EPÍLOGO
Ha pedido tomarse unos días libres para el puente de San José. Es domingo, y no tendrá que regresar a comisaría hasta el jueves. Y no se le ha ocurrido un mejor destino: ha aterrizado en Bruselas en vuelo directo desde Madrid, y un rápido tren la ha llevado hasta Gante. La ciudad la ha recibido bajo una preciosa manta de nieve. Una tardía ola de frío asola el centro de Europa en los últimos coletazos del invierno.
Después de encontrar su hotel, ha paseado con lentitud por sus bellas calles, hasta llegar a la Catedral de San Bavón. Se ha maravillado con su arquitectura, pero al entrar ha ido directamente a la Capilla Villa. Ha pagado los cuatro euros de entrada, y ha rechazado amablemente la audio guía que incluía el precio del ticket. No le hace falta. Se conoce muy bien la historia del Retablo de Gante.
Al entrar y echarle el primer vistazo, se le ha acelerado el corazón. Como todos los días festivos, el Retablo está completamente abierto mostrando el anverso de sus doce paneles. Y cuando ha mirado a los Jueces Justos, ha sentido lo mismo que al reencontrarse con un viejo amigo. Se ha retirado a la parte trasera de la capilla, y allí ha permanecido, durante varios minutos, contemplando el políptico en perspectiva, sin prisas, observando el transcurrir de los turistas, escuchando sus comentarios al admirar a Los Jueces Justos. Su recuperación ocupó durante semanas las primeras planas de los medios de comunicación, y sin duda ha hecho aumentar el número de visitantes de la capilla, curiosos por observar en persona el famoso panel.
Ahora se acerca a la barandilla de aluminio que impide a los visitantes acercarse al cristal que lo protege, y admira su tamaño, su grado de realismo; detiene la vista en cada una de sus figuras, su maravillosa combinación de detallismo microscópico y perspectiva macroscópica. Qué grande El Alquimista. Se puede ser capaz de pintar los poros de la piel de un hombre, pero es muy diferente decidir hacerlo cuando a ningún otro artista se le ha ocurrido antes.
Se imagina al pintor en su taller, a mediados del siglo XV, rodeado del aroma intenso de los aceites. Se imagina los pigmentos molidos en morteros hasta convertirse en pasta, esperando latentes sobre una gran mesa de madera. Junto a ellos, los tarros de cerámica llenos de polvos y materias primas que, una vez molidas, se convierten en pinturas: el cinabrio para el rojo, el oropimente para el amarillo, el carbón para el negro, el caro lapislázuli para el azul. El tan apreciado mineral azul cobalto que se extrae de las minas de la lejana Persia, que recorre en su viaje hacia occidente la Ruta de la Seda, sorteando los ataques de bandidos, dirigiéndose a Venecia, donde cargado en buques mercantes, inicia su último y largo tramo recorriendo el Mediterráneo, ascendiendo por el Atlántico, hasta llegar a Flandes. Es tan preciado que Jan van Eyck lo reserva sólo para los ropajes de la Virgen María. Se imagina los paneles lisos de roble, también muy costosos en su época, encargados a un artesano ebanista, unidos con precisión y cuidado, listos para ser el soporte de las pinturas, separados con suaves paños para evitar que sean dañados con arañazos.
Y deja de imaginarse la escena cuando percibe la presencia de alguien a su espalda. Y oye un susurro pronunciado junto a su oído. Es precioso. Es extraordinario. Una gran sonrisa comienza a llenar su rostro. Asiente con la cabeza. Tú eres extraordinaria. Se le eriza el vello de la nuca. Se gira lentamente y se encuentra con sus azules ojos. Y ahí está de nuevo, la ola de calor que nace del pecho y la recorre entera.
Un destello y conectan. Sus corazones se reconocen. Se quedan mirándose unos segundos. Hasta que una corpulenta turista, cámara en mano, empuja a Edouard en sus ansias de acercarse a la barandilla. Salgamos de aquí, le dice él en voz baja.
Abandonan la capilla, caminan juntos, en silencio, recorriendo la nave central hacia la puerta de salida de la Catedral. Se miran de reojo, se sonríen, rozan sus hombros, pero no se tocan, retrasan el momento.
Al cruzar el umbral de la entrada, les recibe una copiosa y lenta nevada. La noche ha caído ya sobre la pequeña ciudad belga. Ella abre el paraguas, él se refugia a su lado. Caminan por el lateral de la iglesia y cuando se han alejado unos pasos de la multitud, ella se detiene. Se gira hacia él; él acerca su cuerpo al suyo, la agarra de las solapas del abrigo, y susurra un Te he echado tanto de menos junto a su oído. Y ella cierra los ojos bajo su cálido aliento, bajo su voz convertida en la más íntima confianza, bajo el suave tacto de sus labios en la piel de la mejilla. Él siente la urgencia, la necesidad, y sólo pasa un breve segundo antes de acercar su boca a la suya, y besarla con una intensidad inesperada.
Narices frías, labios ardiendo, alientos quemándose, una ola de calor que detiene el tiempo y a ella ya no le importa nada, y a él ya no le importa nada, sólo sus labios, sólo el incendio que provocan en su corazón, sólo la premura de su deseo, el ardor que provoca su suave gemido, el brillo que percibe en su ojos entreabiertos, que le sedan, le hipnotizan, que le hechizan, y suspira sus suspiros y él, tiene que parar. Tiene que respirar. Bajo aquel paraguas. Bajo aquella protección que los oculta del resto de almas que tiritan bajo el frío de la calle.
Respira profundo y entrecortado, a pocos centímetros de su boca. Recuperando el aliento. Intentando calmar la intensidad. Un Wow y ella le ofrece otra de sus mágicas sonrisas antes de inclinar más el paraguas, quedando aún más ocultos a las miradas ajenas; baja despacio la vista a sus labios, y él percibe la inclemente travesura de su mirada, esa espada de carbón ardiente que ataca enardecida, que de nuevo le desborda y vence su poco raciocinio, llevándole a otra espiral irrefrenable de labios, de aliento, de saliva, de gemidos, otra espiral tormentosa, arrasadora, devastadora.
Anne, Anne, Anne. Pronuncia su nombre como una súplica mientras se separa de sus labios. No quiere sentir cómo pasa el tiempo, le gustaría detenerlo, en este año, en este mes, en este mismo día, en este mismo momento. Ahora ya es libre, pero estos seis meses separados le han hecho darse cuenta de una cosa; el tiempo junto a ella es el mayor lujo que puede permitirse. El único bien al que aspira. Ahora sabe perfectamente lo que quiere. La quiere a ella. Con todo el terrible peso de la voluntad del verbo querer, la quiere.
Vamos, pronuncia él. Ella asiente, y él coge el paraguas y le ofrece caballerosamente su brazo. Caminan atravesando la gran plaza; los lentos copos de nieve caen meciéndose en el aire, y las aceras están llenas de gente que pasea sin prisa. Cada vez que la mira, ella sonríe; una sonrisa que ilumina la noche de Gante. Se detienen bajo la luz roja de un semáforo. Él cambia el paraguas de mano y rodea sus hombros con el brazo, atrayéndola más hacia su cuerpo. Ella rodea su cintura con los brazos, esconde el rostro contra su cuello, y cierra los ojos. De fondo se escuchan las rodaduras del paso de los pocos coches que circulan bajo la nevada, del tintinear de aviso de los tranvías, mezcladas con las conversaciones de la gente que también espera junto al semáforo.
Ella suspira, y ahora es él quien también cierra los ojos, mientras aspira el olor de su cabello. El semáforo se pone en verde, pero ellos no lo perciben. La gente comienza a caminar, y les esquiva, pero ellos permanecen allí, quietos, aislados, sumergidos en su burbuja personal, la burbuja personal de dimensiones perfectas que detiene el tiempo y crea el momento. Porque la compleja vida es, a veces, sólo eso, un simple, breve y maravilloso momento.
Reanudan el caminar bajo la nevada. ¿Recibiste los vinos? Le pregunta él. Sí. Ève me ha enviado una nueva caja cada primeros de mes, contesta ella. ¿Has seguido aprendiendo? Ella sonríe. Aún me queda mucho por aprender. Sofía te lo agradece también. Ha venido a cenar bastante más de lo habitual atraída por esos exquisitos tintos. Él se ríe. Vuelve a atraerla y la besa en la frente. Genial, dice, me alegra mucho saber que no has estado sola.
Bordean los edificios y llegan al canal. El impacto visual que recibe la hace detenerse; las iluminadas fachadas medievales se reflejan en las calmadas aguas; el silencio se llena de la poesía de sueños nostálgicos y aire melancólico que desprenden los puentes de piedra y las acogedoras casas de piedra blasonadas.
¿Dónde te alojas? le pregunta él. En el Marriot, contesta ella. Recibe un susurrante Perfecto como aprobación. ¿Y tu equipaje? se interesa ella. He venido directamente de Marsella con lo puesto. No sé qué planes tendrá usted, Inspectora Oteiza, pero el mío es no salir en estos tres días de esa habitación de hotel. Y le sonríe con ojos brillantes como plata bruñida.
Incorregible. Deliciosamente incorregible, piensa ella antes de perderse de nuevo en su beso, perderse de nuevo en su boca.