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No pronunciáis palabra en todo el camino, un camino que se te hace eterno. En cuanto llegáis al Château subes a toda velocidad a la habitación. Llamas a Bertrand. Ven a buscarme. Ahora. No te pregunta nada, simplemente te contesta con un Estaré allí en treinta minutos. Tiras la maleta sobre la cama y empiezas a meter tu ropa, sin doblar, lo más rápido que puedes, tan desordenada que casi ni entra y te cuesta cerrar la cremallera. No quieres esperar aquí media hora. Quieres salir lo antes posible. Te pones la chaqueta de cuero, echas un último vistazo a la habitación, y bajas rápidamente por la escalera. No quieres encontrarte con él.

Entras a la biblioteca a por el libro de Dumas. Notas que él está sentado en el sofá. No le miras. Entras con rapidez en el dormitorio y coges las botellas de Chavenon. Y cuando agarras el picaporte de la puerta para salir, oyes tu nombre. Él pronuncia un extraño Anne. En voz baja. Casi desesperado. Quizás una última llamada. Quizás un No te vayas no pronunciado. Te detienes un fugaz instante, pero no dudas; abres la puerta con determinación y desapareces. No tienes nada más que decir, y no quieres escuchar nada de lo que tenga que decirte. Quizás con él no has sabido separar lo profesional de lo personal, pero a partir de ahora, sí que vas a hacerlo.

Sales al exterior. Caminas por el camino de grava. No miras atrás. Abres la blanca verja de hierro, y te quedas allí parada, junto a la carretera. Los goterones de agua se han convertido en una insistente lluvia. Te estás mojando, estarás empapada para cuando Bertrand llegue, pero te da igual. Ni siquiera notas el frío.

Tú tienes un trabajo que hacer, y ahora, quieres hacerlo lo más rápido posible. Y lo vas a hacer. Y como descubras que él está también implicado, ya puede prepararse. No tendrás compasión. No le perdonarás jamás que haya jugado contigo así. Pero no puede ser, no puede ser.

Coges aire ante la inevitable llegada de la angustia. Notas la confusión del combate entre tu cabeza y tu corazón. Callaos ya, maldita sea. Ya no sabes qué pensar, ya no sabes qué sentir.

Si él no está implicado, si él confía plenamente en Christine, su traición va a ser muy dura de aceptar. ¿Deberías quedarte y ayudarle a entenderlo?

No. Ya lo has intentado, y él no ha querido. Ahora ya es un camino que tiene que recorrer sólo.

En el fondo entiendes su reacción, y muy bien. Tú misma sabes lo que es tener que aceptar la traición. Lo tuviste que aprender de la peor manera que podía aprenderse. Con dieciocho años y ante la única persona que quedaba a tu lado cuando todo tu mundo se rompió en mil pedazos. Cuando te viste, de repente, en la más absoluta y abrupta soledad. Sientes el desgarro del recuerdo. Pensabas que se lo contarías a él algún día. Pero ahora te das cuenta de que quizás no lo hagas nunca. Porque quizás este momento es el punto de inflexión. Donde todo ha cambiado y nunca volverá a ser lo mismo. Maldita sea. Pensaba que esta vez iba a ser diferente. Era diferente.

Miras bajo la lluvia los viñedos que te rodean, y te das cuenta de que quieres huir de aquí, resolver todo esto, enseguida, embarcar en un vuelo destino Madrid, y regresar a tu vida, a tu apartamento, a tu Monster, a tu rutina. Ojalá nunca hubieran aparecido en tu vida estas malditas botellas. Ojalá nunca te hubieran asignado este maldito caso. Mierda. Mierda. Mierda. Tu pelo se empapa y algunas gotas comienzan a caer por tu rostro. Y te vuelve a dar igual, es más, lo agradeces, porque así se mezclan con las lágrimas que, calientes, comienzan a descender por tus mejillas. El orgullo se alía con el dolor. La autocompasión con la rabia.

Bienvenidas hijas de puta. Pero hoy no. Hoy no me vais a pillar. Que os den por el culo.