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En Madrid te pareció un estúpido presuntuoso. En San Sebastián empezaste a conocerle. Y aunque lo niegues, empezaste a sentir algo por él. Cuando llegaste al Château supiste que este momento iba a llegar tarde o temprano. Al igual que con tu arma y tu placa, intentaste meter en un cajón la atracción y el deseo, y olvidarte de ello.

Pero lo que no querías que ocurriese, ha ocurrido. Y no quieres pensar en ello. No puedes pensar en ello. Sólo quieres sentirlo. Y lo estás sintiendo, vaya si lo estás sintiendo.

Un leve roce de sus dedos y la temperatura de tu cuerpo ha subido instantáneamente. Sus labios en tu cuello, y todas las terminaciones nerviosas de tu piel se han activado al mismo tiempo. Su olor al acercarse para besarte; esa mezcla de su propio sudor y de aftershave, ese aroma que te ha erizado el vello y que te ha desarmado. El sabor de sus besos, que te han dejado sin aire y te han hecho sentir borracha, como si te hubieras bebido las cuatro botellas de vino enteras.

No hay mejor cata que esta. No hay mejor cata que esta.

Es lo que va repitiendo tu mente mientras dais tumbos por el pasillo. Esa gran puerta de la biblioteca contra la que chocáis, esa madera maciza que sientes en tu espalda, contra la que te empuja, y te acorrala y te besa y te explora con su lengua y ya ni piensas ni recuerdas.

Y se agacha, lo justo para hundir su boca en tu cuello, y asciende con la fuerza de todo su cuerpo, y casi te eleva, casi te sientes despegar del suelo, y abres los ojos, aunque no ves nada, porque todo está borroso, y vuelve a subir a tu boca, y te roza el labio inferior con su lengua y con sus dientes, y tira de él y lo muerde con una dentellada húmeda.

Y sientes su cuerpo sobre ti, su empuje, y sientes la presión de su pelvis contra tus pantalones, y sientes su lento e intenso vaivén llevarte al instante a una de las más dolorosas excitaciones que has tenido en tu vida.

Y cuando abre la puerta te sujeta, y sin dejar de besaros ni un sólo instante cruzáis el umbral, y oyes el sonido de la madera al volver a cerrarse, y por un momento tu mente se vuelve a activar, y dudas.

Vuelves a dudar.

E inexplicablemente te alejas de sus labios, y pones las manos en su pecho y le empujas contra la puerta cerrada, y le mantienes separado, a muy pocos centímetros, pero ya notas el frío, la helada corriente de aire que se cuela entre el escaso espacio entre vuestros cuerpos.

Vuelves a dudar.

Él separa las manos de tu cuerpo. Las deja inertes, colgando junto al suyo. Mantiene los ojos cerrados y baja el rostro hasta apoyar su frente en la tuya. Deja de respirar. Se queda a la espera. Tú ahora no lo sabes, pero está muerto de miedo. El miedo a que te arrepientas en este justo momento. A que vayas a parar. A que ahora le digas que esto no es lo correcto, que no quieres hacerlo.

Maldices volver a tener lucidez de tus actos, porque no quieres dudar. Ya no. Da igual que seáis de mundos tan diferentes. Da igual que viváis a cientos de kilómetros. Da igual que tú seas una inspectora de policía y él sea tu asesor. Da igual todo lo que ha ocurrido antes y todo lo que pueda ocurrir después.

Ya no hay dudas.

Y te vuelves a acercar a él, y esta vez eres tú quién le acorrala contra la puerta, y le empujas, y le besas, con desesperación, porque ahora, ahora que ya has tomado la decisión, quieres morderle la boca, quieres morderle ese mentón que está tremendamente apetecible con su incipiente barba de última hora de la tarde, y le lames el cuello, y le agarras del pelo con demasiada violencia para buscarle de nuevo la boca y volver a hundirte en ella. Y él se excita, aún más, porque eres tú quién está gimiendo en su boca, eres tú quién le desea.

Y presionas contra su pelvis y la sientes. Quieres esa erección y la quieres ahora. Demonios, la quieres obedeciendo tus órdenes. Y el mensaje le llega alto y claro cuando sueltas el primer botón de su pantalón, y cuando del tirón sueltas el segundo, el tercero y el cuarto; y él rodea tu rostro con las manos, y te besa, pero esta vez lento, esta vez más profundo, más húmedo, componiendo sin palabras un despacio no pronunciado. Recibes su mensaje, y le respondes dejándote llevar por el lento baile de su lengua, y comienzas a soltar, muy lentamente, los botones de su camisa. Uno. Otro. Colando los dedos para sentir el calor de la piel de su pecho mientras sigues descendiendo. Otro más. Y otro. Y el último. Y tiras de la tela, y la prenda cae por sus hombros, y le obligas a separar las manos que envuelven tu rostro, pero en cuanto la camisa cae al suelo vuelven ansiosas, anhelantes de acariciar tus mejillas mientras te sigue besando, porque no puede dejar de hacerlo, no va a dejar de hacerlo; ni aunque tires de su pantalón, de su ropa interior; ni aunque haga equilibrios para quitárselos mientras camina; no se detiene hasta que llegáis al borde de la cama.

Entonces se sienta, y te mira desde abajo. Tú ahora no lo sabes, pero mientras te observa quitándote la camiseta, allí, frente a él, ha pensado que eres una diosa con ojos de fuego y lava. Tú ahora no lo sabes, pero cuando te has mordido el labio, al soltarte el sostén, ha pensado que es tu absoluto esclavo.

Y ahora, con ojos suplicantes, se aproxima a tu abdomen, y lo besa, mientras sus dedos se acercan a tus caderas, y atrapan tu pantalón, y tu ropa interior, y los hace descender, juntos, hacia el olvido del suelo.

Y te inclinas, y le besas, y con tu boca le empujas hasta que se tumba, y te subes encima de él, y notas cómo él deja de respirar, porque acaba de darse cuenta de que estás húmeda, tan húmeda que es imposible, y al notarlo te gira y te tumba sobre tu espalda, porque quiere bajar hasta tu humedad y hundirse entre tus piernas. Lo necesita. Necesita besar tus labios con desesperación, necesita lamer tu cima perfecta en círculos, necesita hundir su lengua en ella. Y tu respiración se convierte en rápida y pesada.

Y hundes los dedos en su pelo y él hunde los suyos dentro de ti. Salen. Se hunden. Salen. Se hunden. Lento. Círculos concéntricos. Se curvan y saben exactamente cómo curvarse y subir, rozando esa isla rugosa y sensible que te lleva a un placer inédito que involucra todo tu cuerpo. Más profundo, más rápido. Te agarras a las sábanas para no marearte. Y serpenteas las caderas, y te tensas, y él siente el primer temblor de tu orgasmo presionando sus dedos. Y el clímax llega y te sacude, y es largo, es inagotable, se prolonga como nunca, te eleva hasta el punto máximo, donde nunca antes habías llegado, más allá del cual no podía existir nada.

Y no ha pasado un instante cuando tiras de él y le tumbas, y te subes encima, y le recibes en tu interior, poco a poco, deleitándote con cada centímetro, y comienzas las embestidas lentas y profundas que le llevan a perder la cabeza. Y él busca la manera de deslizar su mano para darte placer de nuevo. Y tú incrementas el ritmo, y él hace lo mismo, y el tiempo se para, y explotáis, y vuestros nervios saltan todas las barreras y obstáculos para unirse, y el placer os sobreviene simultáneamente, como dos afluentes del mismo río, como las dos puntas iguales de un solo nudo, como una herida que por fin, acaba por cerrarse.

No hay mejor cata que esta.