros. Le encantaba que él le lanzara
al vuelo una frasecilla sobre el tiempo o
mejor aún un piropo : «¡Este vestido le sienta de maravilla!». Apreciaba en ese
hombre una elegancia natural,
resaltada por sus modales y su eterno sombrero gris,
ligeramente caído sobre una de las cejas,
que le proporcionaba un aire misterioso. Se figuraba, aunque nunca los hubiera visto,
que los actores de las películas
de las que a veces hablaba Mercé debían de ser
parecidos.