56
Oteiza estaba sentada en el suelo, a los pies del sofá. Volvió a tomar un sorbo del exquisito vino del 78, y miró a Édouard, que seguía plácidamente dormido. Dejó la copa, acercó la mano a su sien y le acarició suavemente.
Supo que la brecha de la ceja le dejaría una cicatriz. La notaría bajo la yema de los dedos cada vez que le acariciase; supo que al principio le traería un sabor amargo, pero que acabaría amándola, como supo que acabaría amando hasta el último átomo de su existencia. Se convertiría en el recuerdo imborrable de estos días; en el recordatorio físico del sobrecogedor camino emocional que habían recorrido juntos.
Su rostro estaba tenuamente iluminado por la luz del fuego. Mientras le observaba, pensó en qué ocurriría a partir de ahora. Si sería capaz de regresar a su gris vida en Madrid después de estos días llenos de intensos colores. Se preguntó qué sería de esto tan fuerte y abrumador que había surgido entre ellos. Qué ocurriría con él, con su proceso judicial, con su posible condena. Intentó contener el torrente de emociones. Aún seguía sorprendida por sentir cosas tan profundas en tanto poco tiempo. Su rutinaria vida, que tenía tan controlada para aislarse del dolor, había dado un giro absoluto.
Pero pensar ahora en un futuro era absurdo, debía centrarse en el presente, quería centrarse en disfrutar estas pocas horas que les quedaban juntos. Así que siguió mirándole, y siguió acariciándole.
Como si él percibiese sus pensamientos, abrió lentamente los ojos. Ella sonrió.
—Hey —pronunció él, correspondiéndole con otra sonrisa.
—Hey. ¿Cómo te encuentras?
—Algo mejor.
Dejó escapar un suspiro.
—Tengo una sorpresa —susurró ella.
Él la miró aún aturdido por el sueño, preguntándose a qué se refería.
Oteiza se apartó ligeramente, y miró hacia la chimenea.
Él orientó sus ojos hacia el punto que ella estaba mirando.
Y entonces lo vio.
El duodécimo panel del Retablo de Gante. Los Jueces Justos, apoyado sobre una de las estanterías de su propia biblioteca, en su propio Château. Brillante, espectacular, con sus vívidos colores refulgiendo bajo la luz del fuego.
Le miró a ella, volvió a mirar al panel. Dos veces.
—Dios mío, Anne. Lo has encontrado.
Ella sonrió, y tomó otro sorbo de vino.
—¿Pero cuánto tiempo he estado dormido? ¿O es que estoy aún soñando? ¿O estoy alucinando por los calmantes?
Se incorporó lentamente hasta quedar sentado. Se frotó los ojos. No estaba soñando, estaba cada vez más despierto. Y no podía dejar de mirar el panel. Ella se apoyó en la pierna de él y quedó también capturada por la belleza de la obra de Jan van Eyck. Los rostros, el terciopelo de sus ropajes, los azules ojos del caballo de tonos marrones; la simple mezcla de pigmentos y aceite de la pintura al óleo llevada a un nivel de excelencia sin precedentes.
—Es precioso ¿verdad? —le preguntó ella sin apartar la vista de Los Jueces.
—Es extraordinario —contestó él—. Tú eres extraordinaria.
Se deslizó hasta quedar sentado en el suelo junto a ella.
—¿Cómo lo has encontrado?
—Ha estado siempre muy cerca.
—¿Dónde?
—En la cueva. Tras un muro. El del nicho con la Virgen.
Él abrió los ojos por la sorpresa.
—La Santa Dama que los protegía, ¡era eso!
Le costó creerlo. Le costaba creer que hubiera estado escondido durante años y años tras un muro junto al que había pasado tantas y tantas veces.
—La baja temperatura y la ausencia de humedad lo han conservado en perfectas condiciones —añadió ella.
—Y ahora… ¿qué vamos a hacer con él?
—¿Cómo que qué vamos a hacer con él? Devolverlo a donde debe estar —contestó ella frunciendo el ceño—. A la Iglesia de San Bavón, en Gante.
—Mi abuela tenía que saber que estaba tras ese muro, y allí lo dejó, bien protegido, durante años y años. ¿No crees que es donde debería seguir?
—No, no, no. Debe de regresar junto con el resto de paneles para completar la obra de Jan van Eyck.
—Pero, y si, juntando los doce paneles, ¿es cuando pueden descubrirse las pistas para encontrar los Arma Christi? Quizás se decidió que permaneciese siempre oculto para que nadie encuentre jamás las reliquias de la Pasión.
—Oh venga, Édouard. Eso es sólo una leyenda. ¡Míralo! —exclamó señalando el panel—. ¿Serías capaz de volver a meterlo en la caja y volver a dejarlo tras un muro? Ni hablar. Las obras de arte deben de estar a disposición de la humanidad, para que todo el mundo pueda acercarse y contemplar su belleza. Además, en el caso de que tomase en serio esa loca propuesta tuya, debería de volver a esconder todo lo encontrado. Y no creo que entonces la idea te pareciese tan atractiva. Porque no sólo estaba el panel, había mucho más tras ese muro.
Dejó que pasasen unos segundos antes de seguir hablando. Observó por el rabillo del ojo cómo él se giraba para mirarla. Había conseguido intrigarle, y mucho. Sonrió. Movió el brazo y cogió una de las botellas ocultas tras el lateral del sofá. Se la acercó a él.
—¡Ay Dios! —pronunció él al verla. Le temblaron las manos al cogerla—. ¡Es nuestra! ¡Es un Château DeauVille de 1926!
Ella volvió a esconder la mano tras la espalda y le acercó una nueva botella. Él la vio, y la miró a ella.
—1908. Virgen Santísima.
Ella rio.
—Muy apropiado.
Disfrutó desvelándole lentamente el tesoro. Y cuando le acercó la última, y él vio la fecha, 1870, ella no pudo dejar de mirar sus ojos. Había desaparecido cualquier ápice del aturdimiento. Brillaban, brillaban como nunca, y le hicieron sentir cosas que no sabría ni cómo pronunciar.
—Y hay más. Hay muchas más. Todas de añadas anteriores a la Gran Guerra. Las he dejado en la cueva.
Él seguía mirándolas embelesado.
—Entonces, lo guardamos todo y volvemos a construir el muro ¿no? —preguntó ella con ironía.
—Vale. Olvida todo lo que te he dicho. Era una idea absurda. Son las drogas, o el golpe en la cabeza. O las dos cosas —dijo él negando con la cabeza. Ella sonrió.
—Por cierto, no sólo había de Château DeauVille.
Giró el torso y le aproximó dos botellas con un diseño muy diferente.
—También he encontrado estas otras dos.
Él las miró intrigado.
—Son de la Rioja ¿no? —preguntó ella.
—Sí, de una cosecha anterior a la Guerra Civil. ¿Y estaban guardadas tras el muro con el resto de botellas?
—Así es.
—Qué extraño. ¿Por qué guardaría dos Riojas? Qué misterio.
—Creo que hemos tenido suficientes misterios por ahora —añadió ella quitándole las botellas de las manos.
—Tienes toda la razón.
Él sonrió, levantó el brazo con esfuerzo y rodeó los hombros de ella, y la atrajo hacia su cuerpo, besándola en la sien.
—¿Y ahora qué piensa hacer, inspectora Oteiza? Se va convertir en alguien muy famosa, la descubridora de la obra de arte desaparecida más importante de la historia. Se merece un ascenso, como mínimo.
Ella apenas sonrió. Suspiró.
—Entregaré el panel, redactaré los informes, y volveré discretamente a mi trabajo en Madrid. Dejé pendiente una búsqueda, hay un pueblo esperando que encuentre el Mosaico que les robaron.
Qué lejos parecía quedar el pequeño pueblecito de Baños de Valdearado y su Mosaico del Baco. Parecía que hubiera transcurrido un año, y sólo habían pasado unas semanas.
—Y tengo una vida que retomar —añadió tras unos instantes.
Él se entristeció al oírlo.
—¿Eso quieres? ¿Que sigamos con nuestros respectivos caminos? No. No quiero que estos días hayan sido los únicos. No puede ser. No.
Ella negó con la cabeza.
—No, yo tampoco quiero. Pero es complicado… y no sabemos qué va a ocurrir con…
Dejó de hablar. Su protesta se vio ahogada por un beso, un beso que agonizaba en la frontera de la desesperación. Un beso que supo a miedo, a angustia, a pronta despedida.
—Por favor, no desaparezcas de mi vida —pronunció él sobre sus labios. Y sintió una poderosa y urgente necesidad. Una necesidad que surgía directamente de su corazón y de sus entrañas. No pudo retenerlo más. Durante estos días se lo había dicho con sus labios, con su lengua, con su cuerpo, con su saliva, con sus erecciones y con sus embestidas, con cada una de sus miradas, con cada roce de sus manos, pero aún no se lo había dicho con palabras. Y esta vez quería que entendiese que iba en serio. Y de su garganta salió un susurrante Te quiero que no pudo ser detenido.
Ella tembló al oírlo, y le vibró el cuerpo entero. Y buscó sus ojos. Esas dos palabras le habían provocado el sentimiento más intenso que había experimentado nunca. Nunca en toda su vida habían significado tanto. Las había escuchado en el pasado, pero en comparación con este momento, todas las ocasiones anteriores sonaban huecas y vacías. Y le abrumó la intensidad de su necesidad. Porque ella también quería decírselo, necesitaba decírselo, pero estaba muerta de miedo. Era una entrega total y absoluta, de todo su ser, a través de dos palabras simples, y jamás en su vida esas dos simples palabras habían sido tan importantes. Y no pudo. No consiguió sacarlas. No pudo pronunciarlas.
Así que hizo lo único que podía hacer para expresar lo que sentía.
Le besó. Intensamente. Deseando que al besarle así no fueran necesarias más palabras.
Cuando se separó y volvió a mirarle, le encontró sonriendo; aquella era la versión preferida de Anne, la sonrisa repentina. El flash sincero que la iluminaba por dentro, que le erizaba el vello de la nuca y la estremecía entera.
Y volvió a besarle.
Hoy había caído un muro. Aún tenía mucho camino que recorrer, pero hoy, por primera vez en su vida, sentía que estaba exactamente donde por fin era quien siempre tuvo miedo de ser.