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Los motores del avión empiezan a decelerar. Notas el suave planeo de la aeronave en su camino de descenso. Miras por la ventanilla, y observas las verdes laderas, los pequeños caseríos dispersos por la falda del Monte Jaizkibel. Ves el brillo del Sol del mediodía despuntar en las crestas de las olas que rompen sobre la costa. Oyes el rugido mecánico del tren de aterrizaje al desplegarse. Tienes frío. Estás helada. Pasas tus manos por los brazos, intentando deshacer el estremecimiento que envuelve tu piel.
Has pasado el corto trayecto del vuelo inmersa en tus pensamientos. Te reuniste con el Comisario y el Inspector Jefe. Les informaste de la situación. Consideraron adecuada y necesaria tu presencia en San Sebastián. Aprobaron este corto viaje. Te comunicaste con la Ertzaintza. Les pusiste al corriente. Te lo agradecieron. Te están esperando. Pero sigues sin saber si venir aquí ha sido una buena idea. No sabes si venir con él es lo correcto. Él es un asesor, un civil; esto se sale del procedimiento habitual. Y si ocurre algo, y si la situación se torna peligrosa, él no debería estar presente. No quieres exponerle, no quieres que corra riesgos. Pero le necesitas. Él es el experto. Él es la enciclopedia de vino andante. Él se mueve en este ambiente de lujo como pez en el agua.
Has pasado dos días luchando contra el miedo. El miedo a venir aquí. El miedo a enfrentarte a tu pasado. Ayer concertaste cita urgente con tu terapeuta. Hacía meses que no le visitabas. Pasaste una hora hundida en su sofá de cuero. Le comentaste el nuevo reto que se presentaba. Él te escuchó atentamente. Es el momento fue su única respuesta. Y tiene razón. Así que has hecho acopio de fuerzas. Ya es hora de enfrentarte a esto. Ya es hora de dar el paso. Ya es hora de superarlo. Tienes que hacerlo. Eso es lo que te repites, una y otra vez, mientras vuelves a mirar por la ventana, y ante tu vista aparece la enorme playa de Hendaya, sus pequeñas villas blancas, la bahía de Txingudi, y respiras hondo, porque estas a punto de volver a pisar tierra, tu tierra, tus orígenes, el lugar que tanto amabas.
Tus manos aprietan con fuerza los apoyabrazos. Notas cómo él te observa disimuladamente. Lleva todo el vuelo haciéndolo. Desde la otra noche en tu terraza ha percibido tu gran inquietud. Pero no ha dicho nada, no te ha preguntado nada. Agradeces su respeto. Está perdido, no entiende lo que ocurre, pero no te fuerza a explicarlo. Agradeces su apoyo. Y no sólo lo notas en su silencio. Lo notas en la manera que tiene de mirarte. En su preocupación. Y te das cuenta de que, ya fuera de lo profesional, agradeces que te acompañe. Agradeces no estar sola. Las ruedas toman contacto con el suelo. El avión cruje en su fuerte frenado por la corta pista del aeropuerto de Hondarribia. Ya has llegado. Ya no hay vuelta atrás.
El taxi recorre veloz los kilómetros que os separan de San Sebastián. Ascendéis Gaintzurizketa. Pasáis por Rentería, por el puerto de Pasajes, y tras alzaros sobre el alto de Miracruz, ves tu ciudad al fondo. Ves emerger el Monte Igueldo en el horizonte. Muchas cosas han cambiado. Muchas cosas siguen exactamente igual a como las recordabas. La playa de la Zurriola está renovada, bulle de actividad surfera. Y te centras en mirar los majestuosos edificios del Kursaal, porque aquí, en este justo y preciso punto, lo último que quieres hacer es mirar a tu izquierda, a tu antiguo barrio, a las calles que te vieron crecer. Te recorre un escalofrío, y te esfuerzas por no mirar, no quieres mirar, y dejas de respirar, y no vuelves a coger aire hasta que atravesáis el puente y os internáis en el Boulevard.
El hotel Londres os recibe inmerso en una frenética actividad festivalera. Hay curiosos en la puerta, oyes su murmullo al bajar del taxi. Se preguntarán quiénes sois, si formáis parte del mundo del cine que aquí se congrega. Al entrar en el hall es DeauVille quien se encarga de efectuar el registro. Le reconocen, le saludan, le dan la bienvenida como si le conocieran de toda la vida. Te asomas a las cristaleras, y ves periodistas en la terraza realizando entrevistas a quizás actores, quizás directores. No reconoces ningún rostro. Te quedas absorta cuando ves, tras ellos, el más bello de los paisajes. La bahía de La Concha. Podrías quedarte horas mirándola.
Cuando reaccionas, cuando despiertas del hipnotizante momento, te giras, y ves a DeauVille, plantado en mitad del hall, mirándote, esperándote, con las maletas a sus pies. Te ofrece otra de sus espontáneas sonrisas. Os despedís momentáneamente en la entrada de vuestras habitaciones contiguas. Pronuncia un aquí estaré para cualquier cosa que necesites y desaparece por el umbral de la puerta.
Te descalzas, sintiendo la mullida moqueta bajo tus pies. Deshaces la pequeña maleta, desplegando sobre la cama la ropa que has traído. Te refrescas en el baño y vuelves para descorrer las cortinas. Abres la puerta de la terraza, cierras los ojos e inspiras, inspiras ese aroma a salitre, a mar puro, que tan vívido permanecía en tu recuerdo, y que tanto has echado de menos. Y sales a la terraza, y la vista vuelve a sobrecogerte, y apoyas tus manos en la balaustrada de piedra, sintiendo el calor del Sol sobre tu cuerpo, que te envuelve, que te reconforta.
Oyes como la puerta de al lado se abre, y le ves salir a su terraza. Se asusta brevemente, no parece haber previsto encontrarte allí asomada. Os separan tres metros de aire entre balcón y balcón. Hasta parece disculparse con su mirada, que interpretas como un lo siento no quería molestarte, hasta que el paisaje también le secuestra, le captura, porque hay tanto que ver, y que mirar, bajo aquella espectacular vista de un soleado mediodía de Septiembre.
¿Tienes hambre? le oyes preguntarte. Pidamos un almuerzo ligero a la habitación, le oyes proponerte. Asientes, y a los pocos minutos te reúnes con él en su balcón, y os sentáis a la mesa, donde dos ensaladas y dos copas de vino os esperan. Te observa mirar el paisaje. Cientos de recuerdos te esperan en cada lugar donde posas tus ojos. Pero te infunde alegría, porque en este justo instante sólo estás permitiendo a tu memoria liberar los momentos alegres. Él parece intuirlo, y te pregunta. Debes de tener muy buenos recuerdos aquí en La Concha. Sonríes, y asientes. Cuéntame alguno. Dejas pasar unos segundos, y miras hacia el Monte Igueldo. Y le cuentas tus recuerdos de las tardes de domingo, cuando subíais en el funicular al parque de atracciones, y montabas en los pequeños ponys, en la Montaña Suiza, en el Rio Misterioso. Tardes de risas, de diversión, que recuerdas con colores saturados, con el movimiento levemente acelerado, sin sonido, como si fuera una vieja película de Super8.
Cuéntame otro. Le señalas los toldos de la playa. Le relatas como tu familia siempre alquilaba uno todos los veranos. Cómo tu padre te enseñó a nadar en aquella orilla. Tú bien armada con manguitos en los brazos; tú y tus ganas de aprender, de hacerlo como los mayores, tenaz e insistente en tu lucha con las pequeñas olas que entonces te parecían enormes.
Puedo imaginarte perfectamente. No deja de sonreír. No deja de escucharte. Cuéntame otro más. Le señalas el reloj en el paseo. La rampa que baja a la playa a su lado. Ahí me dieron mi primer beso, le dices. Y le narras aquella noche de Semana Grande, y por un momento, vuelves a tener dieciséis años, porque el recuerdo es nítido, es cristalino, es puro, como todos los recuerdos de un primer beso. Porque un primer beso nunca puede olvidarse. Tú ahora no lo sabes, porque no lo has visto, pero después de mirar el lugar que le has señalado, su vista ha quedado fija en tus labios. Tú ahora no lo sabes, pero en el momento que has dicho primer beso ha sentido una turbadora mezcla de ternura y celos. Sea quién fuera el privilegiado, le ha envidiado. Tú ahora no lo sabes, pero ha sido la primera vez que ha sentido un punzada de deseo hacía ti. Hacia tus labios. Súbita y concisa.
¿Y tus recuerdos de cuando estudiaste aquí? le preguntas. Cuéntame alguno. Le observas erguirse para asomar la cabeza por encima de la baranda. Mira en silencio hacia varios puntos, sopesando qué contarte. Qué no contarte. Señala la playa. Noches de fiesta en Bataplán. Señala el puerto. Noches de fiesta en el Naútico. Señala Igueldo. Noches de fiesta en la discoteca Ku. Ríes. Tuviste que ser incorregible, le dices. La rica familia le envía a estudiar a San Sebastián, pero el joven no piensa en otra cosa que en salir a divertirse y comerse el mundo. ¿Aún eres incorregible? te atreves a preguntarle. No sabes muy bien por qué lo has hecho. Él se mantiene en silencio, mientras va cargando su mirada de travesura y doble sentido. Creo que aún tengo remedio, contesta.
No has mirado el reloj en toda la comida, y en un rápido vistazo observas que casi es la hora de tu cita con el agente de la Ertzaintza. Habéis pasado dos horas comiendo, hablando, recordando, riendo, y apenas te has dado cuenta del transcurrir de los minutos. Ha sido una dulce tregua. Te despides y quedáis al caer la tarde, para coger un taxi y acudir al evento de Perrier Jouet.
El inspector Otamendi te espera en la revolucionada planta baja del hotel. Encontráis una mesa tranquila en uno de los salones, y le pones al día. De los robos, del listado, de las sospechas. Es prácticamente lo único que puedes hacer; informar, asesorar, colaborar. Ellos se encargarán de vigilar el Museo San Telmo, en cuya iglesia se celebrará el evento. Es un lugar muy seguro, te informa. El museo ha sido renovado recientemente. Cuenta con buenos sistemas de seguridad. Los accesos y la zona limítrofe estarán controlados, añade. Asientes, y te despides recordándole tu disponibilidad para cualquier cosa que sea necesaria.
Subes de nuevo a tu habitación, te tumbas en la cama. Necesitas descansar un rato. Necesitas unas horas de calma, para asimilar todo lo que está pasando, y preparar tu mente para todo lo que va a pasar. Giras el rostro y ves el vestido de noche sobre la cama, el espectacular vestido que Sofía te ha prestado para este fin de semana. Suspiras. No te apetece nada ir al evento, ni tener que engalanarte y meterte en ese ambiente en el que no te sientes nada cómoda. Pero es lo que hay, Oteiza. Y vuelves a cerrar los ojos.