XXXV

 

En la villa de Aranda, el invierno se alargaba cruelmente. Don Pío no dejaba de suspirar viendo disminuir las provisiones de harina y aceite. El molino en el que trabajaba había dejado de funcionar desde el final del verano y los empleados se habían dado prisa en almacenar los últimos sacos. El comercio parecía paralizado. Doña Catalina se esforzaba en ocultar a su familia lo mala que había resultado la vendimia debido a las lluvias de la primavera. Tomasa pudo cambiar dos vestidos y un pantalón por dos cajas mantecados y medio jamón a una fiel clienta de Fresnillo, pero se preguntaba hasta cuándo encontraría paisanos dispuestos a darle huevos, tocino y otros alimentos a cambio de los trajes que ella y sus empleadas cosían. Dos de ellas se habían vuelto con su familia en el mes de agosto. Marcela, la mayor, tenía que afrontar la desaparición de su marido y de su hijo, que no daban señales de vida desde la noche del 19 de julio.

 

En el pequeño taller, Tomasa se tomaba muy a pecho el empezar muy temprano por la mañana, pero veía cómo Blanca ya no tenía fuerzas para fingir.
–Ánimo, venga, hay que acabar el abrigo de la hija de los Fortunas, seguro que me lo pagan bien.
–¡Ay! Si Pablito siguiera mamando sería más fácil alimentarlo, está muy delgado, ¿no ?
–Te recuerdo que desde muy pronto no quiso tu leche, seguro que es por eso; sí que está muy delgado sí, ¡mira qué muslitos!
–¿Crees que Pepe podría conseguir que me fuera a Madrid en tren? Tengo que ir a buscar a Pablo ¡esto no puede seguir así!
–¿Estás loca? Sabes que la compañía ha sido requisada el mes pasado, Pepe está obligado a hacer lo que le digan los de Burgos, no se va a arriesgar, ya sabes cómo es . Y además, si fueras allí no sabrías encontrarle, ni siquiera ha contestado las dos últimas cartas que le ha enviado mi madre. Venga, acaba ya con el dobladillo en lugar de hablar tanto.
Blanca acabó la tarde con los labios cerrados y una ligera sombra oscurecía el inicio de sus pómulos. El pequeño Pablito llegó corriendo y se pegó a las piernas de su madre, levantó sus bracitos y sus grandes ojos negros hacia ella que delicadamente le rechazó.

 

–Luego Pablito, no ves que mamá tiene que acabar este trabajo para la tía. El chiquillo se volvió hacia Tomasa que dejó un momento sobre las rodillas la manga del abrigo de la que estaba cosiendo el forro:
–Ven aquí picarón, ven, que la tía te va a dar un pedacito de chocolate.
Fue a buscar a la cocina el último trozo de chocolate y viendo al chiquillo relamerse sintió que el corazón se le derretía de amor. Blanca, molesta, cogió un pañuelo para limpiarle la boca a su hijo. ¿Cómo sería la vida si Pablo estuviera a su lado? ¿Cómo sería su vida si no estuviera allí ese niño que siempre le pedía más besos, más mimos, más pan? Sacudió enérgicamente la cabeza; no debía pensar en esas cosas, sólo estaba cansada, tan cansada. ¿De dónde sacaba Tomasa tanta energía? Sin embargo, algunas veces había notado como si algo en ella hubiera cambiado, como un especie de velo sobre sus ojos. ¿Podría ser ese niño que no llegaba lo que la entristeciera? Pero desde luego no era el momento adecuado ; una boca más que alimentar les complicaría mucho la vida, ¡qué cansada estaba!
Le gustaba que Tomasa la mandara por la mañana temprano al economato donde se distribuían algunos alimentos. Veía gente y eso la sacaba del taller donde empezaba a agobiarse entre esas mujeres tan grandes y tan fuertes.
Una mañana de diciembre, mientras la nieve helaba sus mejillas, sintió una mano que le tocaba el hombro entumecido por el frío.
Reconoció a una mujer enorme de su antiguo barrio, doña Virtudes, a la que apenas se le veía la cara, camuflada por un gran pañuelo:

 

–Pss, pss, Blanca, ¡escúchame! ¿Tienes noticias de Pablo? Dicen que está con los Republicanos, ¿eh?
–Buenos días doña Virtudes. Pues no, está bien, es chófer de un gran general, ¿sabe? –Blanca no sabía si era algo malo decir que se había hecho guardia de asalto, era mejor abstenerse y mentir.
–¡Anda…! ¿Y Pepe Bajos, el marido de Tomasa?
–No, no, tiene un puesto de responsabilidad en la Compañía Ariza; está bajo las órdenes de los Nacionales.
–¿Ah sí? Pues si te enteras de alguien que esté a favor de la República puedes decírmelo a mí y a cambio te daré tanto aceite como quieras –pronunció las últimas palabras tan bajo que Blanca tuvo que ponerse de puntillas para poder comprender lo que decía. Contestó que no a todo, incluso aunque no hubiera entendido bien; había algo en la mirada de esa gigantona que le disgustaba profundamente y que le hacía desconfiar y contarle lo menos posible.
Decepcionada, ciñéndose aún más su pañuelo negro, doña Virtudes se giró hacia otra mujer a la que le castañeteaban los dientes.
Y ese fue finalmente todo el paseo de Blanca que tuvo ganas de llorar cuando sólo le dieron media docena de huevos. Mientras volvía estuvo soñando con el último estofado que habían comido el pasado mes de junio, ¡parecía tan lejano!
La semana pasó sin que hubiera habido necesidad de empezar la media docena de huevos. Tomasa pensaba que era mejor guardarla por si acaso. Pero diez días después, Blanca, que preparaba la comida, se dio cuenta de que ya se habían comido la última lata de sardinas y no habían hecho una comida sólida desde entonces. Blanca preguntó a Tomasa si podía hacer una buena tortilla. Ésta, dudando, le preguntó por las provisiones que quedaban en el armario pero, al ver a su sobrinito sentado en el suelo, terminó por responder:
–Sí, haz una gran tortilla, a Pablito le va a encantar, ¡pobrecillo mío!
Blanca se afanó, hizo sonar el tenedor contra el gran cuenco donde se batían los seis huevos con entusiasmo. Alargó ese momento de placer, repitiendo lo suficientemente fuerte para que Tomasa le oyera desde el taller:
–Espero que esté buena, tendremos bastante para todos, ¿eh Tomasa?, ¿tú qué crees? Macario también tiene buen apetito y Pepe se pondrá muy contento, ha tenido una semana muy dura, ¿no?
–Sí, sí, tienes razón, se pondrá muy contento, pero no tendrá más que los demás, y si no que traiga alguna cosa, que no se arriesga mucho. Bate bien los huevos para que quede bien gordita, ¿eh, Blanca?
Pablito, ¿ves?, tu tía sigue cosiendo para poder comer tortillas gordas como la de esta noche y vas a comer tanto como quieras, ¡tu tía te dará todo lo que quieras!
El pequeñín fue saltando hacia la cocina cantando «tortilla, tortilla, tortilla grande». Blanca cogió la sartén y la untó con una punta de manteca dura y cuando fue a coger el cuenco con los huevos no vio a Pablito que se agarraba a sus piernas gritando “tortilla, tortilla para Pablito, tachán-tachán . Blanca, que se libró por poco de una caída, arrojó el bol con la mano izquierda y con la derecha se aferró al borde de la mesa mientras seguía la trayectoria de los huevos que aterrizaron con un ruido flácido sobre un cubo lleno de carbón que había allí. De un salto, se incorporó y le dio un golpe con la zapatilla al chiquillo que se escapó gritando «¡tortilla, tortilla!». Luego, Blanca se dejó caer sobre una silla y con los ojos llenos de lágrimas empezó a reír tan fuerte que el pequeño Pablito fue a esconderse tras las faldas de su tía.

 

El balcón de la costurera
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