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Una patrulla de la Police Nationale te acerca hasta el Château. A pesar de la incomodidad de los asientos de la parte trasera del coche patrulla, estás a punto de quedarte dormida. El regular sonido de los limpiaparabrisas te hipnotiza, e intentas fijar la vista en la carretera, en el túnel de luz que construyen los faros del coche, pero tus párpados se cierran sin remisión. La lluvia te ha sorprendido al salir del hospital, y no deja de caer en todo el camino. Los agentes te dejan en la verja de la entrada, y caminas como una autómata sobre la grava blanca, que ahora suena diferente empapada por la lluvia. Encuentras la destrozada puerta de la entrada tapada con un improvisado tablero de madera, e intentas hacer el menor ruido posible mientras lo mueves para acceder al interior. Las luces están apagadas, y te diriges hacia la escalera para subir a la habitación. Pero te detienes al pisar el primer escalón.

Cuando miras a través del umbral del dormitorio de Édouard, le intuyes tumbado en la cama, dormido. Te quedas allí un par de minutos, observándole; aún no sabes qué pensar sobre lo que ha ocurrido entre vosotros. No tienes ni idea de cómo vas a afrontarlo. Édouard se mueve, y tú das un paso atrás, ocultándote en las sombras. Y cuando empiezas a sentir la tentación de meterte bajo esas cálidas sábanas y pegarte a su cuerpo, das media vuelta y diriges tus pasos hacia tu habitación.

Sueltas un bajo quejido al quitarte la cazadora de cuero frente al espejo del baño. Levantas con dificultad los brazos para deshacerte de la camiseta, y entonces puedes ver las consecuencias del aterrizaje de emergencia sobre el botellero. Varias marcas rojas con algo de sangre seca, circundadas por una significativa contusión cuyo tono morado se incrementa por instantes. Podías haber aprovechado la visita al hospital para hacerte una rápida revisión, pero lo cierto es que ni te has vuelto a acordar de la contusión. Te inclinas varias veces sobre el costado intentando autodiagnosticarte una posible rotura de alguna costilla, pero el dolor no alcanza el punto lo suficientemente elevado como para revelarte alguna lesión más seria de la visible. Aún y todo, con cada pinchazo en el costado vuelves a maldecir al jodido armario de tres cuerpos.

Abres el mueble del baño y encuentras lo necesario para hacerte una cura rápida. Te limpias las heridas de las marcas con yodo y te cubres la herida con una gasa. Con algo de contorsionismo consigues pegarte la gasa con varias tiras de esparadrapo, pero el proceso termina por dejarte exhausta. El dolor y el frío empiezan a hacerte tiritar, y entonces la sientes llegar. Silenciosa, como siempre, propagándose por todo tu cuerpo con lentitud. La autocompasión siempre está ahí, latente, expectante, esperando el primer momento de calma tras la tormenta para llegar sin avisar, bien aliada con el cansancio y el dolor, fuerte y cruel, atacando de frente, rompiendo la coraza que te ha mantenido firme durante las horas anteriores. Y tú sólo sabes exorcizarla dejando correr las lágrimas; lágrimas que ahora caen sin remisión sobre el lavabo, que se convierten en sollozo, mientras tú aprietas con fuerza los puños. Ahora te estás dando cuenta de que esta noche has estado a punto de morir; y de que para sobrevivir, te has visto obligada a infringir un gran dolor a otro ser humano; ahora te estás dando cuenta del paso que has dado con Édouard; y del pánico que sientes por ello. Te gustaría estar en tu casa, en tu cama, a mil kilómetros de todo esto, refugiándote en todas tus pequeñas rutinas. Ahora te acuerdas de tu madre, de lo mucho que la echas de menos en estos momentos, cuánto te gustaría llamarla y contarle lo que estás sintiendo; cuánto te gustaría escuchar su voz diciéndote que todo va a salir bien.

Soportando el dolor que irradia tu costado, consigues deslizarte silenciosamente bajo las sábanas. Y sueñas despierta. Calmas el llanto soñando con un universo paralelo en que las cosas podrían ser más sencillas. En un mundo en el que quizás, él, Édouard, pudiera convertirse en el equilibrio perfecto a la dureza de tu vida; en el que quizás, él, se revelase como el auténtico refugio que llevas años buscando en tu vano intento de esconderte de todo aquello que te acecha. Y te dejas llevar, deseando que no sea sólo un sueño. Podría, puede llegar a ser real. Y aceptas esa revelación, aún sabiendo que paradójicamente te hace más débil, porque él se va a convertir en tu punto débil. Cuando amas, sufres. Si aceptas lo que sientes por él, ya no va a haber medias tintas que te aseguren una posible huida. Y el sonido de la lluvia contra la ventana te arrulla, y el sueño te vence, y el largo día, por fin acaba.