XVI

 

Las dos mujeres se acercaron a la encorvada silueta sin saber cómo empezar. Maryam, con un gesto de la cabeza, indicó a su madre que se quedase apartada pero cerca de ella. Sabía que una palabra de más, una entonación desafortunada, podía estropearlo todo. La joven cogió una sillita de mimbre y fue a sentarse al lado de la anciana cogiéndole suavemente la mano. A Tomasa le encantaban esos contactos con una mano tan sedosa y firme a la vez, le gustaba especialmente sentir a través de sus venas el latido del joven corazón y la piel carnosa y todavía tersa. Ella misma buscaba ese tacto cálido y apretaba aquella mano tan familiar. Por unos instantes y de manera sorprendente, ese cuerpo extraño daba vida a su propio cuerpo, definiendo mejor sus contornos. Cleyde se instaló un poco a la izquierda, no muy lejos, y disimulaba arreglando uno de sus abigarrados sujetadores. Maryam dedicó a Tomasa su sonrisa más encantadora y al fin se lanzó:
–Esta mañana ha debido de pasar frío…
–¿Esta mañana? ¿Por qué? ¿Ha nevado?
–Quiero decir en la cama…
–¿Esta mañana? ¿No es mediodía? Esta mañana, ¿dónde estuve esta mañana? –una nube oscura pasó por la frente de Tomasa.
–Sí, esta mañana, cuando se ha despertado, en la cama, ha tenido que pasar frío…
–¿Y eso por qué? ¿Ha nevado esta noche? ¿Por qué tendría que haber pasado frío? –lloriqueó Tomasa empezando a inquietarse – ¿Por qué me hablas de esta mañana? , háblame de ahora.
–Bueno
–inspiró
profundamente antes de proseguir – esta
mañana y desde hace algunos días su cama estaba mojada. Pero eso puede ocurrirle a cualquiera, a Cleyde le ha pasado no hace mucho.
–¡De lo borracha que estaba! –dijo Cleyde nerviosa forzando la risa.

 

–¿Mojada? No, yo no. ¿Por qué dices eso? ¿No sabes que estás hablando con la hermosura de Aranda? ¿No sabes que los hombres más importantes venderían su alma al diablo por una sola de mis miradas?
–Claro, claro –musitó Maryam acariciando con más firmeza la mano que intentaba escaparse.
–¿De qué hablas?
–Sólo digo que como ya ha mojado la cama varias veces y debe de tener frío por las mañanas, podría usar una protección, sabe, todo el mundo lo hace en un momento dado.
–¿De qué momento me hablas? O sea, que lo que quieres es ponerme un pañal, ¿no?
Gritando así, Tomasa esperaba quitarse de encima ese momento, el momento en el que todo el mundo se pone un pañal; pensaba que podía apartarlo como a un mal sueño, y que si continuaba gritando todo sería como antes pero, ¿como antes de qué? ¿Así que ya había llegado el momento en el que todo el mundo usa pañales? Ya no sabía, no lo había visto venir, sentía que la cabeza se le iba poniendo pesada, muy pesada, que podría caerse en cualquier momento o que su cuerpo dejaría ya de moverse. Apartó la colcha de las rodillas para comprobar que estaban bien, comprobó su peinado, carraspeó un poco y acabó diciendo con voz cansada:
–¿De qué estábamos hablando?
Luego se abandonó a las profundidades del sueño, donde percibía cómo se iban acercando desde muy lejos dos siluetas conocidas y amadas, cuando todo era como antes.
El balcón de la costurera
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