XXIII
Cleyde se sentó
respirando lo bastante fuerte para que Tomasa la
oyera y se diera cuenta de su irritación.
Era la sexta vez que le repetía lo mismo gimoteando:
–Venga, ayúdame a
ir al balcón, que ya hace mucho tiempo, vamos…
–Tomasa, sabe de
sobra que siempre trato de agradarla, pero no
puede ser. Si se asoma como quiere hacerlo
y le da un mareo como le pasó la
otra vez en la cocina, ¿qué hacemos? ¿Qué demonios quiere
hacer en el balcón? –sentía que perdía la
paciencia, además, ese día no
podría reunirse con su Antonio porque su hija tenía sus
supuestas clases de por la tarde.
Nada le ponía de peor humor que saber que pasaría toda la tarde allí encerrada, en esa habitación
que conocía al dedillo, sin
ninguna compensación.
–No sabes nada
Cleyde, no sabes lo que representa para mí ese
balcón, venga, si me llevas te cuento cómo
conocí a mi marido.
Tras estas
palabras, Cleyde irguió la cabeza y vislumbró la
posibilidad de pasar una tarde más
placentera de lo que hubiera imaginado.
–Bueno, bueno, de
acuerdo por esta vez, pero vamos a colocar una silla y me va a prometer que se quedará sentada y
que no intentará levantarse para
asomarse, ¿qué me dice?
–Vamos, menos
hablar y a llevarme más deprisa, y no olvides
darme mi bolsito negro, ¡lo
quiero!
Cleyde se apresuró
a instalar una sillita de mimbre, la más baja
que encontró, colocó encima un cojín
grueso de ganchillo y emprendió la larga marcha hacia el balcón, con Tomasa colgada de
su brazo. Pero el bolsito, ¿para
qué? Lo reclamaba cada vez más a menudo, ¡pronto lo
querría hasta para ir al
baño!
La anciana sintió
el frescor de la noche acariciar su nariz, su boca y
descender por su espalda.
–Tiene frío,
espere, voy a buscar el chaleco que no está lejos.
Venga
instálese.
Se concedieron unos
momentos de silencio para observar la luna y el recorrido de una nube que se empeñaba en proyectar
un velo violáceo; siguieron con
la mirada el baile de una golondrina y el contoneo de un gato que levantó la cabeza hacia las dos
mujeres que respiraban la calma
de esa noche de verano. Tomasa inspiró, cerró los
ojos y empezó a contar:
«Mi padre nos lo
presentó en enero de 1934, tan sólo dos meses
después de haberle conocido él. Venía de
Alicante para trabajar en la compañía ferroviaria de Ariza; era una época de pleno
crecimiento y desarrollo, así que
recurrían a personal de otras regiones. Había
conocido a mi padre por medio de un amigo
de toda la vida que trabajaba
para la compañía en el servicio de mantenimiento
mecánico.
Así nos lo presentó
un domingo, bajo la rosaleda de la Virgen de las
Viñas. Enseguida me dí cuenta de que era
muy alto e iba vestido como si
fuera un jefe o un responsable de algo; pensé inmediatamente
que debía de tener un puesto
importante en la compañía pero, por supuesto, a mi padre no le comenté ni le pregunté nada.
Por otra parte,
¿qué importancia
tenía eso?, sólo era un conocido de mi padre, ni
siquiera su amigo. Nos saludó quitándose
el sombrero y con un aire algo
rígido para su edad nos dijo tendiéndonos la mano:
–Pepe Bajos de
Alicante, para servirles.
Subimos el paseo
hacia la ermita de la Virgen. Mi padre, su yerno Macario y Pepe iban delante discutiendo de cosas y
de otros hombres y, unos metros
detrás, íbamos mi madre, mi hermana Mercedes, su hija Ana, mi sobrina Cristina y yo. Blanca
se quedó en casa porque al
pequeño Pablo, o Pablito como le llamábamos, le había
subido la fiebre. Mercedes me cogió del
brazo y me murmuró al oído sus
primeras impresiones sobre nuestro acompañante de ese
domingo.
De espaldas me
parecía un poco más alto que Fontanillas pero
enseguida aparté el recuerdo; me
preguntaba incluso por qué les comparaba, ¿de qué me servía eso? También me di cuenta
de que tenía un paso decidido,
rápido aunque algo envarado, igual que cuando
me tendió la mano. Mercedes me preguntó si
me había percatado de su pronunciado estrabismo; yo reconocí que no lo había
visto pero, cuando se volvió para
hacernos una pregunta, constaté que en efecto
mi hermana no había exagerado. Su cara,
cuadrada, era de proporciones más
bien agradables. De lejos, no le faltaba garbo, su
traje le caía perfecto sobre los hombros
bien definidos y en conjunto parecía armonioso. Pensé entonces que su mirada le
confería una gran personalidad y
que debía de ser una persona formal. A mi padre no le
faltaron elogios a la vuelta; nos contó al
detalle su trayectoria y su ascenso en el seno de la compañía. En los días
siguientes me sorprendí imaginándome de su brazo y esperando encontrármelo de
nuevo.
No volví a verle
hasta pasadas tres semanas y vi que llevaba otro
traje de la misma calidad, de color más
claro, que iba perfectamente a tono con el sombrero, que era el mismo de la última vez.
Dimos el mismo paseo y Mercedes,
de ojo cauteloso, me susurró que me había mirado más que la última vez, en fin, ¡si es que a eso
se le podía llamar mirar! Para mi
sorpresa, esta precisión me sentó mal y traté de
mantener el aire más desenvuelto que
puede. Poco tiempo después, Pepe
vino a pedir permiso a mi padre para llevarme a dar un paseo
por el Duero, ni que decir tiene
, que acompañados de Ana y Cristina, por supuesto.
Esos paseos se
hicieron habituales y yo sonreía a mis conocidas
cogida del brazo del que sería mi único
marido».
–¿Eso es todo?
Usted me está tomando el pelo Tomasa, lo ha contado como si fuera un libro, pero no es una novela,
¡si no me ha contado usted nada!
–mencionaba las novelas de las que tenía una idea
confusa y nada favorable; no eran más que
historias aburridas y, ¡tan alejadas de la vida real! Estaba resentida por su
ingenuidad y por la jugarreta que
la anciana le había hecho, tendría que haber imaginado
que no le contaría nada que fuera
atrevido.
Cleyde se dispuso,
de muy mal humor, a levantar de su silla a Tomasa que declaró con una vocecilla que ya no podía
moverse. El gato pasó de nuevo y
Tomasa se puso a lloriquear: «Yo quería un niño,
yo quería un niño y no gatos, yo quería un
niño»
Cleyde, de pie
desde hacía unos minutos, volvió a sentarse cogiendo la
mano de la anciana y sin añadir nada más
susurró:
–Parece que mañana
va a llover.