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—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó molesto Édouard en cuanto se montaron en el coche.

—Lo sabía. Lo sabía.

—¿Qué sabías?

El motor rugió al pulsar el botón de encendido.

—Que estaba implicada de alguna manera.

—¿Implicada? ¿Quién? No entiendo nada. ¿Por qué le hemos dejado al pobre Daniel con la palabra en la boca?

Oteiza no contestó. No le escuchaba. Estaba inmersa en sus pensamientos.

Maldita sea, Édouard. Esto no va a ser fácil para ti.

Pero vas a tener que entenderlo.

—¿Se puede saber de quién estás hablando? —volvió a preguntar DeauVille mientras llevaba el coche hacia la carretera.

Oteiza se mantuvo en silencio. Aún estaba pensando en cómo planteárselo. Édouard se mostraba cada vez más impaciente.

—Anne, por Dios, ¡no me digas que estás otra vez sospechando de Christine!

Salieron a la pista de asfalto y comenzaron a recorrer el camino de regreso.

—¿Le has visto alguna vez a Christine el tatuaje que tiene en la espalda?

DeauVille se extrañó por la pregunta.

—Que yo sepa no tiene ningún tatuaje. ¿Por qué me preguntas eso?

—Porque sí tiene uno. Acabo de vérselo. Una enorme águila de alas extendidas. Y ese tatuaje ya lo había visto antes.

—¿Antes? ¿Dónde?

—En L’Ambivalence. En la chica de torso desnudo con quién Schneider desapareció tras las cortinas.

DeauVille negó con la cabeza.

—No puede ser el mismo tatuaje. Es imposible. No te habrás fijado bien.

¿Qué? Joder, Édouard. Me he fijado perfectamente.

—Estoy segura de que es el mismo. Es ella. Christine estaba ayer noche en L’Ambivalence, con Schneider, y con las botellas robadas.

Édouard dio un imprevisto volantazo, y el DB9 se detuvo con brusquedad junto a la carretera. Oteiza tuvo que poner la mano en el salpicadero ante el fuerte frenazo.

—¡Eso es imposible! —gritó DeauVille tirando del freno de mano.

—Ahora es cuando todo encaja. ¿No lo ves? ¡Ella está metida en esto desde el principio!

—¡No puede ser! —Édouard salió del coche dando un portazo que hizo temblar el DB9 entero. Oteiza le vio caminar hacia las hileras de parras vociferando algo para sí mismo. Abrió la puerta y salió también del coche. El cielo estaba ya totalmente cubierto de nubes, y las vides se agitaban bajo el viento.

—Estaba en Madrid contigo en la subasta. Justo el día anterior se había producido el robo en Barajas —añadió mientras caminaba entre las viñas para acercarse a él.

—¡Maldita sea, Anne! En Madrid estuvo todo el tiempo conmigo.

—¿Todo el tiempo? ¿Seguro? ¿No la perdiste de vista ni un segundo? ¿No pudo haberse reunido con quien organizó el robo?

Édouard no contestó. Sólo negó con la cabeza, una y otra vez, mientras mantenía la vista clavada en el suelo.

—Estaba en San Sebastián justo la noche en que se produjo el cambiazo de las botellas de Perrier Jouet. Ya lo dijo el ertzaina Otamendi: sólo alguien de dentro pudo haberlas cambiado.

—¡Es imposible!

El nuevo grito pilló desprevenida a Oteiza. Era la primera vez que lo veía fuera de sí.

Venga Édouard. Entiéndelo. Encaja las piezas.

Ella no es lo que tú crees.

Dejó pasar unos segundos antes de seguir hablando.

—Estaba presente cuando su abuelo nos entregó las botellas. Fue ella quien avisó a Diderot de que las teníamos en el Château, y por ello fueron a buscarlas.

—¡No puede ser! —volvió a gritar mientras subía la vista para mirarla fijamente. Oteiza sintió un escalofrío cuando vio el odio en sus ojos. Unos ojos que la atacaban, enfurecidos y crispados, totalmente a la defensiva.

—¿Habéis tenido alguna historia juntos en el pasado?

Aquella pregunta le pilló a Édouard por sorpresa. Tardó unos segundos en contestar.

—Sí, tuvimos algo. Hace tiempo, y no funcionó. ¿Por eso la tienes tomada con Christine? ¿Todo esto es una cuestión de celos?

¿Qué? ¡No me jodas!

Intentó mantener la calma. Le mantuvo la mirada.

—Sólo he unido los indicios. Y todos me llevan a pensar lo mismo. Ella está implicada.

Él volvió a negar con la cabeza y se giró, dándole la espalda.

—No tengo nada personal contra ella, Édouard. Y aunque lo tuviera, sé mantener perfectamente separado lo personal de lo profesional.

—¿Sí? ¿Seguro que sabes hacerlo?

Aquello fue un golpe bajo. Por lo que dijo, y por cómo lo dijo.

Por el asqueroso tono con el que pronunció aquella maldita pregunta.

Serás capullo.

En la lejanía sonó un trueno. La tormenta estaba comenzando.

—¿Y qué me dices de todo lo no me has contado, DeauVille?

Él se mantuvo en silencio. Vuelto de espaldas, con las manos apoyadas en las caderas.

—Porque hay más, ¿no? Fue ella quien te puso en contacto con Diderot cuando buscabas alguien para apropiarse de las botellas de tu abuela, ¿verdad?

Vio tensarse todos y cada uno de los músculos de su cuerpo.

—Fue ella quién te llevó a L’Ambivalence ¿no?

Él bajó los brazos y apretó los puños.

No hizo falta que contestase.

Su silencio fue toda la respuesta que necesitaba Oteiza.

—¿Dónde quedó el No más secretos?

Lo preguntó con dureza, armada de orgullo.

Un nuevo trueno sonó con fuerza. Esta vez más cerca.

Dejó pasar unos segundos, cogió aire, se dio la vuelta y volvió al coche. Gruesos goterones comenzaban a caer sobre la tierra y la grava.

—Llévame al Château —dijo al abrir la puerta—. Esto se ha terminado. No puedo confiar en ti. No podemos seguir trabajando juntos.