44.
Hervé Joncour permaneció durante horas entre las ruinas de la aldea. No era capaz de marcharse aunque supiera que cada hora perdida allí podía significar el desastre para él, y para toda Lavilledieu: no tenía huevos de gusano, y aunque los hubiera encontrado, no le quedaban más que un par de meses para cruzar el mundo antes de que se abrieran, transformándose en un cúmulo de inútiles larvas. Un solo día de retraso podía significar el fin. Lo sabía, y sin embargo no era capaz de marcharse. De modo que permaneció allí hasta que aconteció una cosa sorprendente e irracional: de la nada, de repente, apareció un chico. Vestido con harapos, caminaba con lentitud, mirando fijamente al extranjero con el miedo en los ojos. Hervé Joncour no se movió. El chico dio algunos pasos más hacia adelante y se detuvo. Permanecieron así, contemplándose, a pocos metros uno del otro. Después, el chico sacó algo de debajo de sus harapos y, temblando de miedo, se acercó a Hervé Joncour y se lo dio. Un guante. Hervé Joncour recordó la orilla de un lago, y un vestido anaranjado abandonado en el suelo, y las pequeñas olas que depositaban el agua en la orilla, como enviadas allí, desde lejos. Cogió el guante y sonrió al chico.
—Soy yo, el francés…, el hombre de la seda, el francés, ¿me entiendes?…, soy yo.
El chico dejó de temblar.
—Francés…
Tenía los ojos brillantes, pero sonreía. Comenzó a hablar, velozmente, casi gritando, y a correr, haciendo gestos a Hervé Joncour para que le siguiera. Desapareció por un sendero que penetraba en el bosque, en dirección a las montañas.
Hervé Joncour no se movió. Daba vueltas entre las manos a aquel guante como si fuera la única cosa que le hubiera quedado de un mundo desaparecido. Sabía que era ya demasiado tarde. Y que no le quedaba elección.
Se levantó. Lentamente se acercó al caballo. Montó en la silla. Después hizo una cosa extraña. Apretó los talones contra el vientre del animal. Y partió. Hacia el bosque, detrás del chico, más allá del fin del mundo.