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La tarde caía lentamente, dejando paso al bullicio típico que recorría el barrio llegada la noche; turistas y más turistas recorrían las calles mapa en mano. Tras el cierre de los museos, muchos de ellos subían hacia la Plaza Santa Ana en dirección a la Plaza Mayor. La cercana calle Huertas comenzaba a tener ambiente. Tras franquear la puerta de entrada de la galería de arte, Oteiza encontró un remanso de tranquilidad entre tanto alboroto. Quedó aislada del sonido del jaleo de afuera, y se dedicó observar en silencio las obras expuestas.
—No me lo puedo creer. Benditos los ojos que te ven. —La siempre espectacular Sofía se acercó desde el fondo de la galería desafiando las leyes de la gravedad sobre sus altísimos tacones—. Dame un abrazo. —Rodeó con sus brazos a la inspectora, que a pesar de su nada despreciable altura, quedaba en un plano más inferior que la galerista—. Debería darte vergüenza. No has aparecido por aquí en casi un mes.
—Lo siento Sofía, lo siento. He estado… ocupada —contestó separándose del abrazo.
—¿Tanto como para no responder ni siquiera a mis llamadas? —Mantuvo las manos en sus hombros mientras la miraba a los ojos.
—Venga Sofía, ya me conoces. Hay rachas en las que necesito aislarme.
—Pues esas rachas no deberían de ser tan largas —replicó la galerista.
Claro que la conocía. A ella y a sus rachas. Esos periodos de tiempo variable en los que desaparecía totalmente para sus amigos. Llevaba años siendo testigo de ello. Desde la universidad, cuando estudiaron juntas, y a lo largo de los años posteriores, cuando ingresó en el cuerpo y empezó a labrarse una carrera en la Policía Judicial. Épocas en las que la depresión llamaba a su puerta enfundada en viejos recuerdos; épocas en las que se centraba en sus estudios o en su trabajo, sin vida social, sin contacto con nadie que no estuviera estrictamente relacionado con sus ocupaciones. Esa era siempre su huida.
—Vale. Échame la bronca. Ponme una penitencia. La cumpliré. —Sonrió.
—Hoy he quedado después de echar el cierre, pero esta semana no te escapas de que vaya a cenar a tu casa. Se está terminando el verano y a esa terraza hay que sacarle partido antes de que llegue el frío.
Sofía estaba enamorada del ático de Oteiza. Le encantaba montar cenas en la amplia terraza y quedarse hablando hasta altas horas de la madrugada. En el fondo, lo que le gustaba era romper con todo tipo de argucias la aburrida rutina de la inspectora.
—Vale, pero sin invitados sorpresa, ¿de acuerdo?
En la última velada Made in Sofía, se había presentando convertida en Celestina, acompañada por uno de los jóvenes pintores que representaba.
—Tranquila. Ya aprendí de la última vez. Por cierto. Suele preguntar por ti. Y con bastante insistencia.
—Por favor Sofía. No funcionó. Ya está.
Tras aquella velada, aceptó la invitación del pintor a cenar en un par de ocasiones. Quedaron otro par de veces para visitar exposiciones. Conectaron. Tuvieron unas cuantas sesiones de muy buen sexo. Pero tras unas semanas, decidió que aquello no llevaba a ninguna parte, y dejó de quedar con él. Sin más, sin explicaciones. No era buena dando explicaciones. No era buena diciendo lo que sentía.
—Cuando las cosas se pusieron un poco serias, saliste huyendo, ¿no?
La galerista siempre se sorprendía del amplio repertorio de excusas que la inspectora era capaz de argumentar con tal de no progresar en sus relaciones. Su atractivo hacía que no pocos hombres se fijasen en ella. Se dejaba querer durante un tiempo, y cuando parecía que la cosa funcionaba, imponía de nuevo sus defensas, el gran muro con el que no dejaba que nadie se le acercase verdaderamente.
—¿Podemos hablar de otra cosa, por favor? —replicó Oteiza con gesto de cansancio.
—Por supuesto. Ven, acompáñame al despacho. Estoy terminando de embalar unas obras.
Se encaminaron hacia la parte trasera de la galería, donde Sofía tenía montada una pequeña oficina. Una gran mesa repleta de libros de arte, un iMac enorme y cientos de catálogos y folletos. Ojeó varios mientras su amiga se peleaba con la cinta adhesiva. Uno de ellos anunciaba una próxima subasta de obras de arte. Aquello activó su lado investigador.
—Sofía, ¿qué sabes de las subastas de vino? —preguntó sin dejar de mirar el folleto.
—¿Vino? ¿Desde cuándo estás interesada tú en el vino?
Sofía era una gran aficionada. Amaba el vino. Había intentado contagiar su pasión a Oteiza, pero lo había dejado por imposible. Cada vez que llevaba una buenísima botella a sus cenas, la inspectora sólo lo valoraba con un simple no está mal.
—Cosas del trabajo. Por lo visto algunas llegan a precios muy elevados en las subastas, ¿no?
—Sí. Bastante elevados. —Sofía se acercó al iMac—. Tanto Sotheby’s como Christie’s han organizado importantes subastas últimamente. Han visto negocio; hay mucha demanda. Déjame que busque. —Frunció el ceño mientras buscaba en la sección de favoritos del navegador—. Ajá. Aquí están. Ven, acércate. —La inspectora caminó hasta el otro lado de la mesa y miró la parte de la pantalla que su amiga señalaba con el dedo—. Estas son algunas botellas subastadas: Château Lafite de 1869. Alcanzó un precio de 181.726 euros en una subasta de Sotheby’s en Hong Kong. Triplicó el precio de salida. —En pantalla aparecía una vieja botella con una etiqueta marrón muy gastada por el tiempo—. Mira esta otra: Un Château Lafite aún más antiguo, de 1787. Alcanzó 120.373 euros en una subasta de Christie’s. Perteneció a la bodega personal del expresidente estadounidense Thomas Jefferson, y la botella lleva grabadas sus iniciales Th.J en el mismo cristal.
Sofía continuó bajando lentamente la web especializada en subastas.
—Mira esta: Château Margaux de 1787. Precio de salida 388.350 euros. Pero no llegaron a subastarla. Un operario la rompió accidentalmente antes de la subasta y la compañía aseguradora tuvo que pagar 225.000 dólares. Seguro que alguno intentó lamer el suelo donde se derramó el vino. —La galerista emitió una de sus exacerbadas carcajadas.
—¿Y botellas algo más modernas? ¿De los años 40, por ejemplo? —preguntó Oteiza con gran interés.
—Hmmm… Bueno, está este espectacular Romanée Conti de 1945 que alcanzó 87.000 euros en Christie’s. Sólo se produjeron seiscientas botellas de este Borgoña durante la Segunda Guerra Mundial. O este Château Lafite Rothschild del 1945, del año de la Victoria. Esta alcanzó los 111.266 euros. Fíjate en la etiqueta: todas sus botellas de ese año llevaban una gran V impresa, junto con la inscripción Année de la Victoire. Lo que daría por probar uno de estos vinos… —añadió Sofía.
—No puedo creer que unas botellas de vino alcancen estos precios. —Oteiza se incorporó y cruzó los brazos.
—No son sólo botellas de vino. Son pedacitos de historia —afirmó su amiga mirándola desde abajo.
—¿Y qué hacen los coleccionistas después de adquirirlas? ¿Se las beben?
—Algunos las guardan. Otros no. —Volvió a pulsar en la sección de favoritos—. Inglenook Cabernet Sauvignon de 1941. Alcanzó los 19.165 euros. ¿Sabes quién la compró? —Sofía guardó silencio unos segundos para crear misterio y esperó a que Oteiza negase con la cabeza y volviera a inclinarse para mirar la pantalla—. Francis Ford Coppola. Y la abrió y se la bebió. Dijo que poseía un aroma a pétalos de rosa y violetas, y que estaba sorprendentemente bien conservado, teniendo en cuenta que era un vino que terminó de fermentarse justo en tiempos de Pearl Harbor. Ahora guarda la botella vacía encima de la nevera. —Ambas rieron.
—No tenía ni idea de que hubiera esta demanda de botellas históricas. Ni tantas subastas de vino.
—Sí, es un mercado en auge. De hecho, esta semana hay una subasta aquí en Madrid, en el Ritz. ¿Te interesaría ir? He recibido invitación, pero ya sabes que no es precisamente mi campo. El vino es sólo una afición, y lamentablemente no tengo la cartera tan holgada como para pujar por botellas caras. No pienses que es una subasta de este nivel —añadió señalando el ordenador—. Son botellas que alcanzarán altos precios, pero no son históricas, como les has llamado antes. —Oteiza permanecía en silencio, pensativa—. ¿Me vas a contar por qué este repentino interés por botellas de vino? —Esperó unos segundos. Entonces cayó en la cuenta—. Un momento. ¡El robo de ayer en el aeropuerto! ¡Las botellas que venían al Thyssen! ¿Te han encargado a ti investigarlo?
—No directamente. Se encarga la Brigada de Delincuencia. Pero puede ser que esté relacionado con otros robos de botellas históricas ocurridos en diversos lugares de Europa. Y como enlace de la Interpol de Patrimonio Histórico, me gustaría estar al tanto. Puede ser que se esté cociendo algo gordo y han pedido nuestra colaboración.
—Sé con quién tendrías que hablar. Es un auténtico experto en botellas de vino antiguas. Un erudito en la materia. Es francés, dueño de un Château en Burdeos. Y está aquí en Madrid, para asistir a la subasta del Ritz. Ve y habla con él. Seguro que puede decirte más sobre este mundo. Toma la invitación. —Le acercó un lujoso sobre, y comenzó a buscar en su tarjetero.
—¿Algún encorsetado y finolis gabacho experto en vinos? —preguntó Oteiza bromeando al imaginarse al estereotipo típico de francés dueño de viñedo.
—Es un encanto. Rondará los cuarenta. Y muy atractivo.
Sofía puso de nuevo su mirada de Celestina. La inspectora miró al techo mientras pensaba que su amiga no tenía remedio.
—Tengo aquí su tarjeta. Contactó conmigo en una de sus visitas a Madrid porque estaba interesado en unas copas de cristal del siglo XVIII que tenía expuestas aquí en la galería. Las compró sin preguntar el precio y se las envié directamente a su Château. Por lo visto tiene allí un Museo de copas de vino que alberga multitud de piezas muy valiosas.
Oteiza cogió la tarjeta. Escrito con una tipografía excesivamente clásica, aparecía su nombre: Édouard DeauVille. Suspiró.
—Está bien. Iré a la subasta y hablaré con Monsieur DeauVille. —Sofía sonrió.
—Muy bien inspectora. Muy bien. Vaya y tómese una copa. Relájese. Disfrute de la velada. Seguro que conoce a gente muy interesante. Y después quede conmigo a cenar y me lo cuenta, con todo lujo de detalles.
Oteiza sonrió, aunque en el fondo, no le apetecía nada tener que meterse en el rimbombante ambiente de una subasta de lujo en el Ritz.