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El impoluto cielo azul con el que había amanecido el día estaba cubriéndose de negras nubes que se movían rápidas y amenazadoras. El viento hacía moverse con violencia las copas de los árboles; Oteiza tuvo un extraño pálpito, una extraña intuición. Como si las negras nubes fuesen un oscuro presagio de que algo malo estuviera a punto de ocurrir.

Dejó de lado sus pensamientos cuando el DB9 aparcó en la entrada de Château Chavenon. DeauVille llamó a la puerta, pero nadie contestó. Encogió los hombros ante la interrogativa mirada de Oteiza, y se internó por el camino del jardín que llevaba hasta la parte trasera del palacio.

—¡Daniel! —gritó Édouard al ver al anciano junto a los setos. Portaba en su mano una pequeña tijera de jardinería, con la que estaba recortando las rebeldes ramas que rompían la estética del arbusto.

—Édouard. Mademoiselle Oteiza. ¡Qué grata sorpresa!

—¿Pasando el rato en el jardín?

—Sí, es relajante. Y de las pocas cosas que puedo hacer, la diálisis me deja exhausto. ¿A qué debo el placer de vuestra visita?

—Tenemos alguna pregunta más sobre la Resistencia —contestó Édouard.

—¿Habéis descubierto algo sobre las botellas?

—Así es Monsieur Chavenon —apuntó Oteiza—. Cada paso que damos nos desvela la importancia que tiene la Resistencia en este misterio. Pero, sintiéndolo mucho, de momento no podemos comentarle nada sobre ello.

—Lo entiendo. Estas cosas hay que llevarlas en secreto. Nunca se sabe quién puede ser el enemigo —dijo el anciano con un gesto de complicidad.

—Pero una vez terminemos la investigación —Oteiza bajó la voz—, le prometo que será de los primeros en saberlo. —Chavenon sonrió.

—Por favor, acompañadme hasta la parte de atrás y nos sentaremos tranquilamente a charlar. Christine acaba de llegar de correr, y está haciendo su tanda diaria de largos en la piscina.

—Ah, sí. Me la he encontrado esta mañana, cuando yo también estaba corriendo por los viñedos —añadió la inspectora mientras seguían los lentos pasos del anciano.

—Hacéis bien, ¡hay que mantenerse en forma! Pero decidme, ¿en qué más os puedo ayudar?

—Daniel, cuando estuviste en contacto con la Resistencia, ¿recuerdas haber oído algo sobre obras de arte? —preguntó Édouard.

El anciano se detuvo y se mantuvo pensativo unos segundos.

—Argh. La memoria me falla cada vez más. Lo peor de hacerse viejo es que los recuerdos caigan en el olvido —exclamó con ojos tristes. Reanudó su lento caminar y continuó hablando—. Recuerdo que algunos cuadros importantes de Burdeos se llevaron al Castillo de Chambord, en la Loira, donde también se intentaron proteger obras del Louvre al inicio de la Guerra… pero no recuerdo haber oído nada más sobre obras de arte en esta zona.

Salieron de la zona arbolada del jardín; la fachada trasera del palacio tenía adosado un pequeño porche con diseño de minarete clásico, soportado por columnas griegas. De la base del minarete surgía una pradera de césped, en la cual se encontraba la piscina. Pronto vieron el rítmico y rápido movimiento de los brazos de Christine, que nadaba hacia atrás con un estilo depurado e impecable.

Encima está hecha una Esther Williams.

—¿Recuerdas si la Resistencia pudo haber ocultado alguna de esas obras de arte para protegerlas de los nazis? —preguntó Édouard.

—Hmmm… No, que yo recuerde. Bastante tuvimos con proteger los vinos…

Édouard notó cómo Oteiza le detuvo agarrándole del brazo. Cuando se giró para mirarla, se la encontró con la vista clavada en la piscina, con el rostro serio y el ceño fruncido. Christine estaba ascendiendo lentamente por la escalerilla del final. Vestía el típico bañador deportivo; cerrado hasta el cuello por delante, pero con toda la espalda al descubierto.

Mierda.

—Vámonos —le susurró ella con urgencia—. Ahora.

Apretó su brazo con fuerza. Édouard captó el mensaje y se apresuró a disculparse con Chavenon.

—Daniel, lo siento, tenemos que irnos.

—¿No os quedáis a tomar una copa de vino? —preguntó extrañado el anciano.

—No, lo siento. Sólo queríamos preguntarte sobre las obras de arte. Otro día volvemos; siempre es un placer disfrutar de tu vino —añadió estrechándole la mano.

Oteiza se esforzó por sonreír a modo de despedida, y de inmediato regresó sobre sus pasos camino al coche.

Mierda. Mierda. Mierda.

Lo sabía. Lo sabía.