XXVIII

 

Andrés entró en el dormitorio, alborotado y algo más despeinado que de costumbre. Saltó sobre la cama de Pablo que, con semblante alicaído, parecía leer una carta de Aranda:
–¡Somos los reyes Pablo, somos los reyes! –soltando una carcajada frenética, se levantó, esbozó una jota endiablada y quiso arrastrar con él a su compañero.
–¡Déjame en paz! ¡Que me dejes en paz! ¿Crees que tengo ganas de bailar? Encima he recibido una carta de mi hermana que se cree que tiene que darme sus consejos, ¿en qué se meterá?

 

–Qué nos importan tú hermana, mi hermana, y todo el mundo,
¡somos los reyes, tachín tachán...! ¡Hemos ganado Pablo , hemos ganado el premio, esta vez es el gordo !
–¡Qué me estás contando! Para de saltar por todas partes que me estás mareando.
Con una sonrisa, Andrés sacó un billete de lotería y el periódico sin decir nada y, dándoselas de misterioso, se lo dio a su amigo saboreando con antelación la alegría que se iba a llevar.
–¡Coño! – Pablo se pasó la mano por la cabeza, sintió un calor que le subía de golpe y no supo qué decirle a Andrés que esperaba una respuesta.
–Hemos ganado Pablo, vamos a pegarnos la vida padremuchacho, vamos, vístete, iremos a tomar algo; llamaré al Juan y al Mariano. No les diremos nada, por supuesto, pero les invitaremos a unas copas, venga, iremos por la Gran Vía, a los mejores bares, vamos,
¡no pongas esa cara!
Leyeron y releyeron los números del décimo ganador, que se alineaban mágicamente, y se dispusieron a celebrar su primera noche de ricos. A pesar de todo, Pablo cumplió al día siguiente con las obligaciones que tenía con el general, con la cabeza embotada pero con la intima satisfacción de sentirse superior a ese hombre que empezaba a inquietarle.
–Todo va a volver al orden Pablo, y muy pronto; tengo noticias de Francisco, él todavía está en Marruecos pero lo van arreglar todo, puedes estar seguro. Todavía es joven, ¡pero tiene cojones!
Ese día Pablo no le escuchaba, el ruido de fondo apenas cubría sus pensamientos dedicados a Lucía y a su hijo. Dejarían a Angelita y se mudarían, no porque su prima fuera desagradable, que era todo lo contrario, sino porque con la llegada del niño necesitarían intimidad.
Lucía nunca se quejaba, feliz de que su prima y su amable esposo cuidaran de su hijo mientras que ella retomaba las clases.
Para empezar, dejó el ejército para alistarse en el Cuerpo de Guardias de Asalto, el servicio de mantenimiento del orden público que había creado el gobierno de la segunda República en 1931 para ganarse la confianza del pueblo y solucionar los numerosos problemas con más tino que la Guardia Civil.
Escribió a doña Catalina y a don Pío contándoles que le habían ofrecido un puesto aún más importante y que había mucho que hacer, pues los obreros hambrientos reclamaban todavía más derechos y dinero, y ellos tenían que apaciguar y tranquilizar a los numerosos huelguistas, y añadió que sobre todo no se olvidaran de abrazar por él a Blanca. Cuando ya había mandado la carta se dio cuenta de que había olvidado escribir «a Blanca y al niño», pero bueno, su madre lo entendería y haría las cosas bien , como de costumbre.
En cuanto a Andrés, había decidido acabar su servicio y volver a su casa enseguida donde pondría un comercio, todavía no sabía cuál; pediría consejo a Pablo. Éste tenía un hermano tendero y una hermana que había abierto su propia escuela de costura, ¡seguro que podría ayudarle!
Cada uno había cobrado 13.000 pesetas. Pablo calculó inmediatamente que esto era unas 25.000 veces su antiguo salario de aprendiz de mecánico. Cuando pensaba en aquella época le parecía tan lejana y confusa que se preguntaba cómo había podido ser feliz, porque lo había sido, pero ya no sabía cómo.
Encontró un pequeño piso en la segunda planta del número 12 de la calle Mayor, al lado de la Plaza Mayor y muy cerca del teatro Lope de Vega, como había exclamado Lucía abrazándole con entusiasmo.
Angelita les dijo que podían llevarle el pequeño cada vez que lo necesitaran, cuando salieran al teatro o al cine por ejemplo. Lucía se dirigió en primer lugar al pequeño comedor y volviéndose hacia Pablo aplaudió:
–¡Mira!, ¡hasta tiene un balcón!
Pablo le regaló un precioso bolso de Loewe a su prima y prometió llevarla a los mejores restaurantes, ¡así engordaría un poco!
Entraron en su primer hogar con la sensación de que nada podría alterar nunca su felicidad. Esa misma noche se llevaron a su hijo dormido al mejor mesón de la Gran Vía donde Andrés se juntaría con ellos del brazo de una tal Anita, una chica muy vistosa que acababa de conocer. Pidieron la mejor botella de Tío Pepe y la mejor langosta.
Lucía exhibía el collar de perlas más elegante de todo Madrid, pero lo que más gustaba a Pablo eran las estrellas que le brillaban en los ojos.

 

El balcón de la costurera
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