16
Oteiza se despertó con las primeras luces del alba. Le costó darse cuenta de dónde estaba; había caído en un profundo sueño nada más meterse en la cama; sin pesadillas, sin los múltiples y bruscos despertares que habitualmente marcaban el ritmo de sus noches. No había cambiado de postura ni una sola vez y ahora su cuerpo se quejaba, anquilosado por la absoluta relajación y la falta de movimiento. Se estiró perezosamente, y decidió que sentir el oxígeno corriendo por sus venas sería una buena manera de empezar el nuevo día.
Quince minutos después sus zapatillas de deporte pisaban el irregular pavimento de adoquines del puerto. Despuntaba un día espléndido, luminoso, con un ligero frescor matinal que añadía una pureza casi irreal al aire que entraba y salía de sus pulmones. Las gaviotas graznaban mientras revoloteaban sobre los barcos de recreo, y algunas de ellas se aventuraban a descender, observando atentas desde el borde del muelle, el trasiego de los pescadores en las cubiertas. Ordenaban los aparejos, arrancaban los motores diesel para salir a probar suerte, esperando aprovechar la dominical mañana capturando alguna buena pieza.
El ejercicio empezaba a despertar su aturdido cerebro. Aún le resultaba extraño estar aquí, en San Sebastián. Ascendió las escaleras del Aquarium y llegó al Paseo Nuevo. Oteiza, ¿se puede saber qué te pasó ayer a la noche? ¿En qué estabas pensando? Sonrió al recordar el baño en La Concha. Sintió un breve momento de vergüenza, pero no se arrepintió de haberlo hecho; fue liberador, fue divertido, fue algo bonito. Hacía mucho tiempo que no se dejaba llevar así.
¿Y por qué te dejaste llevar así Oteiza? Intentó contestarse a sí misma. No era ella. Durante aquel rato, no fue ella. Después del ataque de pánico, del duro momento de relatar el atentado… estaba, sin duda, sacudida por todo lo acontecido. Era la única explicación para haber accedido a la sugerencia de DeauVille, que en otro cualquier momento le hubiera parecido una idea loca y absurda.
Pero sabía que esa no era la respuesta adecuada. Al menos no era la única respuesta. Había algo más. ¿Qué demonios te está pasando con DeauVille? Ya no sólo era la reacción de su cuerpo ante su proximidad, o la extraña pero ineludible intimidad que se estaba creando entre ellos. Estaban sus profundos ojos cargados de aquel claro y directo mensaje de apoyo.
Tenía que estar atenta, porque no podía permitirse sentir algo. No podía dejarse llevar por ello. No quería hacerlo. No era el momento. Él no era el adecuado. Pertenecían a dos mundos totalmente opuestos. Eres una estúpida. Ya estás sintiendo algo. Apretó los dientes y aumentó el ritmo para callar sus propios pensamientos.
Pasó el edificio de la Sociedad Fotográfica y vio algo a su derecha que la hizo detenerse bruscamente. En la explanada frente al Museo San Telmo había varios coches patrulla con las luces encendidas. Mierda. Corrió hacia donde estaban, y observó al inspector Otamendi saliendo por la puerta principal. El ertzaina se sorprendió al verla con su atuendo deportivo.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó sin ni siquiera saludarle.
—Inspectora Oteiza, iba a llamarla ahora mismo. Las botellas de Champagne han desaparecido —exclamó con cierto nerviosismo.
—¿Cómo que han desaparecido? —Su tono de voz fue demasiado alarmante.
—Han dado el cambiazo. A primera hora los encargados de Perrier Jouet han desmontado el expositor y han metido las botellas en unas cajas especiales dispuestas para su transporte. Y entonces han notado algo raro. No eran las botellas auténticas. Eran botellas de la actual edición Belle Epoque que habían sido retocadas para parecerse a las botellas expuestas.
—¿Qué? ¿Y cómo han podido dar el cambiazo? —Oteiza no podía creérselo.
—La primera hipótesis es que tenían infiltrados dentro del equipo contratado para el catering. Después de que terminase el evento y todo el mundo saliese de la iglesia, se quedaron recogiendo hasta muy tarde. Fueron los únicos que permanecieron en el interior. Seguramente hicieron el cambio en ese momento, y al irse extrajeron las botellas del Museo dentro de los armarios del catering. Nosotros hemos vigilado durante toda la noche el Museo, la iglesia, el expositor, y las supuestas botellas. Y todo parecía correcto —pareció excusarse—. Nadie hizo un registro a los empleados de la empresa de hostelería; no había razón ninguna para hacerlo.
Mierda. Mierda. Mierda.
—¿Ha contactado con la empresa de catering? —Oteiza recordó el pequeño ejército de camareras que habían servido el Champagne—. ¿Y las cámaras de seguridad? —preguntó señalando las que apuntaban a la puerta del Museo.
—Estamos en ello. Esta misma mañana hablaré personalmente con el dueño de la empresa y le pediré el listado de empleados. Intentaré contactar con ellos y les preguntaré si vieron algo fuera de lo normal, alguien nuevo en el equipo. —Oteiza permanecía con el semblante serio y preocupado—. Le informaré de todo inspectora. En cuanto tenga las imágenes de las cámaras se las enviaré inmediatamente —prometió Otamendi.
¿Cómo has podido ser tan imbécil Oteiza? Corrió atravesando la Parte Vieja en dirección al hotel. Corrió lo más rápido que pudo. No dejó de autocastigarse ni un sólo segundo. Si no hubiera sucumbido en la calle Usandizaga, si hubiéramos seguido al personaje misterioso, si hubiéramos vuelto al museo después del teatro, si hubiéramos vigilado las botellas durante la noche, si no hubiera perdido el tiempo con el absurdo y estúpido baño en La Concha… En esto era una especialista. Era tan perfeccionista que no se permitía un sólo fallo. Siempre era su peor enemiga.
Golpeó la puerta de la habitación de DeauVille. La golpeó con fuerza, y no dejó de golpearla hasta que el francés apareció vestido con el albornoz, totalmente despeinado y con ojos somnolientos.
—Inspectora, qué madrugadora —comentó sonriente mientras se frotaba un ojo—. ¿Qué ocurre? —La sonrisa desapareció al ver su ceño fruncido.
—Han robado las botellas. A mi habitación, en quince minutos. Ni uno más —dijo secamente antes de desaparecer.
DeauVille encontró la puerta de la habitación de Oteiza abierta. Cuando entró, ella ya estaba duchada y vestida; se había recogido el cabello húmedo en una coleta, y tenía ya desplegado su centro de operaciones. Sentada frente al portátil, había extendido y ordenado los papeles de la investigación por encima de la cama. Tecleaba a una velocidad vertiginosa, y sin separar la vista de la pantalla fue informándole de lo relatado por el inspector Otamendi. Édouard pudo ver las siglas de la Interpol en la cabecera del formulario que rellenaba; sin duda estaba lanzando la notificación internacional del robo en la base de datos interna.
—Teníamos que haber estado más atentos. Las han robado delante de nuestras narices. Si no hubiese tenido el ataque de pánico anoche… —Oteiza se apretó el entrecejo con los dedos.
—Hubieran dado el cambiazo igual. Esto estaba muy bien planeado —contestó DeauVille intentando alejar el sentimiento de culpabilidad en el que claramente estaba cayendo la inspectora—. Aunque hubiésemos seguido al tipo no creo que la cosa hubiese cambiado mucho.
Esta retiró inmediatamente la vista de la pantalla, se giró y le miró.
—¿Me puedes decir de qué conoces a ese hombre? ¿Sabes cómo se llama?
Tocaron a la puerta. DeauVille corrió a abrir y apareció un camarero empujando una mesita repleta con un completo y surtido desayuno.
—¿No estás hambrienta? —preguntó Édouard ante la inquisidora mirada de la inspectora—. Yo pienso mucho mejor con el estómago lleno —añadió sonriendo.
—No me obligues a preguntártelo más veces, DeauVille. ¿Quién es y de qué le conoces?
Édouard pensó que Oteiza tenía que ser realmente dura en una sala de interrogatorios. Seguro que con ese tono de voz mantenía a raya a cualquiera que se sentase frente a ella. Con él estaba funcionando, desde luego. Dejó de servir el café y se sentó en la silla.
—No sé cómo se llama. Me lo presentaron como Monsieur Rousseau, pero dudo mucho que sea su verdadero nombre. Hace unos años yo estaba tras unas botellas, y tras preguntar entre varios conocidos del mundo del coleccionismo, me lo presentaron. Hablamos, le expliqué lo que quería, me dijo que podría conseguírmelas. Me pidió una importante cantidad por sus servicios: una señal al inicio y un pago final a la entrega de las botellas. Hice el primero. Pero no me dio buena espina. A los pocos días le llamé para cancelar el pedido.
—¿Quién te lo presentó?
DeauVille pareció dudar, y antes de contestar sonó su teléfono móvil. Se disculpó con un gesto y salió a la terraza. Oteiza suspiró y se centró en seguir redactando el informe. Apenas había escrito un par de líneas cuando oyó vociferar al francés. Este entró como una exhalación en la habitación.
—Era mi hermana. Han entrado a robar en el Château esta noche. Han forzado la entrada de la bodega privada. Y se han llevado dos de mis botellas —exclamó muy alterado.
—Un momento. ¿Eran botellas de la misma época?
DeauVille asintió con la cabeza mientras sus dedos se movían por encima de la pantalla táctil del móvil.
—¿Eran también botellas del Nido del Águila?
DeauVille volvió a asentir.
—Édouard.
El oír como Oteiza le llamaba por su nombre le hizo separar ipso facto la vista de la pantalla. Era la primera vez que se lo oía pronunciar.
—¿Me estás diciendo que tenías en tu poder dos botellas del Nido del Águila, y no me lo comunicaste? —la inspectora estaba visiblemente enfadada.
DeauVille tardó unos segundos en contestar.
—Lo siento. Supuse que no era necesario. Son un recuerdo familiar, al igual que otras de las muchas botellas que almacenamos en la bodega privada. Hay decenas de botellas del Nido del Águila por toda Europa. Y mucho más importantes o valiosas que las mías. No pensé que fueran también un objetivo.
—¿Supusiste que no era necesario? —exclamó acercándose al grito.
La inspectora se apretó la frente con la palma de la mano, suspiró, cogió el teléfono móvil y pasó junto a él lanzándole una mirada asesina. DeauVille sintió un escalofrío, y esta vez, no fue precisamente de pasión ni de deseo. Fue de puro miedo.
Oteiza salió a la terraza y marcó el número del inspector Bertrand. Contestó al segundo tono. Había sido informado del robo del Château a primera hora de la mañana, y ahora se encontraba en la puerta de embarque de un avión con vuelo directo a Burdeos. A pesar de la intempestiva llamada que le había sacado de las sábanas en su único día festivo, a pesar del complicado cariz que estaba tomando el caso, su tono de voz era jovial y cantarín como siempre. Escuchó y anotó las indicaciones de Oteiza sobre el sospechoso que acompañaba al actor alemán; quizás en la base de datos de la Police Nationale podrían encontrar más información sobre Monsieur Rousseau. En cuanto pudo lanzó la sugerencia de encontrarse en Burdeos. La inspectora sonrió. La idea de volver a trabajar codo con codo con Bertrand era muy tentadora. Pero salir del país requería solicitar permisos. Y no era la idea que tenía en mente cuando salió de casa el sábado por la mañana. El plan era regresar el lunes a la oficina, a la rutina diaria, y no embarcarse en un nuevo viaje cruzando la frontera.
A la mierda los planes.
Entró en la habitación y se sentó a la mesa. Frente a ella ya había esperándola un café recién servido. Sólo y con azúcar.
—Hablas francés realmente bien. Con un acento excelente. Mucho mejor que mi español, desde luego —comentó DeauVille—. Lo siento, no he estado escuchando lo que hablabas, sólo he oído alguna frase suelta —se disculpó tras ver el gesto serio de ella.
—Pues conmigo vas a seguir hablando en castellano. Y no quiero más información oculta porque desde tu opinión personal supongas que no es necesario. ¿De acuerdo? —exclamó Oteiza mientras extendía con agresividad la mantequilla sobre una tostada. Édouard tragó, asintió con la cabeza y se sintió como la aplastada tostada.
—He solicitado a recepción un coche de alquiler. Ir por carretera es lo más rápido para llegar a Burdeos. Si no me detengo estaré en el Château en poco más de tres horas —añadió el francés.
—Lo dices como si fueras a ir solo.
—¿Vendrás a Burdeos? —preguntó sorprendido—. He dado por supuesto que no vendrías al ser un robo fuera del territorio nacional.
—Tú y tus suposiciones —añadió irónicamente ella mientras torturaba una nueva tostada.
DeauVille dejó la taza sobre el plato y se quedó mirándola. Si no estuviera tan preocupado por el robo en su bodega, si ella minutos antes no se hubiese enfadado con él de esa manera, casi sería hasta divertido verla ironizar. Sinceramente, esta no era la idea que tenía para un primer desayuno juntos.
Oteiza cogió el teléfono y buscó en la agenda el número del Inspector Jefe. Se disculpó por llamarle un domingo por la mañana, y le informó de lo sucedido en San Sebastián y en Burdeos. Esto se estaba complicando. Los ladrones tenían varios equipos operativos que podían actuar al mismo tiempo en lugares diferentes. Añadió que había contactado con Bertrand y que había sido solicitada su presencia en Burdeos. Lo hizo sonar más oficial que la petición casi personal de él.
El Inspector Jefe se mantuvo en silencio unos segundos. Un grave de acuerdo sonó al otro extremo de la línea.