XXXI
Lucía se preguntaba
dónde estaría Pablo; aunque sabía que era su día de permiso, una vaga inquietud la oprimía desde
que había apagado la radio. Desde
hacía un tiempo, tenían la manía de anunciar
las noticias de manera más alarmante de lo
que eran en realidad.
El primer
comunicado de la República la había tranquilizado un
poco. Se dispuso a terminar de preparar un
cocido en el que estaba tardando
más tiempo del previsto; si no se hubiese quedado media
hora escuchando todos esos mensajes,
probablemente habría terminado ya
de cocer la carne.
Cuando acabó de
pelar la última zanahoria creyó oír un ruido
débil pero muy molesto que venía de la
calle, del lado del comedor pero,
con las persianas del balcón cerradas, no pudo
identificarlo.
Decidió terminar su
trabajo porque el niño, que dormía desde hacía
tiempo, no tardaría en despertar y
reclamar su comida ruidosamente y ya iba bastante retrasada. Pero como el ruido se hizo
cada vez más opresivo, decidió ir
a comprobar de qué se trataba sin demora cuando
preparara el puré de su hijo. Desde el
momento en que levantó las persianas, una bocanada de aire sofocante irrumpió en la
habitación elegantemente
amueblada, impidiéndole ver en ese momento de dónde
provenía aquello que se había convertido
en un jadeo. Se asomó y lo descubrió.
–Ay… Por favor
señorita, por favor
La voz parecía
venir de un rostro céreo, descompuesto por el
dolor. Bajo un hombre tumbado en la calle,
un enorme charco de sangre se
extendía inexorable y Lucía acabó dándose cuenta de que se
trataba de un sacerdote; pero sus ojos
eran los de un hombre que ya no esperaba nada, eran ojos que habían visto de cerca la
muerte ordinaria, implacable.
Lucía, con un gesto mecánico, se quitó el delantal, cogió la llave y una jarra de agua, cerró tras
ella y bajó para arrodillarse al
lado del hombre.
–Dios mío, ¿qué le
ha pasado padre? ¡Está usted desangrándose!
Puso una mano
detrás de la cabeza del cura y sacando un pañuelo de
su vestido lo mojó un poco en agua y lo
pasó por la frente brillante del hombre que ya estaba helada.
–Tenga padre, un
poco de agua.
Dirigió la mirada
hacia una minúscula mancha marrón que tenía sobre
el pecho.
–Pero padre, ¡si le
han disparado! ¿Quién, quién se lo ha hecho?
Y, ¿por
qué?
–¿Quién? Y eso qué
importa chiquilla… ay… He visto bocas crispadas por el odio, ojos de odio, garras, he visto al
diablo hija mía, al diablo… Rece
por su alma, rece por España…ay…
Lucía, con los ojos
enrojecidos, sintió que la cabeza de aquel hombre se le iba haciendo más pesada sobre el brazo,
cerró los ojos del cura y se
apresuró a subir a casa, a borrar el olor de la muerte, el
olor del miedo, dejando un
momento los brazos bajo el agua fresca mientras reflexionaba y trataba de dar sentido a lo que
acababa de ver y de
oír.
Con las prisas,
apenas vio a doña Carmencita, la señora bajita
del primero que llevaba un pañuelo en la
cabeza. No podía saber que al
poco tiempo ésta la denunciaría por haber sido una maestra de
la República que, en lugar de
enseñar a rezar, enseñaba cosas del cuerpo a los impíos, que tenía un hijo sin estar casada
siquiera y que a todas luces
esperaba otro. Doña Carmencita entró en su casa, cerró
rápidamente todas las persianas y fue a
prepararse un café sin pensar ni
un momento en el sacerdote que yacía abajo, a la luz de
aquella mañana
estival.