37

—¡Estoy aquí! —gritó Édouard desde la biblioteca cuando oyó cerrarse la puerta de entrada—. Hey —añadió al verla cruzar el umbral. Oteiza pronunció otro Hey apagado, dejó el bolso en el suelo y se tiró en el sofá. Se tumbó apoyando la cabeza en uno de los reposabrazos, y se tapó el rostro con las manos. Estaba muy cansada, y sentía comenzar entre los ojos un todavía leve pero amenazador dolor de cabeza.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó DeauVille sentado frente a la multitud de papeles que se acumulaban sobre la mesa. Había pasado buena parte de la tarde organizando los pedidos que ya estaban llegando para la nueva cosecha.

Oteiza contestó con uno de sus bufidos de frustración, mientras seguía apretándose la frente con fuerza.

—¿Tan mal?

—Muy mal. Ese cabrón no suelta prenda. No ha dicho absolutamente nada. Y encima se ha agenciado un abogado prepotente y misógino que amenaza con demandarme por exceso de violencia en la detención. Y claro, yo estoy aquí con una comisión rogatoria sólo para colaborar en la investigación, casi como mera observadora… así que me he llevado un buen rapapolvo de mi Inspector Jefe en Madrid cuando se ha enterado que me he puesto a pegar tiros en territorio francés.

Mientras escuchaba, Édouard se levantó, cogió la copa y la botella de vino que tenía sobre la mesa y se acercó al sofá.

—Después he estado en la comisaría con Bertrand. En cuanto hemos metido las huellas en la base de datos han salido múltiples órdenes de búsqueda. El tipo es sospechoso de haber cometido robos con violencia en Bélgica, Holanda e Italia. Por muy buen abogado que tenga se va a tirar una larga temporada en la cárcel.

DeauVille se sentó en la mesita auxiliar, frente al sofá.

—¿Te apetece? —preguntó a Oteiza ofreciéndole la copa. Ella apartó del rostro una de las manos y le miró—. O quizás prefieras alguna droga legal. Tengo ibuprofeno en el armario del baño —añadió el francés al verla dudar.

—No, el vino está bien.

La inspectora se incorporó hasta quedar sentada frente a él; coló las rodillas entre las de Édouard, le cogió la copa, lo inspiró unos instantes y tomó un sorbo. Le extrañó que DeauVille no levantara el rostro para mirarla, que no aprovechase, como en el desayuno, la corta distancia entre ellos para sutilmente buscar el contacto físico. Seguía mirando el suelo, pensativo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—Tenemos que hablar. Esta mañana Christine nos interrumpió, y me gustaría continuar con lo que tenía que contarte.

Oteiza no dijo nada. Se quedó a la espera, observando como él seguía con la mirada clavada en la alfombra.

—Anne, me gustas mucho.

Subió la vista y la miró a los ojos.

—Me gustas muchísimo.

La inspectora no se atrevió a mover ni el más mínimo músculo. Este discurso ya lo había escuchado en alguna de sus relaciones anteriores, y a pesar del efusivo inicio, siempre terminaba de muy mala manera.

—Quiero que tengas eso en cuenta, porque es una de las razones por las cuales aún no te he dicho esto.

Oteiza asintió con un apenas perceptible movimiento de la cabeza.

—En San Sebastián te conté que conocía al tipo misterioso porque me lo habían recomendado para obtener unas botellas que estaba buscando. Te dije que había hecho el primer pago, pero que luego lo cancelé. Verás…

Édouard cogió aire, pero en el justo momento en que iba a continuar hablando, sonó el timbre del teléfono de Oteiza.

El francés negó con la cabeza. ¿Cuántas interrupciones más iban a tener lugar? La inspectora bufó mientras cogía el bolso y buscaba en su interior. Miró la pantalla; era Bertrand. Se disculpó con un Lo siento, tengo que cogerlo mientras se ponía en pie.

Édouard la oyó contestar. Se movió al sofá, apoyando el codo en el reposabrazos, mirando cómo ella caminaba errante por la habitación, totalmente concentrada en escuchar lo que Bertrand le estaba diciendo. Se detuvo frente a la ventana. Pronunció un Entiendo y colgó. Se quedó allí quieta, mirando a través del cristal.

Aquellos segundos se hicieron eternos para DeauVille. Intuyó por su reacción que Bertrand había hallado más información. La información. Se maldijo a sí mismo. Tenía que habérselo dicho antes, mucho antes.

—Era esto lo que ibas a contarme ¿verdad? —preguntó ella sin dejar de mirar al exterior—. Le encargaste obtener las botellas. Le pagaste la señal. Pero no cancelaste el pedido. Y él lo llevó a cabo. ¿Estoy en lo cierto? —Oteiza se giró para mirarle. En sus ojos podía intuirse una gran decepción—. Bertrand ha encontrado el registro de tu segundo ingreso: cuarenta mil euros. Una cantidad que parece ser el pago final por un trabajo realizado.

Cuando los ojos de Oteiza pasaron de la decepción al enfado, Édouard tuvo que apartar la mirada.

—¿Por qué no me lo contaste? —exclamó ella con indignación mientras se acercaba a él—. ¿Por qué me lo has ocultado?

—Por favor Anne. Ven y siéntate. Te lo explicaré.

—No. Estoy perfectamente de pie. Habla —replicó ella cruzando los brazos. Édouard se revolvió en el sofá con inquietud.

—Las botellas de mi abuela no regresaron después de la guerra, Anne. No fueron encontradas en el Nido del Águila. No fueron devueltas por los aliados. Mi abuela no nos habló nunca de la época de la ocupación ni de la Resistencia, pero siempre lamentaba que aquellas botellas le hubiesen sido robadas durante la guerra. Transmitió durante años su pesar por haberlas perdido a todo aquel que llegó a conocerla bien. Aquello se convirtió en una leyenda familiar, que tanto mi hermana como yo escuchamos desde pequeños. Un día, leyendo una publicación relacionada con el mundo del vino, encontré una entrevista realizada a un empresario alemán. Ya jubilado, residía en la costa azul francesa, y poseía una extensa y selecta colección de botellas. Junto a la entrevista publicaron algunas fotografías. En una de ellas aparecía posando en su bodega junto a las piezas que él consideraba más valiosas. No te imaginas lo que sentí cuando vi, entre esas botellas, las de mi abuela. Por una casualidad del destino, allí estaban, después de tantos años, con su intacta etiqueta de Château DeauVille de 1936. No había duda, pero… ¿Quién era aquel tipo? ¿Cómo había llegado a tener las botellas? Contraté un detective privado. Resultó que aquel empresario ya jubilado, aquel entrañable anciano que tan sonriente alardeaba de su extensa y valiosa colección, había sido oficial alemán de la Wehrmacht. Fue juzgado en Nuremberg por crímenes de guerra, pero ante la falta de pruebas no fue condenado. Después de la contienda se convirtió en empresario industrial y mantuvo su residencia en Alemania. Para su jubilación, sin embargo, había elegido una suntuosa villa en Saint-Tropez. No podía creérmelo. Después de tantos años desaparecidas, allí estaban nuestras botellas, en manos de un antiguo nazi.

Édouard volvió a inclinarse sobre sí mismo dejando la mirada perdida en algún punto del suelo. Oteiza seguía de pie, escuchándole con atención.

—Lo primero que hice fue intentar contactar con él. No fue fácil, tuve que pedir muchos favores. Viajé al sur y nos reunimos en Marsella. Le hice una propuesta. Le ofrecí mucho dinero. No la aceptó. Subí mi propuesta, varias veces. Le hubiera pagado lo que hiciera falta. Se rio de mí, me llamó estúpido francés, y con mucha prepotencia me dijo que me fuera por donde había venido. Aquellas botellas no estaban en venta, y nunca lo estarían. Volví al Château; no le dije nada a mi abuela. Su salud estaba empeorando, y lo último que quería era decirle que había encontrado sus botellas, pero que estaban en poder de un antiguo nazi y que era imposible conseguirlas. Hubiera sido un auténtico disgusto para ella. Pasaron las semanas y yo no me lo podía quitar de la cabeza. Cuando los médicos nos dijeron que la enfermedad de mi abuela avanzaba y que le quedaban pocos meses de vida, lo supe con certeza: tenía que conseguir aquellas botellas fuese como fuese. Empecé a preguntar aquí y allá, y me hablaron de Rousseau, Diderot, o como se llame. Me reuní con él y le expliqué la situación. Le entregué toda la información que había reunido el detective privado. Después del primer pago pasaron unas semanas. Un día recibí un mensaje suyo. El encargo me esperaba en una consigna de la estación de tren de Lyon. Cogí el primer TGV y fuí allí. Regresé al Château con las botellas. Mi abuela estaba aquí mismo, en la biblioteca, leyendo, ahí sentada.

Édouard subió el rostro y señaló con la mano la silla frente a la mesa llena de papeles.

—Entré y le dije que tenía una sorpresa para ella. Levantó la vista del libro que estaba leyendo y me miró por encima de las gafas. Puse la caja de madera sobre la mesa, y ella empezó a inquietarse. Deslizó lentamente la tapa, con un leve temblor en las manos. Imagínate su alegría al verlas. Cómo sonreía. Nunca olvidaré aquel momento. Sus ojos se llenaron de lágrimas, se puso en pie, y me abrazó, sin dejar de repetir mi nombre una y otra vez. No podía dejar de llorar. En aquel momento estaba soltando todo el dolor que había estado reteniendo durante mucho tiempo. Cuando leímos su diario, entendí muchas cosas que aquel día se me escaparon.

DeauVille se detuvo un instante. Seguía mirando fijamente la silla vacía.

—Aquel fin de semana hicimos una fiesta e invitamos a los amigos de mi abuela, los otros viticultores que habían compartido la ocupación con ella. Fue una gran fiesta —añadió subiendo la vista para mirar a Oteiza. Cuanto ella observó los afligidos y húmedos ojos de Édouard, se conmovió—. En cuanto al tipo, realicé el pago final, y nunca volví a verlo hasta que nos lo encontramos en el evento de Perrier Jouet. No me pregunté qué habría hecho para conseguirlas; no quería saberlo. Las botellas habían regresado a Château DeauVille; era lo único que me importaba. La felicidad de mi abuela en sus últimos meses era en lo único en lo que pensaba.

La voz de Édouard se quebró en la última frase. Dejó de hablar y volvió a mirar el suelo para esconder el rostro. Oteiza caminó y se sentó frente a él en la mesita. Se inclinó y se apoyó en sus propias rodillas.

—¿Por qué no me lo contaste? —le preguntó en voz baja.

—Siento mucho no haberlo hecho. Tenía que habértelo contado aquella mañana en San Sebastián. Pero tuve miedo. La noche anterior, mientras nos bañábamos en La Concha —DeauVille levantó el rostro y la miró a los ojos—, me di cuenta de que me estabas empezando a gustar. Y que no era un capricho, una atracción por la novedad; era algo vibrante, excitante, ineludible. Y sabía que si te lo contaba, tu opinión sobre mí cambiaría totalmente. Quería que antes me conocieses mejor. Quería tener la oportunidad de mostrarme como soy. Tenía la esperanza de que, quizás, tú pudieras sentir también algo por mí.

Oteiza suspiró. Subió la mano y se apretó con los dedos entre los ojos.

—DeauVille. Quiero que entiendas algo. Hemos de notificar al juez que lleve el caso tu relación con la actividad delictiva de este sujeto. Y, si al cometer el robo, se produjo una agresión, y esperemos que no, un homicidio, estarías directamente implicado en ello. Yo no puedo hacer nada por ayudarte. No puedo ocultar lo descubierto.

Édouard negó con la cabeza.

—No te pediría jamás que lo hicieras. Asumo mi responsabilidad. Lo que hice no fue correcto, pero lo hice. El método no fue el adecuado, lo sé, pero no hay vuelta atrás. Si tengo que rendir cuentas ante la justicia, lo haré. Asumiré las consecuencias. Lo que no quiero es perderte a ti. No sé qué es lo que tenemos, Anne, pero es algo real, y es algo muy intenso; hacía mucho, mucho tiempo que no sentía esto por ninguna mujer. Lamento de corazón haberte decepcionado así.

Édouard volvió a hundir el rostro. Oteiza vio cómo dos furtivas lágrimas caían sobre la alfombra. Las palabras real e intenso aún seguían resonando en su cabeza. Casi le habían hecho temblar.

—Se acabaron los secretos a partir de ahora, ¿de acuerdo? —la inspectora se esforzó en que su voz sonase firme—. Necesito confiar en ti. Tengo que poder confiar en ti.

DeauVille asintió sin dejar de mirar el suelo.

—Hey —pronunció ella para llamar su atención. Esperó a que la mirase antes de continuar hablando.

—Para mí también es real. Para mí también es intenso.

Y estoy acojonada.