21

Reconoció la figura de Christine saliendo del edificio central que se encontraba a pocos metros del Château DeauVille. Los primeros tractores estaban llegando, y la enóloga estaba inspeccionando atentamente su contenido. Con la larga melena rubia recogida en una coleta, la camisa de cuadros y las botas de goma, parecía alguien totalmente diferente a la diva embutida en satén rojo que Oteiza había conocido en el evento Perrier Jouet.

Empezó a reír en cuanto vio llegar a Édouard.

—¡La maduración está en su punto! Y los partes meteorológicos indican que vienen días secos y sin altas temperaturas. Van a ser unas jornadas de vendimia excepcionales —exclamó antes de recibirle con un abrazo.

¿Todos los enólogos son tan efusivos?

—Excelentes noticias Christine, pero… ¿qué te ha pasado en el ojo? —preguntó Édouard. Su pómulo derecho mostraba una zona amoratada que no había conseguido disimular ni con una gruesa capa de maquillaje.

—Nada, una tontería; estaba comprobando el interior de las cubas, y me he golpeado con una esquina de la puerta —contestó quitándole importancia—. Inspectora, encantada de volver a verla —exclamó dirigiéndose a Oteiza—. Merecemos algo bueno después de todo lo ocurrido —añadió—. Vaya día el de ayer. Primero me despiertan en el hotel con la horrible noticia de que las botellas de Perrier Jouet han desaparecido. Y cuando a la tarde regreso a Burdeos me entero de que han entrado en el Château y han robado las botellas de tu abuela. Sé lo que significaban para ella, lo siento mucho Édouard. Por cierto inspectora Oteiza —se giró y la miró directamente—, traté con mucha trivialidad sus sospechas de que las botellas de Champagne pudieran ser objetivo de un robo. Me equivoqué totalmente. Le pido mis más sinceras disculpas.

Oteiza asintió.

Vaya, vaya. Sí que se ha bajado de su pedestal.

—Por suerte la tenemos aquí para investigar lo acontecido. ¿Qué tal van sus pesquisas?

—No tan rápido como me gustaría.

—Christine, nos gustaría hablar con tu abuelo sobre la época de la Segunda Guerra. Intentamos encontrar alguna relación entre las botellas robadas —añadió Édouard.

—Claro, estará encantado. Si hay algo que le gusta es contar viejas batallas.

—¿Cuándo podríamos pasar a verle?

—Hoy estará todo el día en el hospital, en Burdeos. Los lunes y jueves tiene sesión de diálisis. Ya sabes que sus riñones no están trabajando bien desde hace un tiempo. Pero podéis pasar mañana por la mañana. Yo también estaré allí; me encantaría que me dieses tu opinión sobre la maduración de nuestras Merlot.

—Perfecto, iremos mañana —exclamó Édouard mirando a Oteiza, cuyo gesto, en vez de contrariado, parecía ahora resignado.

Tenía que haber elegido derecha. En fin. ¿Cómo era? ¿Aparcar la frustración e intentar relajarme?

—Tienes que ver el refractómetro —dijo Christine mientras tiraba de DeauVille agarrándole del brazo. Se acercaron a uno de los carros repletos de racimos; cogió una de las uvas, la prensó con los dedos y dejó caer el zumo sobre un artilugio que a Oteiza le pareció un pequeño catalejo. A continuación miró con él hacia el cielo, sonrió, y se lo pasó a Édouard. El francés repitió el gesto, y pronunció un Wow a los pocos segundos de mirar por él.

—Los valores son magníficos —terminó exclamando mientras los dos se miraban sonrientes. Oteiza se sintió incómoda, una extraña total en aquel mundo, totalmente ajena a la complicidad que ambos compartían.

—Inspectora, acérquese —oyó decir a Christine. Dio unos pasos mientras la enóloga se inclinaba de nuevo sobre los cubos y cogía una nueva uva.

—Esta herramienta se llama refractómetro. Sirve para medir el grado alcohólico y el grado de azúcar del mosto de las uvas. —La enóloga volvió a prensar la uva entre los dedos, y dejó caer una gota sobre un cristal del instrumento antes de entregárselo a Oteiza—. Mire a través de él hacia el sol, y observe el visor. —Édouard sonrió al ver a la inspectora apuntando al cielo—. ¿Ve la escala numerada? ¿Ve cómo una parte está de color azul, casi hasta la mitad de la escala? Eso nos indica los grados Brix de la muestra.

—¿Y dependiendo de estos valores adelantan o retrasan la vendimia? —preguntó Oteiza.

—Exacto. Hacemos mediciones por todo el viñedo y decidimos el momento justo. También observamos si la piel está floja, la textura de la pulpa, el color de la semilla…

—¿Han comenzado la vendimia por la parcela Marie-Joséphine? —preguntó Édouard.

—Sí, por las Cabernet Sauvignon.

—Desde la época de mi tatarabuela, todas las parcelas tienen su nombre propio —explicó DeauVille—. Le Moulin Riche, Grand’Plante, la Chapelle… dependiendo de su orientación, cultivamos en ellas cuatro tipo de variedades: Cabernet Sauvignon, Merlot, Cabernet Franc y Petit Verdot. Al combinarlas y ensamblarlas correctamente, es como conseguimos que nuestro vino tenga el carácter y la elegancia característicos de Château DeauVille.

Oteiza escuchaba atenta, intentando procesar toda la información que estaba recibiendo.

—¿Te apetece que nos acerquemos ahora a la parcela donde están vendimiando? —le preguntó Édouard.

—¡Excelente idea! —Añadió Christine antes de que Oteiza pudiera contestar—. ¿Qué número calza inspectora?

¿Número de pie? ¿Es algún valor también a tener en cuenta para la vendimia? ¿Me va a poner a pisar la uva?

—Un nueve.

—¡Perfecto! Le valdrán las mías —añadió sonriendo—. Va a necesitar unas botas de goma. Tengo un par extra en el maletero del coche.

La enóloga se acercó a un lujoso 4x4 que estaba estacionado en el parking. Abrió el maletero y regresó con unas Hunter que mostraban su típica bandera británica en la caña.

La última tendencia en moda rural. Antes muerta que sencilla.

Tras abandonar la pista de tierra e internarse en los viñedos, caminaron hacia el río atravesando las hileras de parras. Édouard avanzaba con paso firme y rápido; en ocasiones se detenía y se agachaba para observar los racimos. Oteiza caminaba en silencio detrás de él observando cómo a veces extendía el brazo y acariciaba las hojas a su paso.

—Una de las cosas más importantes que tenemos aquí es el terreno. Es excepcionalmente bueno para el cultivo de la vid. —Se detuvo y se agachó para coger una de las blancas piedras que cubrían la tierra. Le quitó el polvo con la mano y se la entregó a la inspectora—. Es grava. Muy antigua; es de la era cuaternaria. Se extiende varios metros por el suelo, sobre una base de arcilla, construyendo un drenaje excelente. Filtra el agua de la lluvia, evitando que el terreno se encharque y haya demasiada humedad. Las raíces de la vid se internan hasta muchos metros de profundidad, y absorben los minerales; eso también es importante para dar carácter a nuestro vino.

Édouard reanudó el paso; Oteiza se quedó unos instantes mirando la piedra. Movió la mano para lanzarla al suelo, pero se arrepintió en el último momento; decidió guardársela en el bolsillo. Se retrasó unos metros; no era fácil seguir el ritmo del francés pisando el estrecho surco cavado en el centro de las hileras. Lo vio detenerse y apartar las ramas de una parra.

—Ven, mira esto. —La inspectora se acercó y se agachó en cuclillas a su lado. Una langosta que estaba posada en la planta salió volando directamente hacia ella. Hizo un rápido aspaviento con los brazos para evitar el singular ataque; perdió el equilibrio y a punto estuvo de caer sentada sobre la tierra.

—Es sólo un acrídido, en su justa cantidad favorecen el cultivo. Se comen otros pequeños insectos más perjudiciales —explicó Édouard.

—Pues se ha tirado a por mí; no ha dudado ni un momento.

—No le culpo.

Oteiza no pudo detener la sonrisa. DeauVille volvió a apartar las ramas. El grueso tronco de la parra ascendía retorcido sobre sí mismo.

—Estas parras de Cabernet Sauvignon son de nuestra generación. Tienen casi cuarenta años.

—¿Maduras, pero aún atractivas y con mucha experiencia?

Te integras muy bien en la vida rural Oteiza.

Has estado sembrada.

—Exacto. Y producen menos que las jóvenes, pero lo hacen con una calidad excepcional —contestó Édouard casi riendo—. ¿Ves esos cortes cerca del tronco, donde nacen las ramas? En invierno las podamos. Todas, maduras y jóvenes. Así sólo crecerán unas determinadas ramas por cada planta. Y de cada rama sólo unos racimos, que serán mucho más concentrados en nutrientes y azúcar que si la dejásemos crecer a lo salvaje. Menos producción, pero más calidad.

—Ajá. Más vale poco y bueno que mucho y malo.

—¿Quieres un poco de anécdota histórica didáctica?

—Dispara.

—En el año 345 después de Cristo, San Martín, que entonces era un joven monje de un monasterio en el Valle del Loira, salió montado en un asno a inspeccionar los viñedos. Los monjes han sido muy buenos viticultores desde tiempos inmemoriales. Desarrollaron muchas técnicas novedosas a lo largo de los siglos. Le daban bien al vino. La sangre de Cristo y eso —explicó Édouard mientras gesticulaba con la mano.

—Ya. Entiendo. Sigue.

—Bueno, pues cuando llegó a los viñedos, aparcó el asno atado a una hilera de parras. Durante unas horas se dedicó a hacer su trabajo, y cuando regresó a por el asno, el animal había mordisqueado toda la hilera. Algunas viñas las había masticado hasta el tronco. Tuvo que pillarse un buen cabreo. Pero, al año siguiente, los monjes se dieron cuenta de que esas parras en concreto eran las que mejor habían crecido. Y no sólo eso: habían producido las mejores uvas y el vino más sabroso. A partir de entonces y según fue pasando el tiempo, acabó implantándose como una técnica habitual de todos los viticultores. La poda es todo un arte, y hace un frío del demonio cuando la hacemos.

Édouard se puso de pie y ofreció la mano a Oteiza para ayudarla a levantarse. Esta vez sí aceptó el ofrecimiento.

La parcela Marie-Joséphine estaba situada junto al río Garona. De su orilla partían pequeños muelles de madera, en cuyos extremos colgaban retenes de redes de pesca. Las cabezas de los viticultores aparecían y desaparecían entre las parras; de vez en cuando se oía el grito de ¡Cubo!

—¿Son españoles? —preguntó Oteiza al oír la palabra en castellano.

—Sí, son los mejores. Siempre trabajamos con el mismo grupo de vendimiadores. Vienen todos los años desde Extremadura.

Todos vestían una camiseta de color verde con el logo del Château. Un grupo de mujeres estaba reunido bajo los árboles que separaban el viñedo de la orilla del río. Habían dispuesto una gran mesa de madera a la sombra, y estaban colocando sobre ella platos y vasos de plástico.

—¡Eduardo!

Uno de los vendimiadores, de mediana estatura y piel curtida por el sol, caminaba hacia ellos por una de las hileras.

—Muy buenas Paco. ¿Qué tal va la jornada? —preguntó DeauVille al estrecharle la mano.

—Vamos muy bien. No hace mucho calor y eso se agradece. Bonjour Madame —añadió dirigiéndose a Oteiza.

—Hola, ¿qué tal?

—¿Es usted española? —preguntó el hombre al percatarse del saludo. La inspectora asintió.

—Paco, esta es Anne, es mi invitada. Le estoy enseñando el viñedo —dijo Édouard.

—Encantado señorita. ¿Y de dónde es usted?

—Soy de San Sebastián, aunque vivo en Madrid.

—¡San Sebastián! Mi hermano se fue a trabajar allí en los setenta y allí se quedó, casado con una vasca. Y tan a gusto. Siempre me dice que en Donostia se come como en ningún sitio. Por cierto, ¿Habéis comido ya?

—Pues no, todavía no.

—Pues no se hable más, venid y sentaros con nosotros. ¡Es hora de parar y recobrar fuerzas!

Paco les guio hasta la mesa de madera. Dio un grito y el resto de vendimiadores comenzaron el camino de regreso desde las hileras de viñas.

—¡Felisa! ¡Pon dos platos más! —gritó al llegar—. ¡Mira a quién tenemos aquí!

La mujer se giró y sonrió.

—¡Eduardo! ¿Qué tal ha ido el año? —preguntó sin dejar de mover una de las cazuelas que tenían colocadas sobre un hornillo de gas.

DeauVille apenas pudo contestar; el resto de los vendimiadores llegó a la mesa y empezaron los saludos; se sucedieron los apretones de mano, las palmadas en la espalda y algún amistoso y masculino agarrón de hombro. Todos parecían conocerle, y él parecía recordar hasta el último nombre de todos ellos. Y no eran pocos; Oteiza llegó a contar hasta treinta hombres y mujeres de muy diversas edades. La inspectora se vio rodeada por un imprevisto y revolucionado caos de voces, de nuevos rostros, de saludos, de besos en la mejilla. Cuando se quiso dar cuenta, estaba sentada entre una chica en la veintena y una mujer cercana a los cincuenta; madre e hija, venían juntas a hacer la vendimia desde un pueblo de Extremadura llamado Moraleja. Venimos todos los años, y tan contentas, y llevamos ocho, dijeron. Édouard dialogaba efusivamente con dos hombres en la esquina contraria de la larga mesa. Hablaban de las parras, de las uvas, del tiempo, y de algo llamado mildú.

Los platos comenzaron a llenarse; Oteiza se vio ante un auténtico cocido extremeño que amenazaba con rebosar y empapar el mantel de papel.

—Felisa, que ya te hemos dicho que mejor que nos prepares algo más ligero para comer —gritó uno de los hombres—. ¡Que luego hay que estar agachándose toda la tarde!

Las risas se extendieron por toda la mesa.

—Manolo, no me vengas con esas, ¡que hay que comer bien para tener energías! —contestó Felisa mientras seguía llenando platos.

Aparecieron copas de vino, jarras de agua y pedazos de barras de pan. Todo era un gran murmullo de voces entremezcladas, de conversaciones sobre lo que habían hecho en verano, sobre los hijos, sobre los amigos en común, sobre el paro, sobre la crisis económica; nadie estaba callado.

Oteiza escuchaba, y en ocasiones, preguntaba. Y poco a poco iba acumulando una información que jamás hubiera pensado recabar de esta manera. Todos eran conocidos o parientes. Había hasta tres generaciones distintas trabajando juntas. El abuelo, el padre y el hijo. Las generaciones mayores ya habían conocido a Édouard desde pequeño. El Eduardito, según ellos, ya andaba con cuatro años por entre las parras. El Eduardito, según ellos, no iba a clase durante la vendimia, porque su abuela le decía que iba a aprender mucho más en el campo que en la escuela; había hecho muchas jornadas de vendimia siendo joven, aprendiendo, trabajando duro, como uno más. El Eduardo, había seguido viniendo a la vendimia incluso cuando vivía en París. El Eduardo, estaba haciendo una gran labor desde que murió su abuela; les ofrecía trabajo fijo todos los años. Les buscaba alojamiento. Les trataba muy bien. Les pagaba mejor.

De todo esto se fue enterando Oteiza entre cucharada y cucharada. Entre pregunta y pregunta. Entre historia e historia. Entre mirada y mirada con DeauVille por encima de la mesa.

Al acabar de comer, la inspectora tuvo que reconocer que los sofisticados platos de la alta cocina francesa estaban muy bien; pero que aquel sabroso cocido, en aquel rincón a la orilla del río, bajo la protección de la sombra de los árboles, con aquella grata compañía, les daba mil vueltas.

—Paco ¿vas a subir el tractor a la bodega? —preguntó Édouard mientras cargaba con la cesta que habían llenado entre todos con un amplio surtido de productos extremeños: Chorizos, salchichones, quesos, tomates y botellas de vino de Pitarra.

—Ahora mismo —contestó el vendimiador.

—Pues ya lo subo yo —dijo DeauVille dejando la cesta en el remolque.

Oteiza se fijó en el vehículo. No era precisamente moderno, pero estaba muy bien conservado. Sobre la brillante chapa roja del motor, aparecía en letras cromadas el nombre del fabricante.

—¿Lamborghini? ¿Tienes un tractor Lamborghini?

—¡Eh!, Lamborghini fue fabricante de tractores mucho antes que de coches deportivos. Son muy resistentes y duraderos. Venga, ¿te animas?

Édouard señaló el único asiento, elevado al descubierto a más de metro y medio de altura.

—¿Quieres que lo lleve yo?

—Ya sé que no es tan excitante como tu Monster, pero es toda una experiencia. ¿Cuántos Lamborghini has conducido en tu vida? —preguntó con una sonrisa.

Oteiza no contestó. Se limitó a trepar por los escalones y se acomodó en el asiento. DeauVille ascendió un par de peldaños para quedar a su altura.

—Llevar esto es muy fácil. Y más para alguien como tú. Esta palanca es el selector de motor. Punto muerto, adelante, o atrás. Aquí enfrente la selección de marcha. Tiene sólo tres. Los pedales son el embrague y el freno. Y la palanca a la derecha del volante es el acelerador.

—Sin problemas —contestó Oteiza mientras giraba la llave de contacto. El motor emitió un grave rugido, y todo el vehículo comenzó a temblar. Pisó el embrague, colocó la palanca en avance y primera marcha y movió lentamente el acelerador. Édouard se sentó sobre la parte de la carrocería que cubría el paso de una de las enormes ruedas traseras, mientras el tractor comenzaba a moverse, y poco a poco fue aumentando de velocidad a medida que se desplazaba por la pista de tierra.

—Coge el camino de la derecha —gritó Édouard por encima del sonido del motor—. Y cuidado al girar, no vayamos a llevarnos la hilera de parras con el remolque —añadió riéndose.

Oteiza abrió la trazada y realizó el giro sin dificultad. El terreno estaba mucho más irregular, y en los baches más profundos tuvo que reducir la velocidad y agarrar con fuerza el volante para no deslizarse en el asiento de plástico. DeauVille tenía razón; llevar este cacharro a través de los caminos era cuanto menos entretenido. Se giró para mirarle, y lo encontró oteando los campos, con el ceño fruncido, agarrándose al tractor con una mano y protegiéndose la vista del sol directo con la otra; esta nueva versión rural, el Eduardo de camisa desabrochada y pelo despeinado, era sorprendentemente muy diferente al Monsieur DeauVille que había conocido en la subasta del Ritz.

—Llévalo hasta aquella puerta, en el almacén del fondo —exclamó Édouard al llegar al conjunto de edificios construidos cerca del Château. Oteiza siguió sus indicaciones y frenó junto a las largas cintas transportadoras donde algunos operarios volcaban los cubos llenos de uvas. Varias mujeres situadas a ambos lados de la cinta iban inspeccionando manualmente los racimos; retiraban las pequeñas hojas y las uvas con mal aspecto, dejando pasar sólo los ejemplares más idóneos.

DeauVille bajó del tractor y ayudó a Oteiza a descender.

—Después de seleccionar la uva, los racimos pasan a la despalilladora. ¿Te acuerdas que las hemos visto en Château Ribet? Estas son mucho más pequeñas, pero realizan las misma función: separan el raspón de los granos de uva; el raspón es la estructura leñosa del racimo, todas esas pequeñas ramas sobre las que penden las bayas. Oteiza observó cómo en una de las tolvas circulares se acumulaban las uvas limpias, y las ramitas y pequeñas hojas quedaban agrupabas en un gran tambor agujereado.

Siguió caminando hasta una nueva máquina circular que emitía un siseo hidráulico.

—Evidentemente lo de pisar la uva a pie ha quedado muy atrás, ahora el trabajo se realiza con esta máquina. El émbolo baja y la enorme pieza desciende y prensa las uvas. Hay que ir despacio, para no aplastar las semillas y evitar que suelten taninos en exceso. El zumo sale por ese tubo inferior, que viaja por aquí hasta la sala de fermentación —explicó Édouard señalando el tubo transparente mientras caminaba siguiendo su recorrido.

Apenas unos metros después entraron en una sala inmensa; enormes cubas de acero inoxidable alineadas a ambos lados de la estancia ascendían hasta los cuatro metros de altura.

—En estas cubas de fermentación mantenemos el mosto entre dieciocho y veinticinco días. Durante este tiempo el azúcar de la uva se transforma en alcohol. —La voz de Édouard se oía con el mismo eco que en una iglesia—. Por todos esos tubos que ves rodeando el perímetro de cada cuba, hacemos correr agua fría para refrigerarlas. Y ven, quiero que veas algo.

Édouard la cogió inesperadamente de la mano y tiró de ella hacia una escalera metálica circular que subía hasta la parte superior de las cubas; una pasarela metálica recorría suspendida todo el almacén. Caminaron por ella hasta llegar a la primera cuba. DeauVille se agachó y abrió la tapa superior; a la inspectora le recordó la compuerta de un submarino.

—Esta cuba se acaba de llenar, es la primera de este año. —Oteiza miró al interior y lo que vio le resultó muy cercano a lo desagradable. Una capa gruesa de pieles de uvas y de pepitas flotaba en la parte superior de un turbio líquido que poco se parecía al vino embotellado—. Después del pisado, traemos también los hollejos a las cubas, para que tomen contacto con el mosto durante la fermentación. Así soltarán los taninos, y darán al vino el color y el aroma de las pieles de las uvas.

—Pero no está llena del todo —notó Oteiza.

—Sí, hay que dejar un buen espacio de margen. Durante la fermentación se libera anhídrido carbónico, y encima de todo esto se forma una capa esponjosa que aísla al mosto de los ataques de bacterias y de la oxidación excesiva. Si no dejas espacio suficiente, puede llegar hasta arriba e incluso rebosar la cuba. Y es algo que no huele precisamente bien, y que cuesta mucho limpiar, créeme —añadió Édouard haciendo un gesto de asco—. ¿Ves esos ganchos de ahí arriba? —Preguntó señalando a dos gruesos garfios que estaban clavados en la viga de madera—. Durante la fermentación, esta capa de hollejos se queda siempre arriba, y hay que removerla. Ahora lo hacemos con un sistema de palas metálicas que giran en el interior. También hacemos el remontado, transferimos regularmente el mosto de la parte de abajo de la cuba a la de arriba. Antiguamente, ese removido del interior de la cuba se hacía a mano. Bueno, a cuerpo.

—¿A cuerpo?

—Sí, los viticultores se sumergían desnudos en la cuba, y pataleaban y agitaban los brazos para remover el líquido espumoso. —Ahora fue Oteiza quién expresó un gesto de desagrado.

—Y los ganchos los utilizaban para colgarse.

—Así es. Llevan ahí colocados desde la construcción del edificio al final de la primera guerra mundial. Sujetaban una polea enganchada a la viga. La polea guiaba una cadena. El trabajador se agarraba a ella antes de meterse en la cuba, que antes eran de madera; otra persona tiraba abajo del otro extremo; así ascendían y descendían; también era el mejor modo de sacarles rápido: respirar el gas carbónico de la fermentación es muy peligroso. A lo largo de los años hubo más de un caso de muerte por asfixia.

Édouard cerró la compuerta y caminaron por el enrejado de la pasarela hasta descender en el otro extremo de la sala.

—Cuando acaba la fermentación alcohólica, pasamos el vino a esas otras cubas —dijo señalando la fila contraria—. Ahí hacemos durante el siguiente mes la fermentación maloláctica; una segunda fermentación que quita acidez al vino, lima asperezas y lo equilibra. Y a principios de diciembre lo pasamos a…

DeauVille se internó unos pasos en la estancia anexa; la temperatura era más fría, y estaba sumida en una total oscuridad. Oteiza oyó el sonido de unos interruptores al ser accionados. Y de repente, se fueron encendiendo lámparas, una detrás de otra, mostrando inmensas filas de toneles de madera apilados unos encima de otros.

—La sala de barricas. Aquí descansa el vino después de la fermentación. Aquí pasa un mínimo de dieciocho meses en contacto con el roble de los toneles. El roble cede al vino sus propios taninos y valores aromáticos, que se van fundiendo lentamente con los propios taninos del vino. Pero la madera también absorbe una cantidad de vino, así que hay que ir rellenándolas cada cierto tiempo.

Oteiza caminó por entre las hileras; los toneles mostraban zonas teñidas de rojo alrededor de los tapones, y tenían extraños símbolos dibujados a tiza en los laterales. Continuó caminando hasta el final de la sala mientras Édouard seguía sus pasos.

—¿Y después de reposar aquí se embotella?

—Primero se clarifica vertiendo claras de huevo, para que las partículas en suspensión del vino se depositen en la parte baja de la barrica; después se deja reposar otros cuarenta y cinco días, y se va probando para decidir el momento de pasar a la botella. Parte de la producción se comercializa tras el embotellado, pero otra importante parte pasa a la crianza en la cueva —contestó él mientras abría una nueva puerta.

—¿La cueva?

—Sí, te va a encantar. Ven.

Al final de la sala había una rampa que descendía al subsuelo. Oteiza dejó a Édouard caminar en primer lugar; llegaron a un pasillo muy poco iluminado de paredes de ladrillo, que giraba a la izquierda y se internaba en la oscuridad. La temperatura descendió aún más; Oteiza sintió el mismo frío que en la bodega del Château.

—Esta es la cueva —dijo Édouard al accionar el interruptor. La luz mostró cómo el pasillo se anchaba, y miles de botellas descansaban tumbadas en la oscuridad sobre inmensos botelleros.

—Aquí el vino permanece en contacto con el corcho, humedeciéndolo y produciendo un cierre hermético. Aquí se afina y se redondea, aquí adquiere una mayor complejidad y elegancia.

La inspectora comenzó a caminar por la penumbra, totalmente sorprendida por las dimensiones de aquel sótano. De los laterales surgían nuevos pasillos, repletos de botelleros que se perdían en la oscuridad.

—Están ordenados por añadas —comentó al observar los cárteles que de vez en cuando aparecían colgados de los estantes.

—Aquí están almacenados todos nuestros vinos desde 1946.

—Es como un viaje en el tiempo.

—No podrías haberlo definido mejor.

Caminaron por diferentes pasillos de muros de ladrillo y piedra, retrocediendo poco a poco, año tras año. Fueron pasando ante sus ojos las añadas de los noventa y de los ochenta.

—¿Sabes? En la novela Hannibal, el doctor Lecter busca y compra una botella de Château d’Yquem embotellada en el año del nacimiento de Clarice Starling. Y después se la envía como regalo. ¿De qué botellero tendría que coger yo una para hacerte un presente de igual valía? ¿De este? —preguntó señalando el de 1980.

Oteiza sonrió y siguió caminando en silencio. Pasó la estantería de 1979 y continuó su lento paso. Se detuvo en 1978.

—Excelente cosecha —dijo Édouard sonriendo. Extrajo con cuidado una de las polvorientas botellas y sopló sobre ella para desprender las telarañas—. La probaremos una de estas noches. —Oteiza sintió un leve escalofrío.

—¿Y cuánto vale una de estas?

Édouard se tomó unos segundos para pensarlo.

—Andará por unos quinientos euros. Pero no son fáciles de conseguir, quedan muy pocas.

Iniciaron el camino de regreso. Algunos muros mostraban placas de metal con los nombres de las antepasadas de DeauVille, y otros tenían figuras de santos incrustados en pequeños nichos. Cuando Oteiza se detuvo frente a la figura de una virgen, la reconoció al instante: era la virgen de Lourdes. Tras haber realizado en su infancia numerosas excursiones al santuario con las monjas del colegio, hubiera sido un pecado no reconocerla.

—Una vieja tradición —añadió DeauVille al verla observar la virgen—. Las colocaban para proteger la bodega.

Oteiza quedó capturada por la imagen; no pudo dejar de observarla. La estatua la miraba con ojos tristes, el torso inclinado y la mano junto al pecho; era el vívido reflejo del Cristo Nazareno. Oyó algo. Empezó siendo un susurro, terminó siendo una clara voz femenina. Lo siento. Lo siento. Lo siento. La inspectora retrocedió un par de pasos y se apoyó en el muro contrario, mientras Édouard la miraba con ojos preocupados.

—Me falta el aire —consiguió decir. Pero no sólo le faltaba el aire. El corazón le latía cada vez más rápido, y el sudor frío comenzaba a empaparle la camisa.

—Aquí hay poco oxígeno, será mejor que salgamos.

Édouard agarró la helada mano de Oteiza y la guio hasta la rampa, pero ella se soltó antes de llegar arriba y le adelantó buscando la puerta. Inspiró una profunda bocanada de aire en cuanto llegó a la calle; inclinada y apoyada en sus propias rodillas, cerró los ojos y dejó que el sol comenzase a calentar su erizada piel.

DeauVille no dijo nada; simplemente esperó. No hizo intento de acercarse, no hizo intento de tocarla; había aprendido la lección en San Sebastián. Quería estar a su lado, pero debía dejarle su espacio, su tiempo.

—Si no te importa, voy a regresar al Château —dijo Oteiza tras incorporarse.

—Claro, lo que desees.

La inspectora comenzó a caminar en dirección al palacio. Momentos después, Ève se acercó a su hermano desde el edificio anexo. Su rostro era serio y mostraba una clara desaprobación.

—No sé qué está ocurriendo, pero espero que esta vez no sea como las otras. Ten cuidado.

—Esta vez es diferente.

—Si se entera, va a tener que hacer su trabajo. Es una inspectora de Policía, Édouard.

—Lo sé, Ève. Lo sé —replicó con seriedad el francés mientras siguió observando cómo se alejaba.