30.
A principios de septiembre los criadores de gusanos de seda de Lavilledieu se reunieron para decidir qué hacer. El gobierno había enviado a Nîmes a un joven biólogo encargado de estudiar la enfermedad que estaba destruyendo los huevos producidos en Francia. Se llamaba Louis Pasteur: trabajaba con microscopios capaces de ver lo invisible, se decía que había obtenido ya resultados extraordinarios. Desde Japón llegaban noticias sobre una inminente guerra civil, fomentada por las fuerzas que se oponían a la entrada de extranjeros en el país. El consulado francés, instalado en Yokohama desde hacía poco tiempo, enviaba despachos que desaconsejaban por el momento emprender relaciones comerciales con la isla, invitando a esperar tiempos mejores. Inclinados a la prudencia y sensibles a los enormes costos que comportaba cada expedición clandestina al Japón, muchos de los notables de Lavilledieu aventuraron la posibilidad de suspender los viajes de Hervé Joncour y confiar por aquel año en las partidas de huevos, escasamente fiables, que llegaban de los grandes importadores del Oriente Medio. Baldabiou estuvo escuchándolos a todos sin decir ni una palabra. Cuando por fin le tocó hablar a él, lo que hizo fue dejar su bastón de caña sobre la mesa y dirigir su mirada hacia el hombre que se sentaba frente a él. Y esperar.
Hervé Joncour sabía de las investigaciones de Pasteur y había leído las noticias que llegaban del Japón, pero siempre se había negado a comentarlas. Prefería emplear su tiempo en retocar el proyecto de parque que quería construir en torno a su casa. En un rincón escondido de su despacho conservaba una hoja de papel doblada en cuatro, con unos pocos ideogramas dibujados uno debajo del otro, tinta negra. Tenía una considerable cuenta en el banco, llevaba una vida tranquila y albergaba la razonable ilusión de convertirse pronto en padre. Cuando Baldabiou levantó la mirada hacia él, lo que dijo fue
—Decide tú, Baldabiou.