50.
Hervé Joncour tardó once días en llegar hasta Yokohama. Sobornó a un funcionario japonés y se procuró dieciséis cartones de huevos de gusanos, provenientes del sur de la isla. Los envolvió en paños de seda y los selló en cuatro cajas de madera redondas. Encontró un pasaje para el continente y a primeros de marzo llegó a la costa rusa. Escogió la ruta más septentrional, intentando que el frío protegiera la vida de los huevos y alargara el tiempo que quedaba antes de que se abriesen. Atravesó a marchas forzadas cuatro mil kilómetros de Siberia, cruzó los Urales y llegó a San Petersburgo. Compró a peso de oro quintales de hielo y los embarcó junto a los huevos en la bodega de un barco mercante que se dirigía a Hamburgo. Tardó seis días en llegar. Descargó las cuatro cajas de madera redondas y subió a un tren que se dirigía hacia el sur. Tras once horas de viaje, justo a la salida de un pueblo que se llamaba Eberfeld, el tren se detuvo para repostar agua. Hervé Joncour miró a su alrededor. El sol estival caía a plomo sobre los campos de trigo y sobre el mundo entero. Sentado frente a él había un comerciante ruso: se había quitado los zapatos y se abanicaba con la última página de un periódico escrito en alemán. Hervé Joncour lo miró fijamente. Vio las manchas de sudor en su camisa y las gotas que le perlaban la frente y el cuello. El ruso dijo algo, riendo. Hervé Joncour le sonrió, se levantó, cogió su equipaje y bajó del tren. Lo recorrió hasta el último vagón, un furgón de mercancías que transportaba, conservados en hielo, pescado y carne. De él caía agua como de un cubo acribillado por miles de proyectiles. Abrió la portezuela, subió al vagón y recogió, una tras otra, sus cajas de madera redondas, las sacó fuera y las depositó en el suelo, al lado del andén. Después cerró la portezuela y esperó. Cuando el tren estuvo listo para partir le gritaron que se diera prisa y subiera. Él respondió sacudiendo la cabeza y esbozando un gesto de despedida. Vio cómo se alejaba el tren y a continuación desaparecía. Esperó hasta que no se oyó el más mínimo rumor. Después se inclinó sobre una de las cajas de madera, quitó los sellos y la abrió. Hizo lo mismo con las otras tres. Lentamente, con cuidado.
Millones de larvas. Muertas. Era el 6 de mayo de 1865.