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Estás incómoda. El cuello alto del jersey te aprieta. Las piezas de kevlar del chaleco antibalas se te clavan en la espalda y en las costillas. Vuelves a sacar tu HK reglamentaria de la funda que has adherido con velcro a tu muslo izquierdo. Trece cartuchos en el cargador, uno en la recámara. Vuelves a enfundarla. Dos cargadores extra en los bolsillos delanteros del chaleco. Das una vuelta más a la goma que sujeta tu cabello en una coleta. Te aseguras de que el auricular de la radio encaja bien en tu oído. Te enfundas los guantes de cuero.

Estás sentada en el asiento del copiloto del coche camuflado. Bertrand está a tu lado. Ha caído la noche sobre Burdeos, y la humedad del puerto se adhiere pegajosamente a las ventanillas del vehículo. Apenas has dormido la noche anterior; has llegado la primera a comisaría, cuando apenas despuntaba el día. En la primera reunión de la mañana se han confirmado totalmente tus sospechas. Koehn es Köhn. Michael Schneider, Michael Koehn, es el nieto de Heinrich Koehn. Quiere terminar el trabajo que inició su abuelo. Quiere encontrar Los Jueces Justos.

La segunda reunión del día ha sido alrededor de los planos de la base de submarinos. Estudiando sus entradas, sus salidas, sus pasadizos. Es un auténtico laberinto semiabandonado con partes destruidas y zonas anegadas cuando sube la marea. Habéis trazado un plan, por si esta noche el punto azul y el punto rojo vuelven a decidir encontrarse aquí.

El resto de la jornada la has pasado intentando concentrar tu mente redactando los informes operativos. Intentando no acordarte de él, de su mensaje. No lo has conseguido, como tampoco lo estás consiguiendo ahora.

Estáis ocultos en la oscuridad junto al antiguo almacén de gasoil de la base, otra imponente mole de hormigón armado situada a varias decenas de metros del camino de acceso. No hay movimiento en la entrada de Les Ateliers. Sólo los mismos coches aparcados que el día anterior: vehículos alquilados bajo nombres falsos. Sean quienes sean, no han salido de la base desde ayer. Oyes el chisporroteo de la estática en la radio antes de escuchar la comunicación del equipo de seguimiento. La berlina negra de alquiler de Schneider está llegando. Ves sus faros, traqueteando al pasar por los baches de la pista de tierra. Levantas los prismáticos de visión nocturna. Schneider aparca, sale tranquilamente del coche, y alguien le abre la puerta desde dentro.

Enciendes el portátil. El punto azul de Christine aún está recorriendo la Route des Châteaux. Venga, ven aquí, acabemos con esto de una vez. Notas por el rabillo del ojo como Bertrand te observa en la semioscuridad. No estás nerviosa, estás inquieta; estás ansiosa. Que pase ya lo que tenga que pasar. Y que sea esta noche.

Transcurren los minutos. Lentamente. Todo el mundo está en su puesto. Veinte agentes en total. De Seguimiento y de Intervención. De Bienes Culturales, sólo Bertrand y tú. ¿Hace cuánto que no disparas? le preguntas para romper el silencio. Lo hago todas las semanas, te responde. En la galería de tiro, añade cuando te giras para mirarle. Sonríe. Él siempre sonríe en estas situaciones. Es su modo de manejar la tensión. Tú vuelves a revisar todo tu equipo, otra vez. Esa es tu manera de sentirte preparada.

El punto azul se acerca al puerto. Cierras el portátil. Vuelve a oírse el chisporroteo de la radio. Atención, escuchas. Deportivo negro Aston Martin DB9 siguiendo a media distancia al 4x4 del sujeto de seguimiento. Comprobando matrícula. Sientes un escalofrío. ¿DB9? No puede ser. Subes la mano. Te aprietas con los dedos entre los ojos. No puede ser.

El coche de Christine aparece por el camino. Aparca junto a la entrada. Su verde silueta aparece en tus prismáticos. Rebusca en su bolso. Sea lo que sea lo que busca, no lo encuentra. Acerca la mano a la puerta metálica y la golpea, dos veces. Abren y desaparece en el interior.

Ves llegar el DB9, oyes el ronroneo de su motor; rueda lentamente frente a vosotros. Se encienden las luces de freno. Se queda quieto unos segundos. Contienes la respiración. Vuelve a ponerse en movimiento, gira y se acerca a la entrada. Casi al mismo tiempo llega la confirmación por la radio. Vehículo registrado a nombre de Édouard DeauVille. Miras a Bertrand. Él, que estaba observándote esperando tu reacción, gira el rostro hacia delante rápidamente. No te dice nada. No hace falta. Miras a través de los prismáticos. Ahí está, con vaqueros, con una cazadora de cuero, bajándose del coche. Mira dubitativo hacia los lados. Se acerca a la puerta. Saca algo del bolsillo del pantalón. Acerca la mano a la puerta, y la abre despacio. Mira al interior, antes de desaparecer también por ella.

No me jodas Édouard. Tú hasta tienes llave para entrar.

Bertrand te mira. ¿Estás lista? te pregunta. Sigues mirando la puerta, pero tras unos segundos asientes. Vamos allá, le respondes. Da la señal por radio. Todo el mundo a sus posiciones. Arranca el coche. Veis llegar dos furgonetas negras de la Police Nationale. Dos equipos esperaran en la puerta de Les Ateliers la señal para entrar. Bertrand lleva el coche hasta el enorme parking principal. Vosotros y otros dos equipos de cuatro hombres entraréis por el acceso al público; la parte más alejada. El plan es recorrer el interior de las instalaciones hasta encontrar la zona donde se reúnen. El resto de hombres cubrirán el perímetro exterior.

Coges la linterna y te bajas del coche. Asciendes la vista y te sorprende el tamaño de la gran estructura de hormigón. Aquello es como un descomunal hangar de aviones construido sobre el agua. La cubierta se eleva a unos ocho pisos de altura, donde retorcidas varillas de forjado nacen de las partes destruidas por los bombardeos. Desenfundas tu arma. Os acercáis a la enorme puerta de acceso. Los ocho agentes del cuerpo de intervención se reúnen con vosotros: ocho imponentes tipos de casi dos metros de altura, con aspecto militar, vestidos de riguroso negro excepto el casco azul, con el rostro tapado por pasamontañas, empuñando subfusiles MP5 con mira láser y silenciador. Un responsable del ayuntamiento os entregó las llaves por la tarde, así que Bertrand abre la cerradura y empuja lentamente la pesada puerta, deslizándola lo justo para dejar un hueco por el que podáis entrar.

Los ocho tipos son los primeros en acceder. En cuanto entras te das cuenta de la inmensidad de aquel lugar. Es como entrar en una catedral con once altísimas naves centrales. Los silos para los submarinos tienen unos cien metros de largo. Largas lenguas de agua turbia se internan desde el puerto recorriendo la estructura. Todo lo que te rodea es sucio y mugriento; el perfecto reflejo de tu estado de ánimo. Gruesos muros de un metro de espesor separan un silo de otro, y cada veinticinco metros un hueco abierto en el muro conecta los diferentes atraques. Huele a salitre y a óxido, un olor denso y penetrante. Cruzáis por la pasarela de madera construida sobre el primer silo para que el público pueda acceder a la zona de exposiciones. Hay flotadores de color rojo en las barandillas metálicas, preparados ante la posible caída de algún turista. Sus bandas reflectantes brillan bajo la luz de vuestras linternas, como si os recriminaran el romper la paz de su descanso nocturno.

Camináis con sigilo por el pasillo entre dos de los silos, bien pegados a los muros de hormigón. Esta noche no llueve sobre Burdeos, pero allí dentro cientos de gotas se filtran por las grietas de la estructura y caen al agua salada emitiendo graves plofs que resuenan con el eco de la nave. Ves las oxidadas piezas de amarre en el suelo, que hace años sujetaron las maromas para evitar el desplazamiento de los submarinos atracados. Te fijas en las pintadas de las paredes: frases en alemán, mensajes de advertencia, supones, o indicaciones para las operaciones de amarre.

Al llegar al fondo del silo giráis a la derecha, hasta llegar a una impresionante puerta deslizante de doble hueco que debía ser la defensa de zona en caso de ataque. Está tan oxidada que parece que haya permanecido así, medio abierta, desde los años cuarenta. Al atravesarla entráis en un pasillo negro como la noche, y pronto llegáis a la primera bifurcación. Os comunicáis con gestos, y seguís el plan establecido sobre el plano. Medio equipo por un lado, medio equipo por el otro. Sigues a los cuatro tipos, Bertrand a tu espalda, cerrando el grupo.

Sientes el peso del arma en tu mano izquierda, la palma apretando con firmeza la culata. Mantienes el brazo paralelo al cuerpo, mientras con la mano derecha orientas la linterna. Caminas calculando cada paso, ajustando tu velocidad a los hombres que te preceden, dejando la distancia adecuada. Cada veinte metros encontráis puertas metálicas, aseguradas con grandes cerrojos desde fuera. Os detenéis en cada una de ellas. Os quedáis a la escucha. Continuáis caminando. Una nueva bifurcación aparece al final del pasillo: hay una vieja escalera metálica que asciende en la oscuridad. Os volvéis a separar. Dos hombres continuarán por el actual nivel. Otros dos subirán con vosotros al nivel superior.

Pisáis con cuidado cada escalón, intentando hacer el menor ruido posible. El olor es aún más denso en este nivel. La humedad se convierte en un manto incómodo y pegajoso. Agradeces llevar los guantes de cuero. El pasillo al que accedéis tiene el suelo y los muros negros como el carbón. Aquí hubo un voraz incendio años atrás. Hay partes desconchadas, y varillas de hierro retorcidas por el calor que surgen de las paredes como trampas cortantes. Las esquivas con cuidado, mientras os seguís internando en este oscuro infierno. Aparecen nuevas estancias, esta vez con las puertas abiertas. Los dos hombres que te preceden entran en ellas y las revisan, mientras Bertrand y tú cubrís el hueco de la puerta, cada uno pegado a la pared, bien atentos a los extremos del pasillo. Repetís el proceso en cada sala; sólo son viejos vestuarios llenos de antiguas taquillas olvidadas, llenas de polvo y herrumbre. Todo aquí huele a dejadez y abandono.

Llegáis a una nueva bifurcación. A partir de aquí, seguiréis Bertrand y tú solos. Le miras, y él asiente. No hace falta más comunicación. Tú vas primero. Ahora levantas la linterna e iluminas el camino. Y apoyas la culata de la pistola en el dorso de la mano. A donde apunte el haz de luz, apuntará tu arma. Caminas despacio, muy despacio. Atenta a cada ruido, a cada crujido, a cada goteo del agua; respiras lentamente, evitando que los latidos de tu corazón resuenen en tus tímpanos y lo ensordezcan todo. Cuando os acercáis a un giro del pasillo, te pegas al muro, y esperas a que Bertrand llegue. Y él se interna, mientras tú sacas la cabeza y el arma por la esquina para cubrirle. Y así proseguís, avanzando, intercambiando las posiciones en cada viraje, en cada entrada a las abandonadas salas que vais encontrando.

En uno de los giros, veis un ligero resplandor al fondo. Vuelves a mirarle. Notas la tensión en su mandíbula. Apagáis las linternas, y camináis lentamente. El pasillo finaliza en una iluminada nave de la que no sólo surge luz, sino también el sonido de unas voces. Las paredes de uno de los laterales del pasillo se transforman en pequeños muros de un metro de altura. La luz es cada vez más potente; ya os ilumina. Las voces son más claras. Os agacháis y camináis en cuclillas, bien pegados al muro. Desde allí ves la parte alta de la nave, una estructura de vigas metálicas de la que cuelgan las viejas lámparas que la iluminan. Os quedáis agachados, pegados al muro. Ahora reconoces la voz que viene de abajo; es Schneider.

Esto ha sido toda una sorpresa, le oyes. Miras a Bertrand. Y muy lentamente, te yergues. Elevas tu cabeza por encima del muro, y miras un segundo a la parte de abajo antes de volver a esconderte. Es una vieja sala de maquinaria. Hay varios viejos motores diseminados por ella, y un montón de armarios metálicos pegados a las paredes. Hay una mesa de madera en el centro. Schneider está de espaldas, medio sentado en ella.

Vuelves a ascender la cabeza, sólo un segundo. Vale, hay cuatro tipos más. Enormes. Cuadrados. Cerca de los armarios, mirando hacia Schneider. Muy parecidos a los que viste armados dentro de L’Ambivalence. Uno tiene el brazo en cabestrillo. Seguramente sea el que heriste en la noche del robo al Château. Levantas cuatro dedos ante Bertrand. Él asiente. Coloca el dedo sobre el pulsador de la radio y se queda a la espera. Vuelves a oír la voz de Schneider. Así que guardaba otras dos botellas, Monsieur DeauVille. Qué callado se lo tenía. ¡Château DeauVille 1936! Bertrand aprovecha el momento para ocultar bajo la voz su susurrante mensaje: Localizados. Sala 4A. Eso será suficiente para que el resto del equipo se aproxime y se centre en rodear la estancia en ambos niveles, y se quedarán a la espera hasta que deis la señal de entrar.

Vuelves a echar un rápido vistazo. Pero esta vez no te gusta lo que ves. Y alargas el segundo antes de volver a agacharte. Édouard está sentado en una silla frente a Schneider. Tiene las manos a la espalda. Christine está de pie detrás de él. Haces un gesto a Bertrand. Si camináis agachados bordeando el muro hasta el lateral contrario, os podréis asomar de espaldas a todos ellos, y habrá menos posibilidades de que os vean. Te sigue mientras lentamente te deslizas pegada al murete. Vuelves a asomarte en la nueva posición. Édouard tiene las manos atadas con una brida. Sobre la mesa hay dos botellas de vino. No está implicado, no está implicado, repites en tu mente. ¿Pero qué demonios hace aquí?

No le importará que las abra, ¿verdad? escucháis al alemán. Un buen vino es para beberlo así, entre amigos. Cada palabra destila ironía. Le oyes descorchar la botella, y verter el vino en una copa. Esperas. Supones que lo está catando, que lo está bebiendo. Pero lo siguiente que oyes es cómo lo escupe, cómo lanza la copa al suelo y el cristal estalla en pedazos. Te levantas para mirar justo en el momento en que grita un ¡Pero qué mierda es esto! Le ves inclinar la botella, verter el vino al viejo suelo de cemento, y mirar en su interior. Ves la furia recorrerle el cuerpo. Ves cómo lanza la botella contra la pared, que se rompe con el impacto. Saca una pistola bajo su americana y se acerca a Édouard.

Esta vez no te agachas. Te quedas quieta, muy quieta, sin perder detalle, expectante. Aprietas la culata del arma y levantas la mano lentamente. Bertrand lo ve y se gira, dispuesto para incorporarse con rapidez y disparar si es necesario. ¿A quién pensaba engañar? ¡Valiente estúpido! grita Schneider colocando su rostro a pocos centímetros de Édouard. ¿Para eso ha venido aquí? ¿Pensaba que podía entrar y no íbamos a descubrirle? Su gesto se transforma en una mueca de asco, levanta el brazo y asesta a DeauVille un tremendo golpe en la cabeza con la culata de la pistola. El cuerpo de Édouard cae violentamente al suelo. Christine grita un afectado No, y hace el amago de inclinarse, pero Schneider la agarra de la muñeca, tira despiadadamente de ella y le propina un sonoro bofetón en la mejilla. Y tú te has dejado seguir, te has dejado engañar. Nunca aprendes, por más que te quiera enseñar, nunca aprendes. Ella le mira con terror en los ojos. El alemán hace un gesto a uno de los enormes tipos; se acerca y le asesta a Édouard una terrorífica patada en las costillas. El grito que emite ante el impacto te hiela la sangre. Te agachas y apoyas la espalda en el muro. Cierras los ojos. Oyes otra patada, y otra, y un espeluznante alarido detrás de otro. Abres los ojos y buscas a Bertrand. Hay que actuar ya le dices con la mirada. Él coge el pulsador de la radio para emitir la orden, pero antes de que accione el interruptor, volvéis a oír la voz del alemán.

Coge a esta basura y pégale un tiro. Después, tíralo al agua. Mañana tendremos un bonito titular en los periódicos: Famoso dueño de Château de Burdeos aparece flotando en el puerto con un tiro en la cabeza.

Te asomas. El enorme tipo levanta a Édouard del suelo con una sola mano, agarrándole del cuello de la cazadora de cuero. El golpe con la culata le ha abierto la ceja, y el reguero de sangre le cubre medio rostro. Está atontado, abotargado por el dolor de los golpes. Le cuesta mantenerse en pie, le cuesta andar; mantiene las manos atadas a la espalda mientras es empujado hacia una de las salidas de la sala. Cuando desaparece por ella miras a Bertrand con gesto desesperado. Ve, ve, ve, te susurra con urgencia. Da igual, ya estabas poniéndote en movimiento, ya estabas gateando con rapidez pegada al muro, regresando al pasillo por el que habéis venido.

Tienes que bajar al nivel inferior lo más rápido posible. Tienes que encontrar el camino de regreso a los silos antes de que aquel maldito capullo ejecute la orden recibida. Corres por el oscuro pasillo lo más rápido que puedes. El haz de la linterna se mueve nervioso de un lado a otro. Bifurcación a la izquierda. Zona del incendio, sorteas los hierros retorcidos, encuentras las escaleras. Antes de bajar apuntas con el arma, y oyes el sonido de tus botas al pisar cada escalón. Ha empezado a temblarte la mano, ha empezado a temblarte el brazo. Venga Oteiza, venga. Tienes que encontrarles, tienes que encontrarles.

Caminas deprisa, pero miras con cuidado antes de girar en cada recodo. Ya estás en el nivel inferior, tienen que estar cerca. Llegas a la enorme puerta oxidada de doble hueco, y sales a la inmensidad de los silos. Apagas la linterna. Te cubres en el primer muro. Agudizas la vista y el oído. ¿Dónde demonios están? Pasas a cubrirte en el siguiente muro. Y después al siguiente. Y entonces les ves. Una gran sombra que empuja a otra, que camina por el último silo, entre la pared y las cuerdas raídas que formaban la vieja barandilla. El maldito cabrón quiere asestarle el tiro mortal junto a la salida al puerto. No te va a dar tiempo a llegar por detrás. Piensa, Oteiza, piensa. Intentas tragar saliva, pero tienes la boca seca. Venga, Oteiza, venga.

Te internas en el penúltimo silo. Caminas por él paralela a ellos, sin perderlos de vista. Te ocultas tras el muro que los separa, y pasas rápido cuando llegas a los huecos abiertos, para mantenerte oculta el máximo posible. Hay quince metros de agua entre vosotros. Un leve resplandor de la iluminación portuaria entra por las bocanas y te permite ver en la penumbra los escombros del suelo. Las piezas de atraque, los trozos de hormigón, las viejas maromas abandonadas, que esquivas con cuidado para no tropezarte.

Las dos sombras llegan al final. Te agachas en el último hueco. Con la rodilla en el suelo y el hombro apoyado en el hormigón, apuntas con el arma. Pero ahora las dos sombras son una sola, y no ves claro el objetivo. No puedes disparar así. Puedes darle a Édouard. Mierda, mierda, mierda. Ves cómo saca el arma, oyes cómo acciona la corredera. Mierda, mierda, mierda. Muévete capullo, ponte a tiro. Hijo de puta, ponte a tiro.

Y entonces ves una enorme pieza metálica colgando de la pared. A pocos metros detrás de ellos. Parece un viejo transformador de corriente, medio descolgado y olvidado. Cambias el arma de mano, y buscas en el bolsillo, rápido, muy rápido. Sacas la piedra de grava blanca, y sin darte tiempo ni a pensar, la lanzas hacia aquella pieza metálica. Mientras viaja por el aire dejas de respirar. Si rezases, ahora estarías emitiendo una plegaria porque llegue a su destino. Y lo hace; la piedra golpea el metal, y el gong que emite hace que el tipo se gire; apunta con el arma en esa dirección intentando vislumbrar en la oscuridad. Un segundo, quizás dos, tiempo de sobra. Tiempo de sobra para levantar tu HK, aguantar la respiración, apuntar, y disparar. Un tiro. Dos. Bien centrados. Rompen el silencio, viajan por el eco de la nave, impactan en la enorme sombra. Y la sombra se sacude, se inclina, y cae al agua sucia. Coges aire. Édouard se desploma, cae de rodillas. Agacha la cabeza. Y te levantas y sales corriendo, volviendo atrás en el silo, pasando al siguiente, y das grandes zancadas; nunca corriste como en este preciso instante; corres, corres, corres, y ya estás, ya estás cerca de él, ya estás junto a él.

El enorme tipo flota en el agua, boca abajo. Te arrodillas frente a Édouard. Pones la mano en su mentón y le levantas lentamente el rostro. Su ojo izquierdo está prácticamente cerrado por la sangre que ha comenzado a coagularse a su alrededor, pero te mira, y te ve, y te reconoce, y aparece en sus labios el atisbo de una sonrisa, y oyes un Anne que te alivia el alma, que te quita la losa de los hombros. ¿Estás bien? le preguntas. Ahora sí, te responde.