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La temperatura iba subiendo en el interior del coche, y las esquinas de los cristales de las ventanillas comenzaban a empañarse. Él puso una mano en su pierna, deslizó los dedos por debajo de la falda y siguió subiendo. Acarició el borde de la lencería, tanteando, buscando, mientras hundía el rostro en su cuello. Ella gimió y cerró los ojos.

Los jadeos de la actriz protagonista llenaron el teatro Victoria Eugenia. Situados en el fondo de uno de los palcos laterales, DeauVille y Oteiza vigilaban al actor alemán y su séquito. En realidad era la inspectora la que estaba atenta, porque DeauVille estaba de lo más concentrado en la película. No quitaba ojo a la pantalla.

Justo antes del comienzo, Schneider había subido al escenario para realizar una corta presentación. Después se retiró al palco principal, donde ahora parecía atender a la proyección con el mismo interés que el resto de los espectadores. Oteiza miraba hacia allí cada pocos minutos, comprobando que tanto Schneider como su misterioso acompañante seguían en el palco.

A la salida de la iglesia se había encontrado con el inspector Otamendi y las patrullas asignadas para la vigilancia del museo. No le comentó nada del personaje sospechoso. No tenía ninguna base justificada para comunicar una sospecha oficial. Tan sólo la información de DeauVille que, para colmo, parecía ocultar también algún secreto en relación al armario de tres cuerpos.

En pantalla apareció un primer plano de la ropa interior de la protagonista, y con la iluminación de la escena Oteiza pudo ver que tanto Schneider como su acompañante se levantaban y salían del palco. Dio un codazo a DeauVille, que absorto en la tórrida escena no reaccionó a la primera, y abrió la puerta para salir al pasillo. Comenzó a caminar a paso rápido, para no perderles en caso de que abandonasen el teatro. Édouard salió un momento más tarde, y ahora daba grandes zancadas intentando llegar a su lado.

—Justo en el momento que se estaba poniendo de lo más interesante —se quejó.

Oteiza no se molestó en contestar. Estaba concentrada en calcular hacia dónde podían haber ido. Cuando oyó sus voces al final del pasillo, se dio cuenta de que venían hacia ellos. Apenas tuvo tiempo de pensar. Miró a su alrededor, sopesando rápidamente las posibilidades. No había muchas. Eligió la más cercana. Abrió una puerta que suponía que era un palco. Pero no lo era. Era un pequeño cuarto repleto de cuadros eléctricos, cables de comunicaciones y paneles de interruptores. Agarró bruscamente el brazo de DeauVille y tiró de él hacia el interior. Cerró la puerta y se quedó escuchando.

El actor y el otro tipo conversaban en francés. Se pararon a pocos metros de ellos, justo en la entrada de los baños. Con la puerta cerrada, el sonido de sus voces no llegaba con claridad, y en la semioscuridad del cuartucho decidió hacerle un gesto a DeauVille para indicarle que escuchase atentamente.

Pero cuando giró el rostro encontró sus ojos peligrosamente cerca. Oscurecidos, intensos, clavándose en su mirada. Se quedó sin aire, y al cogerlo de nuevo, abrió levemente la boca. DeauVille bajó de inmediato la vista a sus labios. Y ella notó sobre ellos el calor de su aliento. Y giró la cabeza hacia la puerta, pero fue peor, porque ahora notaba ese suave calor sobre su cuello, erizando hasta la última terminación nerviosa. Instintivamente le puso una mano en el pecho, intentando marcar la distancia y todavía fue aún peor. Notó su respiración y el acelerado ritmo de su corazón. La retiró igual de rápido que al tocar la ardiente placa de un horno.

Agarró el picaporte, dejó pasar un segundo para volver a concentrarse, y con lentitud y extremo cuidado, abrió levemente la puerta, apenas unos milímetros. El sonido de la conversación llegó aún tamizado, pero entendieron perfectamente las últimas frases.

—Cada vez estamos más cerca de los Jueces. ¿Tienes todo preparado para esta noche? —preguntó el actor.

—Todo listo. Yo me encargo.

—No falles. Estas pueden ser las que buscamos.

El actor regresó caminando en dirección al palco. Oteiza abrió un poco más la puerta, lo justo para ver al personaje misterioso en su descenso por las escaleras de salida. Salió del cuartucho tirando del brazo de DeauVille que, tras escuchar la conversación, había recuperado de nuevo su estado inquieto y nervioso.

—¡Lo sabía, lo sabía! Van a robarlas esta noche —susurró. Oteiza negó con la cabeza.

—No lo sabemos. Podían estar hablando de cualquier otra cosa.

Aunque lo de estar cada vez más cerca de los Jueces y Estas pueden ser las que buscamos le había dejado intrigada.

Salieron del teatro y vieron al sospechoso esperar el semáforo en el cruce con el puente del Kursaal. Ralentizaron el paso, pasando desapercibidos entre la multitud de paseantes, curiosos y turistas que a esas nocturnas horas aún recorrían los aledaños del Festival de Cine.

Cuando la inspectora le vio cruzar la calle y tomar dirección hacia su antiguo barrio, empezó a inquietarse. Tranquila Oteiza, tranquila. Seguro que sigue caminando hacia la playa. Pero no lo hizo. Al acabar el puente giró a la derecha. La inquietud se convirtió en ansiedad, y comenzó a caminar más lento. Tanto que DeauVille la adelantó varios pasos y tuvo que detenerse para esperarla. No vio su interrogativo rostro, porque mantenía la mirada clavada en el sospechoso. Justo cuando llegaron al final del puente, empezó a faltarle el aire. Tranquila, Oteiza, tranquila. Empezó a repetir mentalmente su mantra, una y otra vez, esforzándose por mantener la calma. El personaje misterioso giró a la izquierda y se internó por la calle Usandizaga. Y el mantra de Oteiza se transformó en un No, no puede ser. No voy a poder. No voy a poder.

Doblaron la esquina, y DeauVille volvió a adelantarse unos pasos. Se detuvo para esperarla, sin dejar de mirar hacia el fondo de la calle, nervioso, observando al sospechoso alejarse cada vez más. Pero cuando giró y vio a Oteiza se olvidó de todo. Caminaba dubitativa, con la mirada perdida. Había perdido el color de su rostro. Se acercó a ella para agarrarle la mano, pero en cuanto tocó su helada piel, ella la retiró bruscamente, como si no quisiera que la tocase.

La inspectora se detuvo y apoyó la espalda en la fachada del edificio. Su corazón latía desbocado. El sudor frío envolvía su cuerpo. Las piernas comenzaron a temblarle. Intentaba coger aire, pero no podía. Los temblores se propagaron por sus brazos. Vio a DeauVille aproximarse preocupado, confundido, pero levantó la mano para evitar que se acercarse. La calle empezó a emborronarse. Sintió llegar el mareo, el desvanecimiento. Tengo que salir de aquí, tengo que salir de aquí. Y haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, consiguió poner en marcha sus piernas y comenzar a caminar hacia el río. Cruzó la calle sin mirar, y un coche tuvo que frenar bruscamente para no golpearla. No vio ni escuchó nada. DeauVille corrió hacia ella, se disculpó con un gesto ante la asustada conductora, y la siguió a corta distancia, a punto de agarrarla pero sin hacerlo, preparado para sostenerla, realmente asustado, incapaz de comprender lo que estaba ocurriendo.

Al llegar al río la inspectora apoyó las manos en el frío metal de la barandilla. Se inclinó y cerró los ojos. Intentó controlar las nauseas. Se escuchó a sí misma, a su respiración profunda, al gemido que emitía su garganta cada vez que intentaba coger una nueva bocanada de aire. Y no pudo contener la repentina arcada que sacudió su cuerpo, y vomitó. Sintió el sabor amargo de la bilis, la acidez del Champagne al recorrer el camino de vuelta, y abrió los ojos viendo el pequeño charco que iba formándose a sus pies.

Édouard posó la mano sobre su brazo, ofreciéndole un pañuelo, pero ella volvió a moverse bruscamente para evitar el contacto. No me toques, por favor, no me toques. El francés dio varios inquietos pasos sobre el mismo punto. No sabía qué hacer. Miraba de un lado a otro sin saber cómo ayudarla. Se soltó la corbata y tiró de ella para quitársela. Se desabrochó varios botones de la camisa. Sus ojos se encontraron con las miradas de la gente que pasaba junto a ellos. Miradas curiosas, algunas preocupadas, otras críticas. Se sintió igual que aquellos desconocidos, porque al igual que ellos, él tampoco tenía ni la más mínima idea de que era lo que estaba pasando con aquella joven mujer apoyada en la baranda, cuyo cuerpo estaba exteriorizando lo que fuera de aquella brutal manera.

Tras unos minutos que a DeauVille le parecieron eternos, Oteiza tranquilizó su respiración e irguió el torso. Se acercó a ella y volvió a ofrecerle el pañuelo. Esta vez sí lo aceptó. Se quedó quieto a su lado, sin tocarla, esperando, mientras ella se limpiaba las lágrimas y el sudor del rostro. Déjame comprenderte. Dejáme ayudarte. Le hubiera gustado decírselo, pero no se atrevió.

—Volvamos al hotel —dijo ella con un hilo de voz.

Caminaron paralelos al río, atravesando el puente que les condujo hasta la Avenida de la Libertad. Él vigilaba atentamente sus pasos; ella intentó tranquilizarle en un par de ocasiones levantando la mano con un gesto de estoy bien. Él no se atrevió a volver a tocarla; simplemente caminó a su lado.

Se detuvieron en uno de los semáforos de la gran avenida; DeauVille la observó mantener la mirada perdida en el asfalto. Y la vio ensombrecerse de nuevo; observó la transición, la manta oscura cayendo nuevamente sobre ella; el leve temblor en su mandíbula, las lágrimas comenzando a acumularse en sus ojos. Y de repente, y sin levantar la cabeza, ella le buscó. Se aproximó y coló lentamente las manos por dentro de su chaqueta, deslizándolas sobre la camisa en un anhelante viaje hacia su espalda. Buscó el hueco de su cuello para esconder el rostro.

Durante el primer momento él no supo cómo reaccionar. Se quedó quieto, con los brazos levemente levantados alrededor de ella, sin todavía atreverse a tocarla. Oteiza inspiró profundo y le atrajo hacia sí misma con más firmeza. Y esa fue la señal que estaba esperando; la estrechó con fuerza, la acogió en su cuerpo, intentando transmitir con su abrazo lo que no se atrevía a decirle: Déjame comprenderte. Dejáme ayudarte.

El semáforo se puso en verde en dos ocasiones, pero ellos no se movieron. Sólo permanecieron allí, en silencio, aislados del tráfico y de la gente que pasaba junto a ellos.

—Me has dado un susto de muerte —acabó por susurrar DeauVille—. ¿Qué te ocurre Anne? ¿Qué te ha pasado? —Oteiza se separó y subió el rostro para mirarle a los ojos.

—Vamos al hotel. —Él la agarró de la mano y tiró de ella para cruzar la calle.

La inspectora fue directa a su habitación. Abrió la puerta y caminó hacia el interior mientras DeauVille se mantenía a la espera en el umbral.

—Entra y ponme una copa, por favor —dijo antes de dirigirse al baño.

Édouard cerró la puerta, buscó dos vasos y sacó el hielo de la nevera. Ella regresó secándose el rostro con una toalla. La tiró sobre la cama y se acercó a las puertas de la terraza. Las abrió, y en vez de salir, se quedó apoyada en el marco, mirando hacia el mar, inspirando la brisa nocturna. Deauville vertió dos botellitas de whisky del minibar en cada vaso y se acercó para entregárselo.

—Pensaba que ibas a ponerme una copa de vino.

—A veces es necesario algo más fuerte.

—Tienes razón —contestó Oteiza antes de dar un largo trago. El alcohol le ardió al pasar por la garganta, pero la calentó por dentro. Le dio el impulso que necesitaba para continuar. Lo había decidido durante aquel abrazo bajo el semáforo, y no pensaba dar marcha atrás. Tenía que contarlo. Necesitaba contarlo. Dio otro largo trago y comenzó a hablar—. Era una mañana de finales de mayo. De las grises, de las que amenazaban lluvia. Era viernes. Ese fin de semana había quedado para salir con mis amigas. Estaba muy contenta. Faltaban unas pocas semanas para terminar las clases. Por fin terminaba el instituto, por fin iba a salir de aquel colegio religioso en el que llevaba desde los cuatro años. Me esperaba la mayoría de edad, la universidad, los viajes, las aventuras… El futuro parecía estar lleno de excitantes promesas. Mi madre era profesora de francés en la escuela oficial de idiomas; entrábamos a la misma hora, así que salíamos juntas de casa. Mi padre trabajaba de ingeniero en una fábrica de Tolosa, así que siempre se iba más temprano, mientras nosotras aún desayunábamos. Justo antes de salir de casa empezó a chispear. Cuatro gotas mal contadas, pero me sirvieron como excusa para sugerirle a mi madre que usase la gabardina ese día. Se la había comprado con mis ahorros en las rebajas de febrero, para su cumpleaños, y me encantaba vérsela puesta. Estaba guapísima con ella. Parecía Catherine Deneuve en Los Paraguas de Cherburgo.

Oteiza sonrió amargamente y dio otro largo trago al whisky doble antes de continuar. DeauVille se había sentado en el borde de la cama y la escuchaba sin dejar de mirarla. Sobre el balcón estaban situadas las letras del luminoso con el nombre del hotel, y su luz roja se descolgaba e iluminaba la piel de la inspectora, recortando su figura del negro profundo de la noche.

—Bajamos a la calle, y como siempre, nos despedimos con un beso junto al portal. Ella solía ir caminando al trabajo, y yo tenía aparcado muy cerca mi pequeño ciclomotor, la Vespino negra con rayas rojas que utilizaba para ir a clase. Ese día me costó quitar el candado. Era una de aquellas cadenas recubiertas de plástico azul. Alguien había movido la moto durante la noche para poder aparcar mejor, y el plástico se había tensado y enganchado con los radios de las llantas. Lo conseguí soltar, me puse el casco, arranqué la moto a empujón, y comencé a recorrer la calle Usandizaga. Unos metros después alcancé a mi madre, que caminaba por la acera. Le toqué la bocina al pasar, y me saludó sonriente, agitando la mano, con su gabardina y el paraguas colgando del brazo. En cuanto volví a fijar la vista en la carretera, oí el estruendo. Y noté una tremenda fuerza que me empujó brutalmente hacia adelante. Me vi salir por encima de mi propia moto; vi acercarse el asfalto y cerré los ojos un momento antes del impacto con el suelo. Cuando los abrí de nuevo no podía oír nada. Sólo escuchaba un fuerte zumbido que parecía resonar y amplificarse en el interior de mi cabeza. Estaba tumbada boca abajo, podía notar mi cuerpo tirado sobre el duro asfalto. Intenté moverme, pero no pude. Sólo pude, con mucho esfuerzo, girar un poco la cabeza y apoyar la mejilla en el suelo. Noté un calor intenso llegar a mi rostro. Intenté distinguir algo, pero solo veía humo, un humo negro e impenetrable que lo envolvía todo. De vez en cuando el viento convertía el humo en remolinos, y entre los remolinos creí ver una gran masa informe que se consumía entre un infierno de llamas. Vi unas deportivas, un pantalón vaquero, alguien se había arrodillado a mi lado. Lo siguiente que vi fue el rostro de un hombre. Tenía los ojos muy abiertos y me hablaba; veía moverse sus labios, aunque seguía sin poder oír nada. Me acordé de mi madre. La llamé en mi cabeza, la busqué con la mirada, pero no pude verla. Apoyé una mano en el suelo e intenté incorporarme, pero no pude moverme ni un milímetro. Pasó el tiempo, no sé cuánto, pero el costado izquierdo empezó a dolerme. Era una mezcla de dolor y ardor. Me quemaba. Veía zapatos a mi alrededor, moviéndose de un lado a otro. Alguien me dio la vuelta lentamente, era una chica con un chaquetón amarillo. Vi las letras DYA escritas en él. Cerré los ojos. Estaba cada vez más cansada, sólo quería dormir. Me quitó el casco con facilidad, era un casco abierto, sin visera. Me repetía algo, algo que oí muy bajito, al fondo del zumbido. No te duermas. No te duermas. Hice un esfuerzo sobrehumano por no cerrar los ojos y caer en el dulce sopor que me invadía. Me colocaron en una camilla; lo percibí al sentirme elevada sobre el suelo. Miré al cielo y vi los áticos de nuestro edificio. Vi nuestro balcón, vi los geranios de mi madre en las jardineras. La camilla se agitó al pasar sobre algo, y mi cuello, sin fuerza alguna, dejó a mi cabeza girarse a un lado. Y entonces lo vi. Había un cuerpo tendido en la acera. Un cuerpo tapado con algo. Y ese algo era la gabardina de mi madre. Era el cuerpo de mi madre. Tirado en el suelo, inerte, tapado con su gabardina. Sólo se veían sus zapatos, caídos hacia los lados, en una postura anormal, irreal. Cerré los ojos y perdí la consciencia.

Oteiza detuvo su narración. Agachó el rostro, subió la mano y se retiró las lágrimas que comenzaban a caer por sus mejillas. DeauVille apartó la mirada. Se quedó con la vista fija en el ámbar líquido de su vaso. Estaba conmovido. Sentía su dolor. Lo sentía como propio. Un dolor bajo, sordo, amargo, que le inundaba el pecho.

Anne inspiró con fuerza, se irguió, y continuó hablando.

—Me despertó el intenso dolor del costado. Estaba dentro de la ambulancia, camino del hospital. Cada bache era un nuevo ramalazo de dolor que se iniciaba en las costillas y me recorría entera. La chica del chaquetón amarillo iba a mi lado, me agarraba de la mano, controlaba unas bolsas de líquido sobre mi cabeza, y me pasaba la mano por la frente. No te duermas. No te duermas. Ya llegamos. Aguanté hasta que se abrieron las puertas de la ambulancia. En aquel momento se me cayeron los párpados, y no volví a abrirlos en dos días. Cuando desperté estaba en una habitación del hospital. Abrí los ojos, pensando que todo había sido una pesadilla. Pero entonces vi las cortinas, las paredes blancas, y el rostro de mi tía Arantxa. Me miraba con ojos enrojecidos, cargados de pena, e intentó sonreírme, pero no lo consiguió. Y me di cuenta de todo había sido real. Fue ella quién me contó que aquella mañana de martes había explotado una bomba al paso del coche de un alto cargo del ejército. Una bomba trampa, oculta durante la noche junto a unos contenedores, expectante, accionada por control remoto desde las inmediaciones. La onda expansiva de esa bomba fue lo que me tiró de la moto. La onda expansiva fue lo que lanzó a mi madre contra la fachada. La proyectó con tal potencia, con tal brutal intensidad, que murió en el acto al golpear la piedra. Lo que se me clavó en el costado fue la metralla; trozos de metal que desgarraron mi cazadora y se clavaron en mi piel. Tuve suerte. No me dañaron ningún órgano interno. La mochila cargada de libros fue lo que protegió mi espalda. No vi a mi padre hasta días después, cuando salí del hospital. No era el mismo. Nunca volvió a ser el mismo. Seguía en shock, sumido en una tristeza infinita. No había tenido fuerzas para hablar conmigo, por eso había sido el rostro de mi tía el que había visto junto a mi cama todos aquellos días. Él se limitaba a mirarme desde lejos, desde la puerta. Cuando regresamos a casa los muros cayeron sobre nosotros, y cuando me confesó que…

Oteiza no pudo continuar. Tuvo que parar. Sus técnicas aprendidas durante años para no caer en la mísera y atroz autocompasión le estaban sirviendo de bien poco. El dolor había regresado con cada una de las palabras. Hacía tanto tiempo que no lo contaba…

No pudo detener el torrente de lágrimas. Las dejó salir, las dejó convertirse en sollozo. Pero en esta ocasión fue liberador; se estaba desahogando; por primera vez en su vida notó aligerarse el gran peso que durante años había oprimido su alma. Y aquello fue renovador. Total y absolutamente renovador.

Acabó el contenido del vaso de un solo trago y se dio la vuelta. DeauVille se había levantado y estaba justo detrás de ella. No la miraba, mantenía la cabeza agachada. Él movió el brazo y le agarró la mano. Suave al principio; firme después. Aquello le dio la fuerza para seguir hablando.

—Entonces fue cuando decidí irme. No podía seguir viviendo en aquella casa. No podía seguir en aquel barrio, ni siquiera podía quedarme en la misma ciudad. Pasé el verano en la casa del hermano de mi padre, en La Rioja. Hice la selectividad en Septiembre, y huí a Madrid. Y no volví más. Hasta ahora.

DeauVille irguió el rostro y la miró. Y en el profundo azul de sus ojos ella vio tristeza, pero sobre todo vio comprensión, serenidad; un infinito e incondicional apoyo que hacía mucho tiempo que no veía en otros ojos.

—Lo siento mucho, Anne. Lo siento muchísimo.

Ella no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando sus ojos.

—Pero esto es un punto y aparte Anne. Ya has regresado. Ya estás aquí. Te has enfrentado a ello. A partir de ahora podrás volver siempre que quieras. Y cada vez que lo hagas avanzarás un poco más. ¿Y sabes qué necesitas?

Oteiza negó con la cabeza.

—Crear nuevos recuerdos aquí en San Sebastián. Nuevos y buenos recuerdos. Y vamos a empezar ahora mismo. Confía en mí.