18.
Los huevos que Hervé Joncour había traído del Japón —pegados a centenares sobre pequeñas láminas de corteza de morera— se revelaron completamente sanos. La producción de seda, en la zona de Lavilledieu, fue aquel año extraordinaria, tanto en cantidad como en calidad. Se decidió la apertura de dos nuevas hilanderías, y Baldabiou hizo construir un claustro junto a la pequeña iglesia de Santa Inés. No está claro por qué, pero se lo había imaginado redondo, por lo que confió el proyecto a un arquitecto español que se llamaba Juan Benítez, y que gozaba de cierta reputación en el ramo de las plazas de toros.
—Naturalmente, nada de arena en el centro, sino un jardín. Y si es posible cabezas de delfín, en vez de las de toro, en la entrada.
—¿Delfín, señor?
—¿Sabéis lo que es el pescado, Benítez?
Hervé Joncour se puso a echar cuentas y se descubrió rico. Adquirió treinta acres de tierra al sur de sus propiedades, y ocupó los meses del verano en diseñar un parque donde sería leve, y silencioso, pasear. Lo imaginaba invisible como el fin del mundo. Cada mañana se dejaba caer por el café de Verdun, donde escuchaba las historias del pueblo y hojeaba las revistas de París. Por la tarde permanecía largo rato, bajo el pórtico de su casa, sentado junto a su esposa Hélène. Ella leía un libro en voz alta y eso lo hacía feliz porque pensaba que no había otra voz tan bella como aquella en el mundo.
Cumplió treinta y tres años el cuatro de septiembre de 1862. Llovía su vida, frente a sus ojos, espectáculo quieto.