32.
Lo llevaron hasta una de las últimas casas del pueblo, en lo alto, al abrigo del bosque. Cinco sirvientes lo estaban esperando. Les confió su equipaje y salió a la galería. En el extremo opuesto del pueblo se distinguía en parte el palacio de Hara Kei, un poco más grande que el resto de las casas, pero rodeado por enormes cedros que defendían su soledad. Hervé Joncour permaneció observándolo, como si no hubiera nada más desde allí hasta el horizonte. Así pudo ver,
al final,
de repente,
el cielo sobre el palacio tiznarse por el vuelo de cientos de pájaros, como si fuera un estallido de la tierra, pájaros de todo tipo, desorientados, huyendo hacia cualquier parte, enloquecidos, cantando y gritando, pirotécnica explosión de alas y nube de colores disparada en la luz y de sonidos asustados, música en fuga, volando en el cielo.
Hervé Joncour sonrió.