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El viento soplaba frío y cortante en aquella temprana hora de la mañana; se colaba por todas y cada una de las finas ranuras de los tablones de madera que componían el frágil muro protector del oecus o salón principal de la Villa Romana. Baños de Valdearado, un pequeño pueblo de Burgos, aún estaba conmocionado por la noticia. Multitud de vecinos y curiosos se agolpaban en el exterior del yacimiento arqueológico.
La inspectora Oteiza se agachó junto al destrozado hueco que horas antes aún albergaba el Mosaico de Baco, un bello mosaico del siglo IV que hasta entonces era considerado uno de los más grandes y mejor conservados de Europa. Pasó los dedos bordeando suavemente la línea de corte, y se quedó sorprendida por el burdo y brutal trabajo que habían acometido para desprenderlo. Se apreciaban duros golpes de cincel y de maza, que habían hecho saltar las pequeñas piezas del borde de la cenefa, y más abajo, los cortes de cizalla en la malla metálica a la que estaba adherida la capa de mortero donde se apoyan las teselas.
Recordaba perfectamente la imagen del Mosaico. Había visto su reproducción en el Museo Arqueológico de Madrid. La noche anterior había estudiado fotografías en detalle de todas y cada una de las partes sustraídas. La escena principal, llamada El Triunfo de Baco, victorioso a su regreso de la India, era una de las cerámicas mejor conservadas de la península y su valor era incalculable. Mostraba al Dios portando los atributos propios de su divinidad: tirso en la mano izquierda y cántaros en la derecha. Acompañado de Ariadna y Pan, orgulloso, triunfal, montado en un carro tirado por dos negras panteras. Baco, también llamado Dionisio, el Dios del Vino y de la Vid. Para los seguidores de sus misterios, ofrecía esperanzas y fortaleza; daba visiones divinas y traía el cielo a la tierra. A través del vino, abría las puertas a la fraternidad y la celebración, sirviendo como instrumento sacro para alcanzar el éxtasis.
Pero hoy lo que había traído a este pequeño pueblo de Burgos era una atroz pesadilla. La inspectora suspiró profundamente, y siguió observando la escena del robo. Los ladrones no habían empezado a cortar justo en la línea que marcaba el límite entre la escena y la cenefa. No. Sin cuidado alguno, habían decapitado también los bellos bustos que, bajo el mosaico, representaban los rostros de los dueños de aquella Villa Romana.
Panda de chapuceros. Cada prueba que observaba iba revolviéndole más el estómago y aumentando la rabia que siempre sentía ante cada crimen contra el Patrimonio Histórico. Se giró y observó el burdo boquete que los autores del robo habían abierto en el muro de tablones de madera.
Valientes estúpidos. Estaba claro que las dimensiones del mosaico eran superiores a las del hueco, así que con toda seguridad tuvieron que partirlo en dos una vez extraído. No quería ni imaginarse los daños que semejante operación habría provocado en el mosaico. Se acercó al hueco y observó trozos de cenefa del tamaño de un puño en el suelo.
Capullos. No sólo no os entraban las piezas sino que tuvisteis que hacer fuerza para sacarlas.
Con cuidado de no pisar ninguno de los trozos sueltos, encaminó sus pasos a los otros dos huecos vacíos en el suelo de la sala. De uno de ellos habían arrancado otro mosaico, una escena de cacería con un galgo persiguiendo a una liebre acompañando a la inscripción del viento EURUS. Del segundo hueco, habían extraído otra pieza de gran valor con la inscripción del también viento ZEFYRUS, donde un galgo perseguía a un ciervo. La amputación de la tercera escena, dedicada al viento BOREAS había quedado a la mitad. Permanecían los signos de haber sido golpeado con un cincel.
¿Se os echó el tiempo encima? ¿Os aburristeis de darle a la maza? Imbéciles.
Imaginó los cientos de horas de trabajo de aquellos artistas que hace 1500 años, habían dedicado para componer tan complejas escenas. Todo destrozado en una sola noche, por un grupo de ineptos aficionados. Porque estaba claro que aquel trabajo no había sido realizado por profesionales en expolio de arte. Una obra tan conocida y de tal valor sería imposible moverla por el mercado de las obras robadas sin levantar sospechas, y ningún coleccionista pagaría ni un solo euro por un conjunto destrozado durante su extracción. Quizás detrás de todo esto sólo estaba el estúpido de turno que, tras alguna visita al yacimiento, se percató de las nulas medidas de seguridad y se le antojó como motivo decorativo para su jardín.
Aún y todo, movería las imágenes de los mosaicos por las asociaciones de anticuarios y coleccionistas, y enviaría notas a la Interpol y a las casas de subastas por si cometían el error de intentar venderlos en el mercado nacional o internacional. Salió al exterior de la villa y se acercó al coche donde el subinspector Medina sacaba del maletero el equipo necesario para la toma de huellas.
—Analiza los tablones alrededor del hueco. Seguramente pusieron sus zarpas sobre ellos cuando luchaban por sacar los pedazos. Teniendo en cuenta su profesionalidad, no creo que ni llevasen guantes. Y quizás haya marcas de pisadas.
El joven subinspector asintió con la cabeza, agarró el maletín y se encaminó hacia el muro de tablones sin decir nada.
Una racha de viento movió el largo y ondulado cabello castaño de la inspectora, mientras miraba al horizonte con los brazos cruzados, calculando la posible ruta que los artistas habrían trazado con el vehículo desde la salida de la carretera principal: apenas cien metros de pista de tierra alejada de las miradas del pueblo. El sonido de su nombre la sacó de sus pensamientos. Una chica joven se acercaba apresurada, enfundada en una gruesa chaqueta de lana.
—Me han dicho que quería hablar conmigo. Soy Berta, la encargada de las instalaciones —pronunció mientras intentaba recuperar la respiración. Se agarraba las manos intentando calmar el leve temblor que las agitaba. Quizás era la primera vez en su vida que hablaba con alguien de la Policía.
—Encantada Berta. Inspectora Oteiza, de la Policía Judicial, Brigada de Patrimonio Histórico. —Forzó una sonrisa en un intento de calmar los nervios de la chica—. Cuéntame, ¿cuándo os disteis cuenta del robo?
—Ayer al mediodía. Soy la encargada de realizar las visitas guiadas. El yacimiento está siempre cerrado, pero tenemos un cartel en la entrada con mi número de teléfono. Si alguien quiere visitarlas, me llaman y me acerco. Vivo ahí justo, a las afueras del pueblo. —Se giró y señaló el primer grupo de casas—. Ayer a las doce llegaron unos turistas catalanes. Vieron los tablones rotos, el destrozo, y me llamaron. Vine corriendo, y madre mía, se me cayó el alma al suelo. —Su voz se quebró al pronunciar las últimas palabras.
—¿Alguien del pueblo oyó o vio algo extraño o fuera de lo normal?
—No. Nada de nada. No hemos visto gente extraña, ni coches por la zona. Ha desaparecido de la noche a la mañana. No me lo explico. —El temblor de manos se había transformado ahora en un leve movimiento de negación con la cabeza que repetía una y otra vez. Oteiza estaba casi segura que el robo había sido ejecutado en alguna de las dos noches anteriores; se habrían acercado con uno o dos coches por la pista de tierra hasta aparcar en la parte de atrás, cerca del muro de tablones, justo en la zona que quedaba oculta a vista del pueblo. Tuvieron que hacer mucho ruido al acometer semejante brutal trabajo de extracción, pero en mitad de la noche era difícil que los sonidos hubieran sido percibidos por la dormida y lejana población.
—Berta, ¿habéis sufrido algún intento de robo antes?
—Sí. Hace un par de meses forzaron el bombín de la puerta. Cuando miramos la villa, vimos que habían entrado y picado un trocito de mosaico, en una esquina. Pero no se llevaron nada.
Parece que hicieron un ensayo general antes del día del estreno triunfal. Hay que joderse.
Un murmullo entre las decenas de curiosos allí congregados interrumpió la conversación. Un hombre de mediana edad se acercaba por el camino.
—Es nuestro alcalde —dijo Berta.
Oteiza observó congregarse a su alrededor varios vecinos, y cómo un par de periodistas y cámaras corrían para acercarse al edil. Decidió caminar hacia el grupo para escuchar disimuladamente. El hombre, con grandes ojeras surcándole el rostro, intentaba relatar a la prensa lo ocurrido. Se mostraba muy compungido, y tenía que interrumpir su narración para reprimir las lágrimas que amenazaban con desbordar sus húmedos ojos. Expresaba el gran dolor que todo el pueblo sentía por la desaparición de los mosaicos.
—Era lo único que teníamos en este pueblo, lo único que hacía que se acercasen los visitantes a esta localidad. Incluso en verano organizamos un festival al Dios Baco, con una comida popular, un día entero de fiesta alrededor de la Villa Romana. ¿Qué vamos a hacer ahora sin nuestros mosaicos? Nos quedamos sin algo que era nuestro; no sé el valor que tiene, incalculable, pero le han hecho un mal enorme al pueblo. —Detuvo sus palabras, agachó el rostro y huyó hacia el interior de la villa cubriéndose los ojos con la mano.
Varios vecinos miraron al suelo, debatiéndose entre el enfado y la tristeza. Dos de ellos, situados a la izquierda de la inspectora, comentaron las largas horas que pasaron, a principios de los años 70, trabajando con el equipo de arqueólogos que desenterró la villa tras su descubrimiento. Cientos de horas retirando las toneladas de tierra que la cubrían, sacando a la luz aquello de lo que estaban tan orgullosos. Aquello que tan brutalmente les había sido arrebatado.
Otro ataque de rabia recorrió el cuerpo de Oteiza mientras regresaba al coche. Odiaba el daño a las obras de arte, pero aún odiaba más el daño que su robo producía en las personas. En este caso, la recuperación era prácticamente imposible, pero haría todo lo que estuviese en su mano para devolver el Mosaico al lugar de donde nunca debería haber salido.
El subinspector Medina ya esperaba junto al vehículo. Con un leve gesto le indicó que había terminado la toma de huellas.
—Volvamos a Madrid. Aquí poco más podemos hacer.
Arrancó el coche y enfiló el polvoriento camino que llevaba a la carretera principal, no sin antes volver a mirar el yacimiento y maldecir de nuevo a aquellos artistas.
Malditos estúpidos.