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Recorres tu habitación descalza, sintiendo el frío en las plantas de los pies. Te miras en el espejo de cuerpo entero y te observas las cicatrices que la vida ha ido dejando sobre tu piel. La del pecho, las del costado, las de la espalda. Esas son las que se ven, porque por debajo de las fibras, de los músculos, de los huesos, están las otras, las que no se ven, las que en la oscuridad de la noche, de las madrugadas de insomnio, vibran, despiertan, comienzan a hablar y a torturarte como viejos demonios borrachos llamando a la puerta de tu cordura.
Tienes seis años. Finales de verano en su más luminosa encarnación, el Sol derramándose desde un impoluto cielo azul, y en las jardineras las flores brillan bajo el rocío y sus colores empiezan a despuntar bajo el calor de los primeros rayos solares. Oyes la voz de tu madre en la cocina, y sales corriendo hacia ella, en pijama, sin zapatillas, porque cuando tienes seis años nada importa, sólo la voz de tu madre sonando al final del pasillo. Y allí te espera ella, en cuclillas, con las manos extendidas hacia ti, con su gran sonrisa. Con esa sonrisa que será lo último que olvides de ella, lo que perdurará cuando pasen los años y en tu memoria empiecen a diluirse los rasgos de su rostro. Y bajo aquellos rayos de Sol que entran por la ventana de la cocina de aquella mañana de verano, ves su anillo, brillando como una estrella sujeta a su dedo anular. Es el primer recuerdo que tienes de tu infancia, el más antiguo, el abrazo de tu madre y la luz sobre ese anillo; el mismo anillo que ahora tienes entre tus dedos, que volteas una y otra vez, que es el símbolo que elegiste para recordarla, para no olvidarla.
Miras el anillo, y miras tu imagen reflejada en el espejo. Y no te reconoces, te ves como una extraña. Y piensas en lo diferente que podría haber sido todo, en la diferente vida que podrías haber llevado. Tu cuerpo no sería este cuerpo marcado por cicatrices. Sería otro cuerpo, el de una abogada madre de familia, con una respetable carrera, con una casita adosada en algún barrio residencial de San Sebastián, con un antiguo compañero de la universidad convertido en marido, en padre de tus hijos. Sientes un escalofrío y te pones la bata.
¿Es esto lo que hubiera querido tu madre? ¿Tu cuerpo marcado por las cicatrices bajo el uniforme de policía? ¿El sacrificio de tu vida personal por el hecho de que no has conseguido olvidar? ¿Estaría ella de acuerdo con todas las decisiones que has tomado desde entonces? ¿Estaría ella orgullosa de ti? Dejas el anillo sobre el tocador y te sientas en el ancho taburete que tienes enfrente. Y vuelves a ver tu rostro en el pequeño espejo que utilizas para maquillarte.
Tienes 18 años, y han pasado ya cuatro días desde que saliste del hospital. Has llorado mucho, te has agarrado a tu padre para no caer en el abismo. Él se ha agarrado a ti para no perder la razón. Pero ahora, cuando te han visitado todos tus familiares, cuando todos te han dado el pésame, estás en la habitación de tu madre, frente a todas sus cosas, su ropa, sus pequeños tesoros, y entonces sientes un nuevo dolor aún más desgarrador. Entonces sientes que el corazón te va a reventar en el pecho, y un momento después ya no puedes respirar. Entonces es cuando tu cuerpo se desconecta y caes al suelo. El pánico se ha apoderado de ti. Sientes cómo la sangre deja de fluir por tus venas, y poco a poco tus brazos y piernas se vuelven de cemento. Eres de piedra, yaces en el frío suelo, incapaz de moverte, muerta de miedo, porque crees que vas a morir en ese preciso instante. De tu garganta no consigue salir ningún sonido, sólo un silencioso bramido de terror. Sientes como tu cuerpo se deja llevar por las oscuras y tenebrosas aguas de la muerte. Es el primer ataque de pánico de los varios que tendrás a lo largo de tu vida. No puedes soportar la injusticia del destino, no puedes soportar la verdad, y tu única respuesta es la fuga, desconectar de la realidad transformándote en un cuerpo inerte.
Con el tiempo aprenderás a controlarlo, aprenderás a sobrellevarlo, pero tu cuerpo seguirá buscando ese modo de huída. Y te miras de nuevo en el espejo, y suspiras, porque en mañanas como esta vuelves a tener 18 años, y te gustaría que ella estuviese aquí para preguntarle si estás haciendo lo correcto. Y vuelves a echar muchísimo de menos a tu madre.
Te vistes rápidamente. Quieres huir de todos estos pensamientos. Buscas de nuevo tu vía de escape, el truco al que siempre echas mano: la rutina. La automatización de tu vida. La planificación exacta de las horas que componen tu día. Horas que llenas con trabajo y más trabajo. Huyendo hacia adelante. Pero hace tanto tiempo que escapas así, que ya no te das cuenta de que es una huída.
Un café rápido y bajas a la calle. Te acercas a tu moto, que espera latente y dócil donde la aparcas cada noche. Día tras día la dejas en el mismo exacto lugar, en la misma exacta posición. Si midieses con una cinta métrica la distancia entre la moto y la pared, siempre sería la misma. No cambiaría ni un sólo centímetro. Invariable. La campana de la iglesia anuncia que son las ocho en punto. Siempre suena mientras te estás poniendo el casco. Porque todos los días te lo pones en ese exacto minuto. Invariable. Te enfundas los guantes y te sientas sobre tu montura. Y antes de pulsar el botón de encendido, antes de que los cien caballos de tu Monster comiencen a rugir entre tus piernas, haces lo que siempre haces en ese mismo momento. Subes la vista y miras al Cristo Nazareno. Invariable.
Tienes 26 años, y acabas de terminar la carrera. Es una tórrida y desértica tarde de Agosto, a la hora de la siesta, con un pegajoso calor que sube desde la acera. Ya eres una licenciada en Historia del Arte por la Complutense. Quieres seguir viviendo aquí, en Madrid, pero buscas algo diferente a tu apartamento de estudiante. Buscas soledad. Paseas por el Barrio de Las Letras, y te gustan sus calles, su ambiente, su cercanía a los grandes museos. Caminas por la calle Cervantes, y llegas a la Iglesia de Jesús de Medinacelli. Y cuando vas a girar en la esquina, subes la vista, y le ves. Sus ojos tallados en la piedra, su mano en el pecho, la leve inclinación hacia adelante. Es el Cristo Nazareno. Te quedas en mitad de la acera, mirándole, y hay algo que te sobrecoge. Parece decirte un Lo Siento no pronunciado. Te sientes atravesada por una ráfaga de compasión y de pena. Y Él te sigue pidiendo perdón, y en tu mente sólo oyes el Lo Siento, uno detrás de otro, repitiéndose sin cesar, y mientras continúas en tu estado hipnótico bajo aquella estatua de piedra, giras tu cuerpo y observas el edificio de enfrente. Su fachada color crema haciendo esquina, el curioso símbolo circular en la barandilla de forjado de cada ventanal. Y ves el letrero de alquiler en el ático. Y entonces sabes que lo has encontrado. Este será tu lugar a partir de ahora.
Han pasado diez años desde aquella calurosa tarde. Tienes 35 años. Estas a punto de cumplir 36. Han pasado muchas cosas, pero en realidad no ha cambiado nada. Aquí estás, como cada mañana, bajo el Cristo que siempre te pide perdón. No ha dejado de hacerlo ni un sólo día en todos estos años. Aprietas el botón del encendido. Y el motor bicilíndrico emite su grave rugido, y la vibración recorre tu cuerpo. Metes primera y sueltas embrague. Y aceleras, más de lo recomendable, dejando en la acera una agresiva marca negra. Otra más. Porque como cada mañana, hoy sigues sin aceptar sus disculpas.