10

La inspectora Oteiza se regaló un relajante y prolongado baño al volver del trabajo. Había sido un día largo, pero de los que le gustaban. Sin sobresaltos, sin malas noticias, sin tediosas horas de carretera viajando hasta pequeños pueblos para visitar nuevos expolios en iglesias o capillas. Había tenido tiempo para redactar informes operativos que recopilaban toda la extensa información aportada por DeauVille. Los había entregado al Inspector Jefe y había remitido un resumen de lo más importante a Bertrand. Este le había contestado casi de inmediato con un efusivo email donde le agradecía el trabajo realizado. Ahora que la noche ya había caído sobre la ciudad, se vistió con ropa cómoda y empezó a sujetarse el pelo en un improvisado recogido justo en el momento en que sonó el timbre. Y en cuanto abrió la puerta, Sofía entró como un torbellino, armada con bolsas de una famosa tienda de comida preparada gourmet y varias botellas de vino. Hoy tocaba cena en la terraza.

—¿Y qué tal va tu investigación? —preguntó la galerista mientras le ayudaba a colocar los platos y los cubiertos sobre la mesa de madera.

—Lenta, pero avanzando paso a paso.

—¿Te ha sido de ayuda Monsieur DeauVille?

—La verdad, más de lo que esperaba. Me ha aportado un montón de información en muy pocos días.

—¿Y qué te ha parecido?

—Un auténtico experto en la materia.

—No me refería a eso —añadió Sofía con una media sonrisa. Oteiza le disparó su mirada de ¿Otra vez con lo mismo?

—Es atractivo, sí, pero bastante presuntuoso. Creo que piensa que puede conseguir todo armado con su sonrisa. Y me da la sensación de que no parece tomarse nada en serio.

—Pero tu investigación sí que se la ha tomado en serio.

—Sí. Aunque quizás sea sólo por la novedad. Seguramente esté aburrido de todo lo que puede pagar con dinero, y esto sea el nuevo juguete del playboy millonario. Quién sabe. —Oteiza se encogió de hombros—. Bueno, y ¿qué has traído de cena? —preguntó mientras caminaba hacia la cocina.

—Suaves crepes de marisco de primero, magret de pato de segundo, y mousse de chocolate de postre. ¿Te parece bien? —gritó Sofía desde la terraza.

—Me parece perfecto —susurró la inspectora mientras extraía los paquetes de las bolsas. Ninguna de las dos tenían ni idea de cocinar; pertenecían a la nueva generación de mujeres profesionales que no pasaba mucho tiempo en la cocina, comían fuera de casa, y ante la necesidad, recurría a platos básicos de pasta o comida preparada.

El timbre volvió a sonar. ¿Quién demonios será a estas horas? se preguntó mientras se acercaba a la entrada. La respuesta llegó en cuanto echó un ojo por la mirilla. Maldita sea. Suspiró, cerró los ojos y apoyó la frente en la puerta. Maldita seas Sofía. Has tenido que ser tú. Y no sólo le has dicho dónde vivía, sino que también le has invitado a venir esta noche. Pero esta te la guardo. Vaya si te la guardo.

Abrió la puerta con rabia contenida, apretando los dientes.

—¿DeauVille? ¿Qué hace aquí? —exclamó con tono áspero.

El francés apareció ante ella vestido de manera más informal que en las anteriores ocasiones. Vaqueros, polo negro, un bolso de mensajero cruzado sobre el torso y una incipiente barba de dos días.

—Discúlpeme por esta visita inesperada —dijo titubeante—. Tengo más información que no puede esperar. —Parecía asustado por la brusquedad de Oteiza al abrir la puerta.

Pero antes de que la inspectora pudiese replicar, apareció Sofía dando saltitos y canturreando un Monsieur DeauVille de lo más teatral; lo agarró del brazo y lo secuestró guiándole hacia el interior. Oteiza se quedó en el umbral, con la puerta aún agarrada con la mano, mirando cómo su amiga se tomaba todas las confianzas y llevaba al francés hasta la terraza.

Claro, venga, adelante, soy Sofía, no vivo aquí, pero pasa, pasa, como si estuvieras en tu casa.

—Mademoiselle Duchamp, encantado de volver a verla —pronunció el francés mientras se daban tres besos en la mejilla.

—Encantada Monsieur DeauVille, pero por favor, llámeme Sofía. Y no me hable de usted.

—Lo mismo digo, llámame Édouard.

—¿Te quedas a cenar? Tenemos comida de sobra, y muy buen vino —afirmó con sonrisa XL.

Oteiza llegó a la terraza justo para oír la última frase. Si las miradas matasen, Sofía habría caído fulminada en aquel justo momento.

—Será un placer —expresó mirando a la inspectora, y captó la tirantez que tensaba cada una de sus fibras musculares. Rápidamente echó un vistazo a su alrededor y a modo de distracción empezó a elogiar la belleza del ático.

Oteiza regresó a la cocina a por más platos y un nuevo juego de cubiertos. A través del espacio entre las lamas de las cortinas venecianas veía cómo Sofía le hacía a DeauVille un tour privado por la terraza. Este lado da a la trasera del Hotel Palace, aquel a la Iglesia de Jesús de Medinacelli, aquí esta preciosidad de fuente y pilón haciendo esquina que aporta frescura y relajación al ambiente, ¿verdad?, y aquí la zona solarium con las hamacas donde se puede tomar el sol como Dios nos trajo al mundo sin que haya miradas indiscretas, se lo aseguro…

La inspectora volvió a suspirar.

Por favor, Sofía, para, detente antes de que sueltes más información de la necesaria.

Regresó a la terraza y abrió el vino. Sofía corrió a por las copas en cuanto Oteiza terminó de verter el vino en ellas.

—Espero que te guste el vino, Édouard. No es como el de tus viñedos de Burdeos, pero es uno de mis Riojas favoritos —exclamó acercándole la copa. DeauVille llevaba rato sin decir nada. Estaba recibiendo su primera lección sobre Sofía: cuando coge carrerilla, es prácticamente imposible incluir ningún comentario entre su torrente de palabras—. ¡Hagamos un brindis! ¡Por la investigación que estáis llevando! —gritó mientras levantaba la copa.

Oteiza hizo un gesto desvaído y bebió un sorbo. DeauVille miraba la copa mientras hacía girar el líquido en su interior. Lo olió durante un par de segundos y dio un pequeño sorbo, para después emitir algo parecido a un sonido de satisfacción.

—No está mal ¿eh? —preguntó orgullosa Sofía.

—¿Tempranillo?

—Sí, con algo de Mazuelo y Graciano.

—Bonito color, intenso picota con leves reflejos teja. Y complejo en nariz con frutos rojos y algo de especias.

Lo que faltaba. Encima dale cuerda a Sofía con la cata.

—Y fondo de chocolate. Amplio en boca ¿verdad?

—No está nada mal —respondió el francés mientras seguía moviéndolo y mirándolo.

Oteiza intentaba seguirles, apreciar lo que estaban comentando, pero no tenía ni idea de lo que era el picota y le parecía imposible oler a chocolate.

Esto huele a vino y nada más que a vino. Demonios ¿dónde estáis oliendo a chocolate?

—Pero Édouard, siéntate por favor. —La galerista señaló una de las sillas y se sentó a su lado. Oteiza, ninguneada, regresó a la cocina a por la comida.

No se moleste señora condesa, no se moleste, que el servicio ya les va a traer la cena a la mesa.

—Sofía, quiero aprovechar para agradecerte personalmente las gestiones que realizaste para enviarme las copas de cristal. Llegaron en perfecto estado. Ya están expuestas en el Museo —expresó el francés tras empezar a degustar los crepes.

—¿Tienes muchas piezas en ese Museo?

—Es una pequeña colección que poco a poco voy engrosando. Actualmente la componen unas setecientas piezas: copas y vasos de la antigua Grecia, Roma, Siria, Persia, China… y francesas y británicas de los siglos XVII, XVII y XIX. También estoy incorporando algunas de artistas contemporáneos.

—¿Y el Museo está en tu propio Château?

—Sí, en una de las plantas. Organizamos visitas guiadas, pero con cita previa, porque el castillo no está abierto al público. Yo resido en él la mayor parte del año y sería verdaderamente incómodo levantarme en ropa interior y coincidir con algún grupo de turistas camino del baño. —Oteiza no pudo reprimir una sonrisa al imaginar la escena.

—¿Y el Château está cerca de Burdeos? —siguió preguntando Sofía.

—Sí, en la península del Medoc, en la ribera izquierda del Garona, muy cerca de un pueblecito llamado Pauillac.

—¿El viñedo es muy grande?

Sofía, relájate, vaya interrogatorio de tercer grado que le estás haciendo.

—No es muy grande, en Château DeauVille preferimos la calidad a la cantidad —contestó sonriendo el francés.

—¿Preferimos? ¿Hay alguna Madame DeauVille que comparte contigo la gestión del viñedo?

¡Hala! Venga. No te cortes hija, no te cortes.

—Sí, de hecho la hay.

El tenedor de Sofía escapó de sus dedos cayendo sobre la porcelana del plato. DeauVille rio y se apresuró en explicarse.

—No, no estoy casado si es eso lo que he dado a entender. Estoy soltero y sin compromiso. —Miró fugazmente a Oteiza buscando su reacción—. Me refería a mi hermana. Es ella quién lleva en realidad la gestión del dominio. Es una tradición familiar. Desde que mi tatarabuela, la condesa DeauVille, fundó el viñedo a mediados de 1850, siempre ha sido llevado por mujeres. Por mi bisabuela desde finales del siglo XIX hasta 1930, mi abuela desde ese año hasta su muerte a principios del 2000, y ahora, mi hermana. Yo soy mayor que ella, pero la tradición manda. Ella fue educada para ser el relevo generacional del viñedo, y no me malinterpretéis, no me importa. Le ayudo con la gestión, sobre todo con la expansión internacional de nuestros vinos. Tengo más libertad y menos responsabilidades. Y viendo los niveles de stress que siempre acarrea, la verdad es que me siento afortunado de no llevar ese gran peso familiar sobre los hombros. Ella se ha casado y tiene dos hijos, uno de ellos una niña, así que el siguiente relevo generacional ya está asegurado.

—Muy interesante —respondió Sofia.

Un espectador ajeno, y no avezado en las técnicas de Sofía, podría haber entendido que su respuesta era por la explicación sobre la gestión femenina del viñedo, pero Oteiza sabía que su muy interesante se refería sólo y exclusivamente al soltero y sin compromiso.

—¿Y cómo es que hablas tan bien castellano?

—De pequeño me enviaron a estudiar a un colegio privado en San Sebastián.

—Qué casualidad, Oteiza es de San Sebastián.

Muy bien Sofía, muy bien. Tenías que soltarlo.

—¿Sí? Qué sorpresa. Intuía, por tu apellido, que eras del País Vasco, pero no sabía que fueras de la Bella Easo. Quizás en el pasado nos cruzamos caminando por sus calles. ¿Y cómo es que acabaste viviendo aquí en Madrid?

Oteiza se dio cuenta de que era la primera vez que se dirigía a ella tuteándola.

—Vine a estudiar la carrera, y aquí me quedé.

—Pero mantendrás allí a tu familia… ¿Sueles visitarles a menudo?

La pregunta creó un incómodo silencio. Sofía, por primera vez en toda la velada, no dijo nada, y mantuvo la vista fijada en el plato, mientras removía un trozo de crepe de un lado a otro, sin intención alguna de llevárselo a la boca. Oteiza bebió todo el contenido de su copa de un tirón. DeauVille se dio cuenta que había abordado lo que aparentaba ser un tema incómodo; parecía haber tocado otro de los misterios que rodeaban a la inspectora. Intentó romper el silencio desviando el tema de conversación hacia la galerista.

—¿Como tú, Sofía? ¿También viniste a Madrid a estudiar la carrera?

—No, yo nací en París, pero mi padre, ejecutivo de una empresa francesa, fue destinado a la sede de Madrid. Vine muy pequeña, y he vivido aquí desde entonces. Por eso coincidí con Oteiza en la carrera.

—Ah sí, la inspectora ya me comentó que habíais estudiado juntas Historia del Arte. ¿Y cómo terminaste trabajando para la Policía? —preguntó volviendo a dirigirse a Oteiza.

—Era una salida como cualquier otra.

—No te desmerezcas. Acabó la carrera con unas excelentes calificaciones y se sacó el doctorado con brillantez —añadió Sofía dirigiéndose a DeauVille—. Aprobó las oposiciones con excelente nota y ha progresado con paso firme en la Brigada, resolviendo importantes casos y recibiendo hasta menciones honoríficas. Es una auténtica luchadora a favor del arte y el patrimonio cultural. Una heroína. Querida, deberían hacer un cómic sobre ti.

Vale Sofía, no hace falta que me vendas de esa manera.

Decidió que ya era suficiente. Recogió los platos y regresó a la cocina. Mientras ponía a calentar el magret de pato en el microondas, escuchó cómo comenzaban una entretenida conversación sobre conocidos mutuos: marchantes de arte, coleccionistas privados… Oteiza agradeció que el tema fuera por otros derroteros.

Durante el segundo plato Sofía se dedicó a narrar anécdotas sobre su trabajo en la galería y lo complicado que era tratar con artistas. Podía ser muy divertida en sus narraciones, gesticulando sin parar y haciendo un despliegue de imitaciones que hubieran sido la envidia de cualquier monologuista. DeauVille reía y, en ocasiones, miraba a Oteiza esperando encontrarse con sus ojos, deseando que la conversación hubiera estado más centrada en ella. Acababa de darse cuenta, al verla agarrar los cubiertos, que la inspectora era zurda. Quería saber muchos más detalles sobre ella. Cada vez más.

En el postre, Sofía regresó al interrogatorio.

—¿Y hasta cuándo piensas quedarte en Madrid, Édouard?

—Tengo previsto otro viaje para este fin de semana. En principio vine sólo para la subasta del Ritz, pero ha sido muy interesante alargar mi visita.

Y con el interesante sí que captó la atención de la inspectora. Le mantuvo la mirada unos segundos, hasta que Sofía volvió a hablar.

—Oteiza me ha comentado que has realizado una brillante investigación. —DeauVille sonrió.

¿Brillante? ¿Yo te he dicho brillante?

—La verdad es que esos robos han herido un poco mi propio orgullo. Los franceses, y en esto estarás de acuerdo conmigo Sofía, estamos orgullosos de nuestros vinos. Y como miembro de una estirpe que lo ha cultivado durante generaciones, amo el vino. El vino es uno de los primeros signos de civilización. Aparece en la Biblia, en la obra de Homero, aparece una y otra vez en las páginas de la historia del ser humano, y participa en el destino de los hombres de ingenio. Anima a todos aquellos que aprenden a saborearlo, y castiga a los que lo maltratan bebiéndolo sin moderación. Así que sí, me siento herido.

Oteiza se dio cuenta que aquel sentimiento era bastante similar a lo que ella misma sentía cada vez que se enfrentaba a un nuevo expolio de arte. La rabia que le recorría cuando otra obra de arte era robada, maltratada, ocultada, arrebatando a la gente la posibilidad de emocionarse con su contemplación, privándoles de observar su belleza.

—Pues creo que es hora de que me retire y podáis seguir hablando de esa investigación. Mañana me espera un largo día preparando una nueva exposición.

¡Oh! Venga, Sofía. ¿Desde cuándo eso te ha importado? Si la velada es interesante no te importa alargarla por mucho que madrugues.

Sofía se puso en pie y Édouard correspondió haciendo lo mismo.

—Ha sido un auténtico placer, mademoiselle. Espero que nos veamos en otra ocasión —añadió cogiéndole la mano y acercando sus labios a ella. Sofía se inclinó levemente a modo de reverencia.

Míralos, igualitos que Maria Antonieta y Luis XVI.

—No hace falta que me acompañes que ya sé dónde está la salida —le susurró Sofía al oído antes de plantarle un sonoro beso en la mejilla.

Cuando regresó de llevar los platos del postre a la cocina, DeauVille estaba al fondo de la terraza, apoyado en el muro, mirando hacia algún punto lejano. Oteiza se acercó y se puso a su lado, observando la calle en silencio.

—Un ático impresionante. Tienes muy buen gusto. —Ella sonrió sin mirarle—. Los inspectores de Policía deben de tener un muy buen sueldo para permitirse un alquiler en esta zona de Madrid —añadió girando el rostro para mirarla.

—Tengo algún ingreso extra —respondió ella. Él observó como su gesto volvía a tornarse triste. ¿Qué había dicho ahora? Parecía haber activado de nuevo algún otro de los resortes que la sumían en algo que no sabía identificar. ¿Era melancolía? ¿Era nostalgia?

—¿Es esa tu moto? —preguntó señalando la Monster, que permanecía aparcada en el mismo exacto lugar de siempre, a la sombra del Cristo Nazareno. Ella emitió un sonido de aprobación.

—Impresionante máquina. No esperaba menos de ti. —Aquello la hizo sonreír de nuevo.

—Y dime, teniendo el Hotel Palace aquí enfrente… ¿no has sido testigo de alguna escena anecdótica a través de sus ventanas? ¿Alguna sesión de sexo de huéspedes apasionados? ¿Algo embarazoso con algún famoso? —Oteiza empezó a reír.

—No, una pena. Parece que a todos sus ilustres huéspedes los alojan en habitaciones con vistas al Congreso o al Paseo del Prado.

—Qué lástima. —DeauVille se dio cuenta de lo atractiva que estaba en aquel preciso momento: apoyada en el muro, con el torso inclinado, mientras la brisa nocturna mecía lentamente los mechones que habían escapado del recogido, con aquella amplia e informal camiseta que dejaba al descubierto uno de sus hombros. Estaba realmente preciosa cuando reía; y era una pena no verlo más a menudo. Acababa de descubrir que si le regalaba una sonrisa, no podía dejar de mirarla.

—Me he dado cuenta de una cosa —añadió. Ella levantó una ceja a modo de pregunta—. Que no sé cómo te llamas. —La inspectora sonrió—. Hasta Sofía te llama por tu apellido.

—Prácticamente todo el mundo lo hace.

—Pero tendrás un nombre.

—Tengo un nombre.

—¿Y no vas a decírmelo? ¿No me lo he ganado? —Oteiza le mantuvo la mirada unos segundos, divertida.

—Me llamo Anne.

DeauVille quedó nuevamente capturado por su sonrisa. No dijo nada, sólo permaneció allí, mirándola, hasta que ella se dio cuenta de la intimidad que se había formado entre ellos, y de nuevo inició el camino de huida.

—¿Has podido saber más sobre las botellas?

—Sí, algo muy interesante. Ven.

DeauVille se acercó a la mesa y esperó a que ella se sentase. Y en vez de sentarse enfrente, lo hizo a su lado. Cogió el bolso y extrajo una carpeta repleta de papeles antes de comenzar a hablar.

—La alta jerarquía nazi se enorgullecía de sus conocimientos del vino y poseían enormes colecciones propias. El mariscal de campo Göring prefería los grandes Burdeos, y estaba particularmente encaprichado con el Château Lafite-Rotshchild. Según el arquitecto del Tercer Reich, Albert Speer, que también fue Ministro de Armamentos y Municiones, pocas cosas le gustaban tanto a Göring como descorchar una botella de Lafite-Rotschild y quedarse hablando hasta altas horas de la noche. —DeauVille sacó una foto de Göring—. Speer también dijo que la única vez en la que logró acercarse al cruel y tirano Göring como persona, fue una noche compartiendo una botella especial de Lafite. Joachim von Ribbentrop, el Ministro de Asuntos Exteriores, era un gran amante del Champagne. —Colocó su foto sobre la mesa—. Durante la ocupación alemana, ninguna región sufrió tantos saqueos como la región de Champagne. Los soldados alemanes requisaron casi dos millones de botellas durante las primeras semanas de ocupación. Y durante la guerra no dejaron de exigir cantidades cada vez mayores, que los viticultores de la zona eran incapaces de satisfacer. La Kriegsmarine, la Wehrmacht, la Lutwaffe, todos querían botellas de espumoso. La Resistencia Francesa se dio cuenta de que podía empezar a prever los movimientos de tropas alemanas estudiando los pedidos que realizaban de Champagne. Por ejemplo, a finales de 1941, los alemanes encargaron un enorme pedido y solicitaron a las bodegas que las botellas fueron taponadas y embaladas para evitar sufrir daños en su viaje a un país muy caluroso. Ese país resultó ser Egipto, donde Rommel planeaba iniciar su campaña norte-africana. La Resistencia envió esa información a la inteligencia británica.

—Fascinante —comentó Oteiza.

—¿Verdad que sí? ¿A que no te imaginabas que el vino tuviera tanta importancia durante la guerra?

—Para nada, pero sigue, por favor.

—Los pedidos que requerían los mejores Champagne eran para satisfacer la demanda de la Platterhof, la casa de invitados de Hitler que estaba situada junto al Berhgof, y el propio Berhgof, el chalet del Furher en las montañas.

—La mansión que comentaste el otro día, la de 30 habitaciones junto al Nido de las Águilas, donde se reunía el alto mando alemán.

—Exacto. Por lo visto, las veladas en las que Hitler reunía a su séquito alrededor de la lujosa chimenea de jade verde del salón principal, eran soporíferas a más no poder. A partir de la una de la madrugada algunos miembros del séquito no podían contener los bostezos por mucho esfuerzo que hicieran para controlarse. Así que abrían las mejores botellas de espumoso en el vano intento de animar aquellas veladas estériles. Así que es comprensible que la bodega del Nido del Águila estuviera tan bien surtida de botellas de las mejores bodegas de Champagne.

Édouard sacó de la carpeta una nueva hoja.

—He hecho un nuevo listado de las botellas robadas, centrándome sólo en las de Champagne. Hay unas cuantas Moet & Chandon, Mumm y Pommery, pero las más valiosas son las Perrier Jouet. Los nazis tenían especial cariño por las Perrier Jouet. He rastreado las subastas realizadas en los últimos años, buscando botellas de Perrier Jouet anteriores a la Segunda Guerra. Y mientras efectuaba ese rastreo, y por casualidad, y después de dos pastillas de ibuprofeno para combatir el dolor de cabeza que me provocó la tediosa búsqueda —Oteiza sonrió—, me he topado con una noticia realmente interesante: La casa Perrier Jouet va a realizar una exposición de tres de sus mejores botellas de las décadas de 1920 y 1930 en un evento patrocinado por ella. —DeauVille puso sobre la mesa una foto de las tres botellas, con sus característicos dibujos florales ascendiendo por el cristal—. He llamado a mi enóloga, Christine, que también trabaja para ellos en ocasiones, y me ha confirmado la historia de esas tres botellas. Las tres fueron rescatadas del Nido del Águila.

—¿Son del Nido del Águila? ¿Y crees que pueden ser un objetivo?

—Si yo fuera el ladrón, esas serían las elegidas.

—¿Y dónde es el evento? —La inspectora ya pensaba en los posibles movimientos de anticipación.

—En el Festival de Cine de San Sebastián. Dentro de dos días. El sábado por la noche. Ya he hecho reserva en un hotel de la ciudad. Ya he comprado los billetes de avión.

San Sebastián.

Oteiza empezó a notar cómo el ritmo de su corazón se aceleraba.

San Sebastián.

—Tenemos que ir. Tenemos que estar allí por si es el siguiente robo.

Empezaba a faltarle el aire. No podía volver a San Sebastián. No había vuelto desde que se fue de allí con dieciocho años. Sintió cómo la angustia nacía en su estómago. Se puso en pie.

Tranquila, Oteiza, tranquila.

—Espera DeauVille, espera. Las cosas no funcionan así. Hay que informar a la policía autonómica, a la Ertzaintza. Tengo que informar al Inspector Jefe. Me tienen que dar permiso para ir hasta allí, cosa que veo improbable que hagan.

—¿Por qué? Ahora eres quien más información tiene de la investigación. Y tienes un posible objetivo. ¿No te gustaría pillarles in fraganti? Esta puede ser la ocasión.

—No puedo ir a San Sebastián. No puedo. No puedo. —No paraba de negar con la cabeza.

—Es durante el fin de semana. Pasamos el sábado y el domingo allí, y si no hay robo, el lunes estás de vuelta en Madrid para continuar con el trabajo en comisaría.

No puedo. No puedo. No puedo.

—DeauVille, no es tan fácil. Déjame que lo consulte antes con el Inspector Jefe y el Comisario. No es una decisión que pueda tomar sola. Mañana en cuanto sepa algo te llamo. —Édouard la observó preocupado. Sus ojos se habían oscurecido. Todos los músculos de su cuerpo estaban tensos. Le costaba coger aire, aunque intentaba disimularlo. Era como si hubiera caído una manta de oscuridad sobre ella. ¿Qué había ocurrido? ¿Era por algo que había dicho? ¿Por ir a San Sebastián?

—Y ahora, si me disculpas, se ha hecho tarde y…

—Por supuesto —contestó rápidamente Édouard. No supo que más decir. No se atrevió a preguntar más. Cuando se quiso dar cuenta la puerta se cerró a sus espaldas. Se quedó allí unos segundos, escuchando, intentando entender qué había sucedido. Tenía la impresión de haber provocado la caída de Oteiza a alguno de sus infiernos.

Ella cayó al suelo sentada, con la espalda apoyada en la puerta que acaba de cerrar. Bañada en sudor, los ojos cerrados, esforzándose por coger aire, una vez, otra, despacio, despacio, intentando mantener la calma, intentando evitar el ataque de ansiedad.

Tranquila, Oteiza, tranquila.

Sabía reconocer los síntomas. Se agarró la cabeza entre las manos, se concentró en mantener la calma, pero cada vez que la idea de volver a San Sebastián pasaba por su mente, un nuevo escalofrío la recorría entera.