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Calculó el tiempo preciso para llegar al Hotel Ritz dando un paseo por el Museo del Prado. No quería llegar con los primeros invitados a la subasta; quería pasar desapercibida. Agradeció que el Ritz se encontrase tan cerca de su casa; el suave y ligero vestido de gasa negra que había escogido para la velada no era nada práctico para montar a horcajadas en una moto de mil centímetros cúbicos.

Atravesó la puerta giratoria del emblemático hotel y se encontró con la amplia y lujosa recepción. Una mesa con espectaculares adornos florales presidía el centro de la circular estancia, decorada con un estilo clásico de columnas griegas de mármol rosa, y una escalinata de brillante alfombra roja partía a su izquierda hacia pisos superiores. Se quedó quieta unos segundos, dudando sobre la dirección a tomar. La subasta iba a llevarse a cabo en el Salón Real, pero Oteiza no tenía ni idea de la localización de dicho salón dentro del hotel, así que decidió seguir al grupo de trajeados que habían entrado momentos después que ella.

El murmullo de voces aumentó de nivel cuando se acercaron al salón. Una simpática chica detrás de un mostrador recogió la invitación y le entregó un catálogo y una pequeña paleta con un 313 impreso en ella. Le gustó el número. Creía estúpidas las supersticiones, y siempre le había gustado el trece. Oteiza, atenta; no se te vaya a ocurrir levantar la paleta en algún momento y la líes parda. Cruzó el arco de entrada y se quedó sorprendida por el imponente aspecto de la sala. Paredes blancas decoradas con multitud de armoniosas molduras doradas, suaves visillos enmarcados por gruesas cortinas de terciopelo azul marino en las ventanas, y una brillante pero acogedora luz que partía desde ocultos focos en las molduras de escayola del techo. Le Petit Versailles. En el centro de la sala, el elegante suelo de madera mostraba el escudo del Ritz, iluminado por el reflejo de los cientos de cristales de la gran lámpara de araña situada justo encima.

Habían colocado filas de sillas por toda la estancia, enfundadas en suave tela del mismo tono azul que las cortinas. Todas ellas estaban orientadas hacia el pequeño escenario montado junto al gran espejo que cubría casi la totalidad de la pared del fondo de la sala.

Casi todas las primeras filas estaban ya ocupadas. Decidió quedarse de pie en uno de los laterales junto al arco de la entrada, para poder observar desde allí a los invitados. Echó un vistazo rápido. La media de edad rondaba los cincuenta años. El traje y la corbata parecían ser el uniforme oficial de todo el sector masculino, y las tiendas de la Calle Serrano las suministradoras de todo el vestuario del sector femenino. Bolsos de Prada y Louis Vuitton quedaban informalmente depositados en el suelo junto a los Manolo Blahnik y Christian Louboutin que calzaban sus propietarias.

Cada vez que una recién llegada atravesaba el umbral de acceso, una nueva oleada de perfume caro llegaba hasta Oteiza. Esperaba reconocer fácilmente al señor DeauVille. La descripción que le había hecho Sofía debía cogerla con pinzas. Su amiga podía ser muy exagerada definiendo a los hombres, tanto para lo bueno como para lo malo. Así que por la mañana, había hecho una rápida busca de Monsieur DeauVille en Google Imágenes. Y fue toda una sorpresa. Apareció toda una colección de fotos robadas en la Riviera Francesa. Una cubierta de barco con la costa de Cannes al fondo, una fiesta en un yate atracado en Montecarlo, un brunch en alguna zona VIP de la playa de Niza. En todas aparecía él, con camisa desabrochada, gafas de sol, copa de vino en la mano, y una imponente modelo a su lado. Y en cada foto, la chica era diferente.

Sin duda Monsieur DeauVille sabe cómo divertirse en vacaciones.

Mientras el resto de invitados fueron llenando la estancia, Oteiza aprovechó para ojear el catálogo. Separados por grupos de bodegas nacionales e internacionales, se enumeraba un extenso surtido de vinos blancos, tintos y Champagne. Junto a la fotografía de la botella, aparecía la descripción de la bodega, del vino, y el precio de salida. No eran los desorbitados precios de las subastas que le había mostrado Sofía, pero la mayoría superaban su sueldo mensual de policía. Levantó la vista de la fotografía de una dorada botella de Champagne francés, y entonces le vio. Allí estaba Monsieur DeauVille, entrando triunfante en la sala, con una espectacular rubia colgada de su brazo. Enfundado en un elegante traje oscuro de Armani, camisa blanca y corbata negra, caminó hasta las primeras filas donde aún quedaban libres dos sillas que, al parecer, estaban reservadas para él y su acompañante. Ayudó cortésmente a la rubia a quitarse la chaqueta, y esperó a que ella se acomodase en su asiento antes de sentarse.

Así que es usted todo un James Bond, Monsieur DeauVille.

Momentos después, y como si hubiesen esperado su llegada para comenzar el acto, un sujeto de refinado aspecto inglés subió al escenario y se colocó detrás del atril de madera que mostraba el nombre de la casa de subastas. Pronunció unas palabras de bienvenida con un fuerte acento londinense y agradeció la presencia a los invitados. Sin más dilación, dos azafatas colocaron sobre la pequeña mesa del escenario el primer conjunto de botellas.

Oteiza observó la pantalla de plasma situada a la derecha del escenario, donde se mostraba la fotografía del primer vino. Pingus 2004, Ribera de Duero. Precio de salida: 800 euros. El caballero inglés lanzó la pregunta: ¿Quién ofrece 800 euros? La primera paleta blanca fue levantada. Y después una segunda. Y una tercera. Y en el cuerpo del inglés pareció activarse toda la cafeína que había consumido durante el día, porque de repente empezó a vocalizar rápidamente una sucesión de precios, que subían en bloques de 50 euros, mientras apuntaba con el dedo a los invitados que levantaban las paletas. Pronto la puja ascendió a los 1200 euros. Observó a Monsieur DeauVille, que inclinaba levemente la cabeza a un lado, mientras la rubia le susurraba algo al oído. Instantes después el inglés golpeó el atril con una maza, gritando un Adjudicado que a Oteiza le pareció demasiado entusiasmado.

El resto de las piezas de la mesa, todas Ribera del Duero de diferentes añadas, fueron subastadas alcanzando una media de 1000 euros por botella. Las azafatas colocaron un nuevo grupo de vinos sobre el oscuro mantel, y en la pantalla apareció una nueva imagen: Brunello di Montalcino Riserva 1991. Precio de salida 1700 euros. Las pujas empezaron a sucederse, esta vez más lentamente que en el conjunto anterior. La acompañante de Monsieur DeauVille volvió a susurrarle algo al oído, y el francés levantó la mano cuando la puja llegó a los 2500 euros.

¿La mano? ¿Tienes demasiada clase como para levantar la paleta de plástico?

Otro trajeado de aspecto nacional elevó la puja a 2700, pero DeauVille ofreció 2900 y la maza golpeó el atril.

Continuó la subasta de vinos italianos, pero Oteiza empezó a aburrirse. La observación de los personajes de la sala no le suministraba ningún entretenimiento, así que centró la mirada en el francés y su acompañante. La rubia no dejaba de tomar notas y hacer susurrantes comentarios, ante los cuales, DeauVille asentía con la cabeza y, en ocasiones, sonreía.

¿Es tu ayudante? ¿Tu secretaria? ¿O alguna amiguita también aficionada al vino?

Llegó el momento de los vinos franceses. Esta vez en pantalla aparecieron seis botellas: conjunto de Petrus 1976. Precio de salida 3000 euros. En la sala se escuchó el murmullo de los asistentes. Pronto empezó la rápida escalada de pujas; el moderador de la subasta no daba abasto. Señalaba con el dedo a la izquierda, a la derecha, al fondo de la sala, de nuevo a las primeras filas. Oteiza observó cómo una señora de avanzada edad levantaba la paleta desde la última fila. Con traje de dos piezas y un pequeño sombrerito ladeado, la inspectora pensó que era la doble perfecta de la Reina de Inglaterra. Cuando la puja alcanzó los 5700 euros, DeauVille levantó la mano. Y nadie más lo hizo hasta que la maza cayó con fuerza sobre el atril.

Así que sólo pujas cuando sabes que te lo vas a llevar.

Cuando anunciaron que los Champagne eran los últimos de la subasta, Oteiza se alegró. No conseguía entender esta pasión por los vinos, este desembolso de cantidades que a ella le parecían exageradas. Como amante del arte, entendía que ciertas obras alcanzasen elevados precios, pero ¿botellas de vino? Y toda aquella gente, ¿sabía tanto de vino como para apreciar la supuesta alta calidad de aquellos caldos subastados? ¿Era una nueva manera de invertir sus fortunas? Se imaginó a muchos de ellos presumiendo de bodegas llenas de botellas de lujo pero sin saber ni siquiera lo que realmente tenían. Adquiriendo a base de talonario porque simplemente estaba de moda saber de vino. O simular que sabes de vino.

Las botellas de Champagne, todas de Perrier-Jouët de Pernod Ricard, alcanzaron 4100 euros cada una. Qué locura, pronunció la inspectora. Lo pensó en alto; surgió de sus labios antes de que pudiera contenerlo. El caballero de mediana edad que estaba a su lado sonrió al oírla. Y es muy buen precio, le dijo en voz baja. Sólo hay cien botellas como esas en todo el mundo.

Oteiza asintió con la cabeza e hizo un gesto que se debatió entre Entiendo y Estáis locos de remate. La maza cayó por última vez y los asistentes empezaron a levantarse de sus asientos. Pensó que sería el momento adecuado para acercarse a DeauVille, pero rechazó la idea cuando le vio hablando con un grupo de personas. Esperaría un momento más discreto. El amable caballero que le había informado sobre la particularidad de las botellas de Champagne volvió a dirigirse a ella. Señorita, ¿le apetece tomar una copa en el jardín? Si algo tienen de bueno las subastas, es el cocktail de después. Sonrió y ofreció su brazo a la inspectora. Oteiza asintió.

No pego aquí ni con cola, así que una copa, o dos, serán bienvenidas.

La noche había caído sobre Madrid, y los jardines del Ritz tomaban un cariz mágico con su iluminación nocturna. Del brazo de su nuevo acompañante, bajó las blancas escaleras de mármol que rodeaban una fuente iluminada cuyo suave rumor de agua aportaba una tranquilidad añadida. Los árboles poseían en el tronco un pequeño foco que alumbraba las ramas y las hojas desde abajo, y pequeñas lámparas distribuidas por todas las mesas terminaban por completar la idílica escena.

Los invitados charlaban en pequeños grupos, y los camareros caminaban entre ellos ofreciendo bandejas repletas de copas de Champagne. Oteiza y su acompañante se situaron en una de las esquinas del jardín, capturando al vuelo dos de las copas de la primera bandeja que pasó cerca de ellos.

—Es la primera subasta a la que acude, ¿verdad?

—Mi primera subasta de vinos, así es. —La inspectora trataba de ser amable, pero no dejaba de mirar la escalinata.

—¿Y qué le ha parecido?

—Singular, sin duda alguna. Y usted, ¿ha venido interesado por alguna botella? No le he visto pujar por ninguna —preguntó Oteiza con una sonrisa.

—A estos eventos vengo sólo para hacer contactos. Empresariales, no me entienda mal señorita —se apresuró a añadir—. Y a tomar un poco de Champagne, por supuesto. —Sonrió y observó que la copa de Oteiza estaba ya casi vacía—. ¿Otra? —preguntó.

Pero la inspectora sólo pudo contestar con un distraído. Monsieur DeauVille descendía por las escaleras con la rubia a su lado, lentamente, como si en vez de una subasta de vinos, esto fuera la entrega de los Oscars.

Todo el mundo parecía conocerle. En cuanto llegaron al centro del jardín varios de los invitados se acercaron para saludarle. Apretones de mano ellos, besos en la mejilla ellas, y un montón de sonrisas transformadas en teatrales risas. Parecía defenderse muy bien hablando en castellano.

Estás en tu salsa, ¿eh?

Tras ofrecerle la segunda copa, el maduro acompañante se disculpó cortésmente comentando que deseaba saludar a unos amigos. Oteiza lo agradeció. Su dosis de sociabilidad diaria estaba a punto de agotarse. Sólo quería contactar con DeauVille y salir pitando de allí. Pero el francés no dejaba de charlar animadamente en un grupo cada vez más numeroso.

La inspectora sacó del bolso su móvil y la tarjeta que le había entregado Sofía. Caminó hasta detrás de uno de los árboles y desde allí mismo, oculta por el tronco, marcó el número sin dejar de mirarle. Le vio notar la vibración en el bolsillo, sacar el teléfono y mirar la pantalla. Un par de segundos después pedía disculpas y se alejaba del grupo para contestar a la llamada.

—Allô c’est qui?

Oteiza, inexplicablemente, tardó unos instantes en reaccionar cuando escuchó su grave voz a través de la línea.

—¿Monsieur DeauVille?

—Oui. C’est moi.

—Disculpe, soy la inspectora Oteiza, de la Policía Judicial, Brigada de Patrimonio. Le llamo para concretar una cita con usted. —La línea quedó en silencio. DeauVille no replicó ni preguntó nada, paró de caminar y se quedó totalmente quieto, mirando al suelo con el ceño fruncido. La inspectora decidió seguir hablando—. Sabemos de sus conocimientos sobre el coleccionismo de botellas de vino, y nos gustaría solicitarle su ayuda como asesor.

—¿Mi ayuda como asesor? —pronunció en un castellano con acento francés que hizo sonreír a Oteiza mientras no le quitaba ojo tras el árbol.

—Así es señor. ¿Podríamos vernos mañana?

—Sí, supongo que sí. —DeauVille reanudó su caminar por el jardín—. Pase por mi hotel. Me alojo en el Wellington.

—¿A las diez de la mañana?

—Mejor a las doce, si no es molestia. —La inspectora levantó una ceja.

Vaya, así que no te gusta madrugar. O tienes planes para esta noche.

—De acuerdo, mañana a las doce. —Oteiza colgó sin esperar una despedida por parte de su interlocutor.

DeauVille se quedó mirando la pantalla del teléfono durante unos instantes con gesto preocupado. Y al momento levantó la vista y miró hacia la parte del jardín donde se encontraba ella. No podía verla entre el árbol y la multitud de invitados congregados entre ellos, pero el corazón de Oteiza se aceleró repentinamente.

¿Qué demonios?

El gesto preocupado del francés se transformó en una media sonrisa, y regresó con lentos pasos al animado coloquio que mantenían la rubia y unos cuantos trajeados.

Hasta mañana Monsieur DeauVille.

La inspectora se escabulló por una de las salidas laterales, deseosa de salir de aquel ambiente y volver a la tranquilidad de su casa. Por hoy ya había tenido más que suficiente.