XXV

 

Tomasa regresó a su habitación en contra de su voluntad. Por primera vez se negó a dormirse sin su bolsito negro. Suspirando ruidosamente, Cleyde lo colocó sobre la almohada pero no demasiado cerca para que no la molestara, luego dejó a la anciana, y se puso feliz de poder telefonear a su Antonio.
Tomasa acarició con el dorso de la mano su bolso, luego cerró los ojos y se dispuso a revisar los detalles que no le había contado a Cleyde. Sonrió, muy a su pesar, por la broma que le había gastado; ya lo intentaría de nuevo.
Volvió a ver el rostro circunspecto de su hermana el día de su boda, un magnífico día de primavera, el 14 de abril de 1935, el mismo día de la República. La ceremonia había sido sencilla pero muy emocionante; la misa , muy acertada , la había pronunciado un cura, jovencísimo de la edad de su hermano Pablo; de hecho habían ido juntos a la escuela. Sin embargo, don Abundio tenía la expresión afable y rechoncha de las personas que no envejecen nunca. Tomasa había cogido la costumbre de confesarse con ese joven sacerdote y salía de allí orgullosa y feliz de haber hecho el bien; don Abundio le repetía cuánto apreciaba Dios que ella hubiera recogido a su primita Cristina y a la joven Blanca. Juntos, decidieron escribir una carta dirigida a Pablo para que por fin volviera para construir un hogar como Dios manda.
Tomasa se sentía fuerte del brazo de un hombre tan elegante que se mantenía bien derecho y respondía muy digno a las felicitaciones:
«Pepe Bajos, para servirle». Catalina se sentía orgullosa de su hija menor: el vestido le daba aspecto de actriz; el corte, novedoso y copiado de los últimos números de Vogue y de las tendencias de París, generó sorpresa y levantó suspiros de admiración. Blanca , que había contribuido al acabado, le puso la mano sobre el brazo antes de abrazarla conmovida. ¡Estaba bellísima!, parecía la cantante Imperio Argentina, ¡hasta sabía fumar con boquilla como ella!
Por la noche, Catalina ordenó que había que dejar solos a los recién casados y se llevó a su casa a toda su querida familia. Lanzó un último suspiro mirando a su hija y puso su brazo sobre el de su marido.
El pequeño Pablito decidió explorar el pesado aparador de sus abuelos hasta que lo atrapó su prima Ana que se reía a carcajadas ante cada nueva tentativa de exploración. Lo sentó en sus rodillas y, tratando de peinar de diferentes maneras el único mechón moreno del niño, optó finalmente por ponerle un caracolillo en la frente.
Mientras tanto, Tomasa subía las escaleras con el corazón en un puño, precedida del hombre que ya era su marido. De golpe, se dio cuenta de que, desde aquel instante, estaría a su lado todos los días, en su casa y en su cama. Reprimió un ligero estremecimiento y decidió no pensar más en ello por el momento. Pepe, con un aire muy decidido, frotándose las manos una y otra vez, recorrió sucesivamente las pequeñas habitaciones y se paró con una sonrisa forzada para mirar a su joven esposa.
–Bueno Tomasa, vamos a acostarnos –dijo simplemente.
Tomasa no sabía qué era lo que debía hacer, ¿tenía que desvestirse primero o ir a lavarse?, ¿debía esperar? Pensó que lo que tenía que hacer era desnudarse y meterse en la cama a reunirse con su marido cuando vio que éste ya se había metido entre las sábanas bordadas. Entró con el corazón a cien por hora y sintió una ligera nausea cuando su pierna rozó la dura y peluda pierna de aquel hombre. La desnudez, el dolor, la sensación de estar sucia; no supo qué era lo que más la espantaba. Pasó toda la noche pensando que probablemente tendría que revivir ese momento durante todas las noches o, ¿cuántas veces al año?, ¿y en una vida? Con estos pensamientos no pudo evitar las primeras lágrimas. Pensó en Blanca y su hermano, en Mercedes y Macario, y sólo se dominaba al pensar en el hijo que tendría. Soportaba ese contacto, no sabía cómo llamarlo, porque quería un niño. Acabó la noche imaginando su carita, sus cabellos, el olor de su nuca cuando tuviera fiebre; sería una niña, estaba segura, una niñita morena con mucho pelo como el suyo y el de su madre, y se llamaría Tomasa, como ella.
Pepe se despertó y se inclinó sobre su joven esposa que dormía apaciblemente. Aún estaba más bella que la víspera. Esperaba no haberle hecho mucho daño, no haber sido muy brusco. Él no frecuentaba más que los prostíbulos porque allí las chicas no tenían tiempo de mirar sus ojos extraviados. Tomasa era la primera joven que le había tratado con respeto y a la que había osado pedir en matrimonio.

 

El balcón de la costurera
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