41.
Baldabiou llegó a casa de Hervé Joncour a primera hora de la mañana. Se sentaron bajo el porche.
—Como parque no es nada del otro mundo.
—Todavía no he empezado a construirlo, Baldabiou.
—Ah, por eso.
Baldabiou no fumaba nunca por la mañana. Sacó la pipa, la llenó y la encendió.
—He conocido al tal Pasteur. Es un hombre muy preparado. Me ha enseñado cómo se hace. Es capaz de distinguir los huevos enfermos de los sanos. No sabe curarlos, claro. Pero puede aislar los sanos. Y dice que probablemente un treinta por ciento de los que producimos lo estén.
Pausa.
—Dicen que en Japón ha estallado la guerra, esta vez de verdad. Los ingleses dan armas al gobierno; los holandeses, a los rebeldes. Parece ser que están de acuerdo. Dejan que se desfoguen entre ellos y después se apoderan de todo y se lo reparten. El consulado francés se limita a mirar, esos no hacen otra cosa que mirar. Sirven solo para mandar despachos acerca de masacres y extranjeros degollados como corderos.
Pausa.
—¿Hay más café?
Hervé Joncour le sirvió café.
Pausa.
—Esos dos italianos, Ferreri y el otro, esos que fueron a China el año pasado…, volvieron con quince mil onzas de huevos, buena mercancía, la han comprado también los de Bollet, dicen que era de primera calidad. Dentro de un mes vuelven a marcharse…, nos han propuesto un buen negocio, sus precios son decentes, once francos la onza, todo cubierto por el seguro. Es gente seria, cuentan con una organización a sus espaldas, venden huevos a media Europa. Gente seria, te repito.
Pausa.
—No lo sé. Pero quizá lo consigamos. Con nuestros huevos, con el trabajo de Pasteur, y además lo que le podamos comprar a los dos italianos… lo podríamos conseguir. En el pueblo los demás dicen que es una locura mandarte otra vez hasta allí… con todo lo que cuesta…, dicen que es demasiado arriesgado, y en este caso tienen razón, las otras veces era distinto, pero ahora…, ahora es difícil volver vivo de allí.
Pausa.
—La verdad es que ellos no quieren perder los huevos. Y yo no quiero perderte a ti.
Hervé Joncour permaneció unos instantes con la mirada fija en el parque que no existía. Después hizo algo que no había hecho nunca.
—Yo voy a ir al Japón, Baldabiou.
Dijo.
—Voy a comprar esos huevos, y si es necesario, lo haré con mi dinero. Tú debes decidir únicamente si os los venderé a vosotros o a cualquier otro.
Baldabiou no se lo esperaba. Era como ver ganar al manco, en la última tacada, a cuatro bandas, una figura imposible.