40.
A finales julio Hervé Joncour partió con su mujer hacia Niza. Se establecieron en una pequeña villa a orillas del mar. Así lo había querido Hélène, convencida de que la serenidad de un refugio apartado conseguiría apaciguar el humor melancólico que parecía haberse apoderado de su marido. Tuvo la sagacidad, por otra parte, de hacerlo pasar por un capricho personal suyo, regalando al hombre que la amaba el placer de perdonárselo.
Pasaron juntos tres semanas de pequeña, intachable felicidad. Los días en que el calor aflojaba, alquilaban una carroza y se divertían descubriendo pueblos escondidos en las colinas, desde donde el fondo del mar parecía de papel de colores. De vez en cuando se dejaban caer por la ciudad para un concierto o encuentro mundano. Una noche aceptaron la invitación de un barón italiano que celebraba su sexagésimo cumpleaños con una solemne cena en el Hôtel Suisse. Estaban en los postres cuando Hervé Joncour levantó la vista hacia Hélène. Estaba sentada al otro lado de la mesa, junto a un atractivo caballero inglés que, curiosamente, lucía en la solapa del chaqué una coronita de pequeñas flores azules. Hervé Joncour le vio inclinarse hacia Hélène y susurrarle algo al oído. Hélène se echó a reír, de un modo bellísimo, y, mientras se reía, se desplazó ligeramente hacia el caballero inglés, llegando a rozarle con sus cabellos el hombro, en un gesto que no tenía nada de embarazoso pero que era de una exactitud desconcertante. Hervé Joncour inclinó la vista sobre su plato. No pudo dejar de notar que su mano, que sostenía una cucharilla de plata, estaba indudablemente temblando.
Más tarde, en el fumoir, Hervé Joncour se acercó, tambaleándose debido al excesivo alcohol ingerido, a un hombre que, sentado solo ante una mesa, miraba al frente con una vaga expresión de estupidez en el rostro. Se inclinó hacia él y le dijo lentamente
—Debo comunicaros una cosa muy importante, monsieur. Damos todos asco. Somos todos maravillosos, y damos todos asco.
El hombre procedía de Dresde. Era tratante de ganado y no entendía bien el francés. Estalló en fragorosas carcajadas haciendo gestos afirmativos con la cabeza repetidamente, como si no pudiera contenerse.
Hervé Joncour y su mujer permanecieron en la Riviera hasta principios de septiembre. Abandonaron la pequeña villa con añoranza, puesto que habían llegado a sentir, entre aquellos muros, la suerte de amarse.