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Encontró a Édouard en uno de los box de urgencias, sentado en el borde de una camilla. Le habían pegado un aparatoso apósito sobre la ceja y mostraba una enorme venda compresiva alrededor del torso. Intentaba torpemente ponerse la ensangrentada camisa. Sonrió en cuanto la vio aparecer por detrás de la cortina.

—Déjame ayudarte —dijo ella acercándose para orientarle a meter los brazos por las mangas. Édouard emitió un par de bajos lamentos al moverse—. No seas tan quejica —añadió ella sonriendo—. Y bien, ¿cuál es el diagnóstico?

—Cinco puntos en la ceja, dos costillas fisuradas, contusiones varias. Por lo demás, todo sigue en su sitio. Y me han dado unas drogas buenísimas. Le aviso que estoy algo colocado, inspectora. No me haga caso por lo que diga, o por lo que haga.

—Lo tendré en cuenta. O quizás no —comentó mientras comenzaba a atarle los botones de la camisa—. Y que sepas que es mucho más divertido desnudarte que vestirte.

Subió la vista y se encontró con sus juguetones ojos.

—Y te has perdido el verme con una bonita bata azul con la que he ido enseñando el trasero por todo el hospital.

—Una auténtica lástima.

Siguió atando los botones. Uno más. Otro más.

De vez en cuando le miraba a los ojos, para comprobar que seguía ahí, con ella, y cada vez que lo confirmaba una ola de calor le surgía del corazón y la envolvía. Él posó las manos en sus caderas, acariciándole la cintura con los dedos. Quería tocarla, quería comprobar que estaba con él, que le había perdonado. Apenas los deslizaba unos milímetros, pero ella notaba la ya inconfundible descarga eléctrica recorrer todo su cuerpo.

—¿Puedo hacerlo ya? —preguntó él cuando Oteiza llegó al último botón.

—¿El qué?

—Besarte.

Pero fue ella quién le rodeó el rostro con las manos, y atrapó sus labios entre los suyos en un beso dulce, lento y prometedor.

Cuando se separó, él seguía con los ojos cerrados.

—¿Vamos a casa? —preguntó Oteiza con un susurro sobre su aliento.

Édouard abrió los párpados lentamente.

—Sí, por favor.