9
DeauVille consultó su reloj. Pasaban unos pocos minutos de las ocho de la tarde. A pesar de ser un soleado día de septiembre, la temperatura era agradable, sin el bochorno que asolaba la capital los días de verano. Hizo girar lentamente los hielos en su vaso de Martini Bianco, mientras observaba la actividad de la plaza. Críos jugando y correteando de aquí para allá, mientras sus madres formaban pequeños grupos de charla y tertulia. Jubilados sentados en los bancos dejando pasar el tiempo. Tres universitarias en la mesa de al lado, sin hablar, cada una absorta en su propio teléfono móvil. Se recostó en la metálica silla de la terraza, ansioso por la llegada de la inspectora Oteiza. Tenía muchas cosas que contarle.
Los dos últimos días los había dedicado casi íntegramente al estudio de aquel listado de botellas. Llamadas a coleccionistas, emails a varios enólogos internacionales, consultas a un amigo historiador sobre la segunda guerra mundial… dos días reuniendo una información que estaba deseoso de compartir con ella. Y por qué no admitirlo, estaba también ansioso por verla de nuevo. Si había algo que le gustaba en las mujeres, era el misterio. Y la inspectora había activado en él un nuevo y refrescante nivel de curiosidad. Ella desprendía misterio por cada uno de sus poros. Estaba aburrido de mujeres insípidas, cargadas de belleza exterior pero tremendamente decepcionantes una vez que indagaba más allá del físico. Oteiza parecía diferente. Muy diferente. Atractiva, y prometedoramente enigmática. Y aunque DeauVille intentaba no dejarse llevar por los tópicos, lo cierto es que el hecho de que fuese policía añadía un punto de morbo extra al misterio.
Cuando la llamó para concertar una nueva cita, ella le propuso que visitase la comisaría. Él se negó. La verdad, no le apetecía nada tener que desplazarse hasta un edificio oficial, pasar controles de acceso, y reunirse con ella en un entorno tan serio. Prefería verla en un ambiente más relajado. Así que aquí estaba, en una de las terrazas de la Plaza Santa Ana, girándose cada vez que oía el motor de una moto, esperando su presencia con la curiosidad acrecentándose minuto a minuto.
De repente tuvo un pálpito, una extraña intuición que le hizo mirar hacia una de las calles adyacentes. Y allí apareció ella, con paso firme y rápido, vestida con vaqueros y una fina camisa negra. Con semblante serio y protegida con gafas de sol, caminaba directamente hacia él. DeauVille se levantó para recibirla, y sopesó cambiar el serio apretón de manos por el más amigable y parisino saludo de los tres besos en la mejilla, pero desistió al ver que su amplia sonrisa de bienvenida no era en absoluto correspondida por la inspectora.
—Buenas tardes Monsieur DeauVille —saludó ella apretándole firmemente la mano.
—Encantado de volver a verla, inspectora. —Indicó al camarero que se acercase—. ¿Qué quiere tomar? —Oteiza se lo pensó unos instantes, y exclamó un café sólo con hielo.
—¿Ha tenido suerte con sus investigaciones? —A DeauVille le hubiera encantado entablar una conversación más trivial y personal antes de pasar al tema de las botellas, pero estaba claro que Oteiza era una mujer que no se andaba con rodeos. A cualquiera le hubiera parecido cortante, incluso borde, pero DeauVille lo interpretó como un método de defensa. Tratar con ella empezaba a convertirse en un reto, un reto muy excitante.
—Oh Oui. Tengo información muy interesante. Le va a encantar. —Se quitó las gafas de sol a pesar de que la luz de la tarde le resultaba aún molesta. Anhelaba que Oteiza hiciese lo mismo, que le ofreciese el placer de ver sus ojos marrones claros, pero la inspectora se quedó protegiendo su mirada bajo los cristales oscuros. El camarero llegó con el café mientras DeauVille abría una carpeta llena de papeles. Dio un largo trago a su Martini antes de comenzar su exposición.
—Antes que nada, me gustaría hacer un poco de historia. Para ponernos en antecedentes. —Sonrió, pero Oteiza mantuvo su semblante serio—. Como ya sabrá, durante la época en que estuvieron en el poder, Hitler y sus jerarcas Nazis, Himmler, Goring y Goebbels eligieron el encantador pueblecito de, y disculpe mi pésima pronunciación alemana, Obersalzberg, cerca de Berchtesgaden, en plenos Alpes Bávaros, para establecer sus residencias de descanso. Una zona de cuento de hadas, con densos bosques y montañas de cumbres nevadas. —Oteiza asentía mientras removía el café con la cucharilla—. Allí tenía Hitler su retiro monumental, el Berghof, un lujoso chalet de más de treinta habitaciones y un enorme salón con vistas a los Alpes que utilizaba como retiro y como lugar de reuniones con sus generales. —La inspectora vertió el humeante líquido en el vaso con hielo—. En 1939, y como regalo para el quincuagésimo cumpleaños de su amado líder, el partido nazi encargó al lugarteniente Bormmann elaborar un nuevo proyecto muy cerca del chalet: perforar la montaña con túneles y construir un ostentoso ascensor con puertas chapadas en oro, lujosas alfombras y paredes de espejo que, a través de un hueco en la montaña de más de ciento veinte metros, ascendía hasta lo alto y llegaba a una pequeña casa situada a más de tres mil metros de altura. Así Hitler podría contemplar el paisaje que lo rodeaba, como un Dios que vigila los reinos de la Tierra —pronunció DeauVille empleando un tono teatral en la voz—. Esas son palabras que salieron de los generales nazis, no es opinión personal mía —añadió sonriendo.
—Entiendo —se limitó a decir Oteiza sin corresponder de nuevo a su sonrisa.
—A esa casita en lo alto la llamaron El Nido del Águila. —DeauVille sacó de la carpeta una serie de fotografías que mostraban la montaña con la pequeña casa sobre los riscos, los túneles de acceso y el interior del lujoso ascensor—. En realidad se llamaba la Casa Kehlstein, pero el sobrenombre se lo dio un diplomático francés tras haberla visitado y haberse quedado impresionado por su emplazamiento y por la parafernalia nazi y su simbología del Águila. Hitler la usó muy poco. Por lo visto solo subió en una decena de ocasiones, y durante poco espacio de tiempo. No le gustaban mucho las alturas, y decía que le faltaba el aire al haber menos oxígeno a esa altitud. La que sí la utilizó mucho fue Eva Braun, que subía a tomar el Sol, y que incluso organizó allí la boda de su hermana. Supongo que la empleó como escondite para alejarse de los momentos de furia del pequeño cabrón. —DeauVille observó el nacimiento de una sonrisa en los labios de la inspectora, que miraba atentamente las fotografías. Se mantuvo en silencio, estudiándola. En cuanto subió la vista y se notó observada, la sonrisa desapareció por completo.
—Ahora demos un pequeño salto en el tiempo —continuó narrando—. Abril de 1945. Las tropas aliadas ya han desembarcado en el continente y están liberando Francia junto con tropas del ejército francés. Se han internado en Alemania y están a punto de llegar a Berchtesgaden. Una división francesa, siguiendo las órdenes de Charles de Gaulle de liberar todas las partes ocupadas de Francia, se encuentra en Burdeos, terminando de expulsar a los alemanes de la península del Medoc. Oyen noticias de que las tropas aliadas están a punto de llegar al idílico retiro de Hitler en los Alpes. El orgulloso comandante de la división, Philippe Leclerc, quiere estar allí, en Alemania, donde se desarrolla la acción principal. Así que terminan la operación en el Medoc, y en apenas cinco días recorren mil kilómetros, atravesando Francia. Llegan a Alemania y se plantan en los Alpes Bávaros. Se unen a las tropas americanas, pero toman un camino paralelo y astutamente se adelantan a ellos en su entrada en Berchtesgaden. A última hora de la tarde llegan a la base del Nido del Águila; los alemanes, antes de huir, han destrozado el motor y los cables del ascensor, así que está inutilizado. Leclerc manda llamar a uno de sus hombres, un joven sargento de veintitrés años llamado Bernard. Tú eres de la región de Champagne, ¿no? El joven asiente. Así que sabrás de vinos. Bernard vuelve a asentir. Pues mañana por la mañana vas a salir de escalada por la montaña. A primera hora, Bernard y un pequeño grupo de hombres comienzan la subida. Hace calor, el camino es muy complicado, y tienen que detenerse con frecuencia por el peligro de minas y trampas. El aire es demasiado tenue y les cuesta respirar. Cuando llegan a la cima, están exhaustos. Entran en la casa, y en el sótano se encuentran con una puerta blindada. Colocan una pequeña carga de explosivos. La detonan, y una vez que se despeja el polvo y el humo, la puerta aparece ligeramente abierta. Y Bernard se cuela por la pequeña apertura. Está muy oscuro. Enciende la linterna, ilumina la enorme estancia, y le cuesta unos segundos darse cuenta de lo que allí hay. No se lo puede creer.
DeauVille interrumpió la narración, y lentamente cogió el vaso de Martini, notando satisfecho cómo la impaciencia crecía en Oteiza.
—¿Y qué encuentra allí? —preguntó la inspectora con gran interés. El francés sonrió y la hizo sufrir unos segundos más.
—Apunta con la linterna a las paredes de la estancia, y se queda abrumado. Sólo se ven botellas y más botellas. En las estanterías de las paredes, en cajas de madera… Están todos los grandes vinos, todas las añadas legendarias. Los Rothschild, los Mouton, los Lafite… los mejores Burdeos, los más extraordinarios vinos que ha visto nunca. Echa una cuenta rápida. Hay miles de botellas. Y no sólo Burdeos. También están los mejores vinos de La Borgoña y Champagne. Los Bollinger, Kurg, Pommery, Moët… Cinco años antes había visto con sus propios ojos cómo Göring requisaba muchas de aquellas botellas en una bodega de su zona natal. Bernand toca las botellas para convencerse de que no es un sueño, y luego se echa a reír. También observa que hay muchos vinos con la etiqueta Reservado para la Wehrmacht. Aquello se convierte en una fiesta para los soldados que han acometido el laborioso trabajo de llegar hasta el Nido del Águila. Descorchan algunas de las botellas y brindan por la caída de los alemanes. Supongo que fue un gran momento en sus vidas. —DeauVille sacó nuevas fotografías de la carpeta. En ellas se veían a soldados con copas en la mano, copas con borde dorado y una esvástica grabada en el cristal, repletas de vino, y rostros alegres, rostros congelados en aquel momento de felicidad, de regocijo, de júbilo tras años de miserias y penurias. Oteiza empezó a intuir por donde iba la historia. Se quitó las gafas de sol y miró a DeauVille directamente a los ojos, interrogándole. Él sacó las hojas del listado, que en diferencia con el otro día, ahora aparecían llenas de anotaciones junto a cada una de las descripciones de las botellas.
—Inspectora Oteiza —le acercó las hojas—. Todas y cada una de estas botellas robadas pertenecen a aquella colección privada del Führer. Todas y cada una de ellas fueron encontradas por Bernard y sus hombres en el Nido del Águila. Todas y cada una de ellas fueron descendidas de la montaña con extremo cuidado, y fueron devueltas a sus bodegas de origen. A cada propietario, a cada Château. Durante los siguientes sesenta y cinco años, muchas permanecieron con sus dueños o sucesores; otras fueron cedidas a museos. Algunas fueron subastadas y llegaron a coleccionistas privados. Hasta que fueron robadas por estos impresentables que, a saber por qué, están volviendo a recopilarlas.
Oteiza estaba francamente sorprendida. Por los datos aportados, por la impecable y entretenida narración de la historia, pero sobre todo, por el excelente trabajo realizado por DeauVille. No sólo había investigado sobre el origen de las botellas, sino que había recopilado fotografías y anotado muchísima información añadida sobre las hojas del listado.
Madre mía, sólo le ha faltado prepararme un Power Point.
—¿Ha recopilado toda esta información en sólo dos días? —preguntó—. DeauVille se limitó a sonreír, levantó el vaso de Martini a modo de brindis, lo terminó de un trago y se recostó satisfecho en la silla. —Excelente trabajo.
—¿Le he impresionado, inspectora?
—No —mintió Oteiza—. No es fácil impresionarme, Monsieur DeauVille —añadió con una mirada retadora.
—Seguiré intentándolo —contestó el francés bajando el tono de la voz, convirtiendo la frase en una aceptación de desafío.
—¿Habría alguna manera de saber qué otras botellas fueron recuperadas del Nido de Águila y aún no han sido robadas? —La inspectora ya estaba pensando en el siguiente paso. Adelantarse a futuros robos, avisar a sus propietarios. Incluso pillarles infraganti.
—En ello estoy —dijo DeauVille incorporándose—. Pero aún necesitaré algo más de tiempo. Recuerde que encontraron miles de botellas. La mayor parte se consumieron, y no es nada fácil seguir el rastro de las que quedaron. Han pasado muchos años. Hay muchos propietarios que ya han fallecido, y sus sucesores no tienen ni idea de lo que poseen. Y hay mucha gente que ha preferido olvidar aquellos míseros años.
—Entiendo. Por favor, avíseme en cuanto sepa algo. —La inspectora se puso en pie—. Y Monsieur DeauVille —hizo una leve pausa—. Gracias.
—Tout le plaisir est pour moi —contestó sonriente, con la excitante sensación del alumno adolescente recién felicitado por su profesora favorita.