XXIV
Pablo se dio prisa
en abrocharse el cinturón, creía que ya iba con retraso. Hacía seis meses que había sido destinado
como chófer al servicio del
general Queipo de Llano. Andrés le dejó de hablar
durante una semana.
–¿Te das cuenta
dónde te estás metiendo?, todo el mundo sabe
que Llano es un falangista horrible, no te
reconozco, ¿qué te pasa?
¡Demonios,
reacciona! Puedes dejarlo, ¿no?
–Sí, eso es lo que
todo el mundo dice, pero si realmente fuera falangista, ¿por qué habría participado en el complot
contra el inútil de Alfonso XIII?
Todo el mundo se olvida de este detalle, incluso tú, ¿tú
crees que me iba a dedicar yo a
transportar a esos cabrones? Y si lo que quieres es quedarte soldaducho durante toda la mili,
allá tú, ¡yo tengo otras cosas
que hacer!
Andrés veía cómo se
le hinchaba la vena del cuello de su amigo y
sabía que toda argumentación, por muy bien
documentada que estuviera, no
serviría para nada. Desanduvo el camino, preocupado
por Pablo que estaba encendiendo un
cigarrillo para disimular la duda de su semblante. ¿Y si Andrés tuviera razón? ¿Cómo hacer
para explicar que quería volver a
ser un simple soldado, rechazar el sueldo que tenía asignado, los horarios, el privilegio de comer
en la mesa de los oficiales y los
halagos del general por su puntualidad?
En el coche, rumbo
al cuartel de Getafe, el general empezó su eterna diatriba contra el gobierno de derechas de aquel
momento, denunciando de forma
convincente la miseria de los obreros y de los
campesinos; había que acabar con todo eso,
con el poder de los
«señoritos», había
que cambiarlo todo, hombres nuevos, sangre nueva,
recalcaba buscando por el retrovisor la
aprobación en los ojos de su chófer.
Pablo asentía
complaciente. Sí, había que cambiarlo todo, hombres nuevos, pero tenía cuidado en no pasarse
diciendo que la solución pasaba
por el bolchevismo a la española. Algo le llamaba a la
prudencia, a la contención, aguantaba la
opinión del jefe y se concentraba
en el camino. ¡Tendría gracia que Andrés tuviera
razón!
Muchos meses más
tarde ya no pensaban en ello a pesar de una palpable agitación que, tras las huelgas del Norte,
alcanzaba ya a todo el país. Los
dos amigos reconciliados decidieron darse un respiro
mediante un día de descanso bien merecido.
Empezaron por ir a ver a la prima
Angelita, que se había marchado de Aranda para instalarse
en Madrid y tenía trabajo en una buena
casa. La pobre, le explicó Pablo
a Andrés, con un marido ciego tenía que ganarse el pan.
¡Vamos a verla!, ¡se pondrá tan
contenta! Morenilla y flacucha, sin comer ni
dormir, Angelita se movía por la vida como
una libélula; todos la querían en
el barrio. Luego, al salir de la casa con el estómago
lleno de rosquillas, Andrés no
podía parar de berrear , bailotear y cantar,
hasta que Pablo lo detuvo, reteniéndolo
por el brazo.
–¡Oye! Hoy estás
insoportable. ¡Has estado a punto de romperme
mi mejor traje!-protestó
Pablo.
–¡ Ojo , mozas de
la capital , andaos con cuidado , los mozos de
Aranda y Logroño están sueltos! ¡Ja, ja,
ja! –vociferaba Andrés.
–Bueno, las mozas
tendrán que esperar un poco al muchacho de La Rioja porque yo no voy a ningún lado sin comprar mi
décimo –el décimo de lotería que
cada semana, desde que era chófer, tenía costumbre de comprar.
Agarrados del
brazo, los dos muchachos empezaron a dar unos
pasitos de baile cada uno con un décimo de
lotería en la mano, tarareando
los respectivos números. Al bajar por la calle Recoletos,
una señora enjoyada frunció los labios y,
alzando los hombros, levantó los
ojos al cielo. Desde luego, desde la abdicación del pobre rey, la
juventud se había pervertido, «¡a ver si llegaba pronto Primo
de Ribera a poner orden en todo
aquello!».