7.
Baldabiou era, también, el hombre que ocho años antes había cambiado la vida de Hervé Joncour. Eran los tiempos en que las primeras epidemias habían empezado a afectar a la producción europea de huevos de gusanos de seda. Sin alterarse, Baldabiou había estudiado la situación y había llegado a la conclusión de que el problema no podía ser resuelto, sino que debía ser evitado. Tenía una idea, solo le faltaba el hombre adecuado. Se dio cuenta de que lo había encontrado cuando vio a Hervé Joncour pasar por delante del café de Verdun, tan elegante con su uniforme de alférez de infantería y orgulloso de su porte de militar de permiso. Tenía veinticuatro años en aquel entonces. Baldabiou lo invitó a su casa, abrió delante de él un atlas repleto de nombres exóticos y le dijo
—Felicidades. Por fin has encontrado un trabajo serio, muchacho.
Hervé Joncour estuvo escuchando toda una historia que hablaba de gusanos de seda, de huevos, de pirámides y de viajes en barco. Luego dijo
—No puedo.
—¿Por qué?
—Dentro de dos días se me acaba el permiso, tengo que volver a París.
—¿Carrera militar?
—Sí. Así lo ha decidido mi padre.
—Eso no es ningún un problema.
Cogió a Hervé Joncour y lo llevó hasta su padre.
—¿Sabéis quién es este? —le preguntó tras haber entrado en su despacho sin hacerse anunciar.
—Mi hijo.
—Fijaos bien.
El alcalde se recostó contra el respaldo de su sillón de piel, mientras empezaba a sudar.
—Mi hijo Hervé, que dentro de dos días volverá a París, donde le espera una brillante carrera en nuestro ejército, si Dios y Santa Inés lo quieren.
—Exacto. Solo que Dios está ocupado en otra parte y Santa Inés detesta a los militares.
Un mes después, Hervé Joncour partió hacia Egipto. Viajó en un barco que se llamaba Adel. Hasta los camarotes llegaba el olor de la cocina, había un inglés que decía que había combatido en Waterloo, la noche del tercer día vieron delfines que brillaban en el horizonte como olas embriagadas, en la ruleta salía siempre el número dieciséis.
Volvió dos meses después —el primer domingo de abril, a tiempo para la misa mayor— con millares de huevos conservados entre algodones en dos grandes cajas de madera. Tenía un montón de cosas que contar. Pero lo que le dijo Baldabiou, cuando se quedaron solos, fue
—Háblame de los delfines.
—¿De los delfines?
—De cuando los viste.
Así era Baldabiou.
Nadie sabía cuántos años tenía.