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Sales del lujoso ascensor de madera y le ves recorriendo el hall de un lado a otro. Se ajusta la corbata. Parece nervioso. Lanza una mirada rápida hacia ti pero no te reconoce. Vuelve a mirarte por segunda vez, y entonces se detiene al instante. Pasas las manos por las caderas, alisando una vez más la blanca seda del largo vestido. Caminas hacia él, rogando a tu equilibrio que no pierda la batalla en el desafío que plantean los altos tacones. Incapaz de disimular su sorpresa, él no separa los ojos de ti.

Te recibe con ojos brillantes y un Inspectora Oteiza, está usted muy guapa esta noche, al que respondes con una sonrisa y un Usted tampoco está nada mal, Bruce Wayne. Tú ahora no lo sabes, pero a Édouard no sólo le ha gustado el símil comicquero, el elogio recibido al compararle con el elegante millonario que por las noches protege Gotham bajo el traje de Batman. Le ha gustado el baile de tus ojos al decirlo. Le ha gustado oírte bromear, salir de tu profesionalidad, como horas antes has hecho durante la comida; dejándole mirar, aunque sólo sea un poco, por las rendijas del muro con el que te proteges.

DeauVille deja que te adelantes unos pasos. Tú ahora no lo sabes, pero cuando ha observado el escote trasero de tu vestido, cayendo vertiginoso hasta casi más allá de la cintura, ha sentido nacer otra punzada de deseo. Igualmente inesperada, más sutil, pero imposible de ser eludida. Y por un momento se ha imaginado la suavidad de tu piel desnuda bajo la lenta caricia descendente de sus dedos. Y no ha podido apartar la vista de tu espalda hasta la puerta del taxi, cuando te has girado, y le has sorprendido, y tus ojos enmarcados en maquillaje oscuro le han enviado una clara y perspicaz reprimenda. Y no ha podido dejar de sonreír como un estúpido mientras se montaba en el taxi.

El vehículo enfila por la calle San Martín en dirección al río Urumea. No dejas de mirar por la ventana. Cada esquina, cada comercio. Y al pasar por la catedral del Buen Pastor, recuerdas el día en que encontraste las diapositivas de la boda de tus padres. Fue en la mudanza a tu actual apartamento; el viejo proyector y la caja con las diapos habían permanecido guardadas desde tu llegada a Madrid. Extendiste una sábana blanca en la pared, apagaste la luz y enchufaste el proyector. Y de repente, en la oscuridad de aquel apartamento todavía vacío, se volatilizaron los treinta años transcurridos desde aquel entonces. De pronto eras una invitada más a la boda. Tus tíos, tus tías, tus abuelos, tus padres, todos estaban presentes en aquel mismo momento. Jóvenes, pletóricos de energía, vestidos de gala, posando después de la ceremonia en la escalinata de entrada a la catedral. Aquel día no pudiste dejar de llorar durante toda la noche, mientras pulsabas el interruptor, una y otra vez, y cada click traía una nueva instantánea, una nueva imagen de risas, de copas alzadas llenas de vino, de besos de la feliz pareja. Y ahora te esfuerzas por contener la emoción al volver a ver aquellos mismos escalones, aquella misma iglesia.

En el siguiente semáforo en que os detenéis, tu vista queda fijada en los soportales de piedra. Cuando eras pequeña, la lluvia siempre era la protagonista de los inviernos; ese suave txirimiri que parecía no mojar y acababa calando hasta los huesos. Recuerdas ir vestida con chubasquero y botas Katiuskas a todas partes. Los martes y jueves por la tarde, acudías a clases de dibujo en una academia en la calle Fuenterrabía, y, como siempre llovía, tu madre te esperaba a la salida bajo aquellos soportales. Con el paraguas plegado en una mano y un bollo de chocolate en la otra, cubierto con aquel papel fino y satinado con el que envolvían todo en las tradicionales pastelerías del centro. Y caminabais hasta casa bajo el paraguas; tu madre preguntándote por las clases, tú degustando aquella delicia de bollo, deseando llegar lo antes posible para abrir la carpeta y enseñarle las láminas recién dibujadas.

El taxi gira en el río y ante vosotros aparece una multitud de personas congregadas a la puerta del Hotel Maria Cristina. Decenas de manos en alto portando móviles y cámaras cuyos flashes relampaguean en la noche. Antiguamente los invitados al Festival de Cine entraban por la puerta de la calle Okendo, donde tantas horas pasaste en tu adolescencia apoyada en las vallas metálicas, esperando con amigas del instituto la llegada de los actores famosos. Otro momento totalmente olvidado en tu memoria irrumpe sin previo aviso. El día que Lauren Bacall te firmó en el cuaderno. Estuviste esperando su llegada durante toda una mañana, y cuando el estómago te empezaba a rugir pidiéndote el regreso a casa, apareció el lujoso coche de la organización del Festival. Se abrió la puerta y allí apareció ella, La Bacall, sofisticada, lúcida, la elegancia hecha persona, y con firmes y decididos pasos se acercó hasta los que allí esperabais.

Y cuando la actriz llegó a ti, tú que la aguardabas tan excitada cuaderno y rotulador en mano, quedaste paralizada. No pudiste moverte, no pudiste decir nada, te quedaste hipnotizada por aquellos profundos y enigmáticos ojos que te miraron durante un par de segundos. Y aquella voz grave que tantas veces habías oído pronunciar You just put your lips together and… blow, te dijo un Hello. Y te firmó en el cuaderno. Y tú regresaste a casa a todo correr, y entraste gritando y dando saltos, y casi no conseguías explicarte cuando tu madre te preguntó que ocurría. Le enseñaste la firma, la firma de La Bacall, y cuando tu madre entendió lo que era, se unió a tus saltos, a tus gritos, como una quinceañera más, feliz por compartir aquella alegría espontánea con su hija. Recortasteis el autógrafo y lo enmarcasteis junto a una postal en blanco y negro de la actriz, y esa misma tarde quedó colgado en tu habitación. Y volvisteis a poner en el video Tener y no tener, Cayo Largo y El sueño eterno, aquellos VHS en versión original que la prima Ainara os había traído de Londres y que ya empezaban a verse con gastadas líneas blancas de tantas veces reproducirlos. Qué curiosa la memoria. Qué cosas recuerda tan nítidamente tras haberlas mantenido años ocultas.

Apoyas el codo en la puerta del taxi, y pones el dorso de la mano sobre tus labios. Giras el rostro hacia la ventanilla, aún más, en un vano intento por ocultar las lágrimas que empiezan a humedecer tus ojos. Notas sin verla la mirada preocupada de DeauVille; notas, sin verla también, su dubitativa mano, que se acerca lentamente a la tuya sobre el asiento de cuero. No llega a tocarte, pero sientes su calor. Y te sirve. Te sirve de igual manera que te hubiera servido un apretón firme. Te reconforta. Cuando el vehículo para diez minutos después frente al Museo de San Telmo, ya estás preparada. Coges aire, abres la puerta, y sales del taxi volviendo a ser tú, la mujer de treinta y cinco años firme y decidida, la inspectora Oteiza de la Brigada de Patrimonio.