9.
En aquellos tiempos, Japón estaba, en efecto, en la otra punta del mundo. Era una isla compuesta por islas, y durante doscientos años había vivido completamente separada del resto de la humanidad, rechazando cualquier contacto con el continente y prohibiendo el acceso a todo extranjero. La costa china distaba casi doscientas millas, pero un decreto imperial se había encargado de mantenerla todavía más alejada, prohibiendo en toda la isla la construcción de barcos con más de un mástil. Según una lógica, a su manera, ilustrada, la ley no prohibía, sin embargo, la expatriación, pero condenaba a muerte a los que intentaban regresar. Los mercaderes chinos, holandeses e ingleses habían intentado repetidas veces romper con aquel absurdo aislamiento, pero solo habían logrado crear una frágil y peligrosa red de contrabando. Habían ganado poco dinero, muchos problemas y algunas leyendas, buenas para contar en los puertos por las noches. Donde ellos habían fracasado, tuvieron éxito, gracias a la fuerza de las armas, los americanos. En julio de 1853 el almirante Matthew C. Perry entró en la bahía de Yokohama con una moderna flota de buques a vapor y entregó a los japoneses un ultimátum en el que se «auspiciaba» la apertura de la isla a los extranjeros.
Nunca antes habían visto los japoneses una embarcación capaz de surcar el mar con el viento en contra.
Cuando, siete meses después, Perry volvió para recibir la respuesta a su ultimátum, el gobierno militar de la isla se avino a firmar que sancionaba la apertura a los extranjeros de dos puertos en el norte del país y el establecimiento de las primeras, mesuradas, relaciones comerciales. El mar que rodea esta isla —declaró el almirante con cierta solemnidad— es desde hoy mucho menos profundo.