Cuando Satán vuelve a casa por Navidad

Uno de los más distinguidos profesores de este College ―cuyo nombre os resulta muy familiar a todos― me dijo hace unas semanas: «Bueno, supongo que escucharemos alguna de tus rutilantes historias de fantasmas».

Mi oído es muy sensible, por lo que me pareció que esa manera de hacer hincapié en este punto contenía, más que un cierto grado de entusiasmo, una aceptación resignada. No tuve más remedio que preguntarle acerca de lo que no le gustaba de mis historias de fantasmas.

―Los fantasmas ―me dijo como si nada―. Ya te hemos oído hablar de tus encuentros con las sombras de la reina Victoria, Jorge V y Jorge VI, sin olvidarnos de sir John A. Macdonald[77]… Lo cuentas como si sólo tú pudieras relacionarte con gente que ocupa un lugar de tanta importancia en la historia. Lo tuyo viene a ser una especie de elitismo ectoplasmático, que resulta especialmente desagradable.

Tenía que haberle dicho que aquellos fantasmas no eran una invención; que yo no los buscaba, sino que eran ellos los que acudían a mí. Pero no tiene sentido discutir con personas a las que, si se les aparece un fantasma, será en todo caso un fantasma de rango inferior, uno que viene de las ramas más modestas del funcionariado. Pero tomé la decisión de instruirle al respecto, aunque no esperaba encontrarme con ningún fantasma este año; después de todo, ya es bastante poder alinear a cinco fantasmas seguidos, incluso en el College más encantado de cualquier universidad; además, acaso fuese mejor inventarme alguna historia de fantasmas que pudiera ser fácilmente aceptada por unos oyentes con puntos de vista fuertemente igualitaristas.

Y así lo hice. Fue la mía una historia excelente ―una de esas que en otro tiempo se llamaban de maravillosa invención―, y ciertamente original. Una historia que trata de un joven y supuesto profesor de nuestro College, un tipo llamado Frank Einstein, biólogo brillante y descubridor del secreto de la vida tras el hallazgo que hiciera de un antiguo manuscrito de alquimia, gracias al cual creó una criatura viviente a partir de unos despojos que robase del laboratorio del departamento de disección de la Facultad de Medicina. Había llevado aquellos restos a su habitación, secretamente, y allí fue donde procedió a ejecutar el experimento. Pero como no pudo dotar de alma a su criatura, o a su monstruo, si se prefiere decirlo así, éste mató al tesorero de la universidad, y luego al bibliotecario, y después desfloró y se comió a la novia del propio Frank Einstein, una estudiante recién graduada llamada Mary Shelley… Esto, desde luego, es mera narrativa, una pura invención, y hube de buscar muchas referencias para hacerla, especialmente en lo que se refiere a los soliloquios del monstruo, pero anoche…

Anoche celebramos en el College nuestro baile de Navidad, lo que quiere decir que no hubo tiempo para el sueño hasta bien entrada la madrugada, cosa que es propia cuando la juventud y los placeres encuentran y hasta cazan las horas más gloriosas que caminan sobre pies ligeros. Ocurrió alrededor de la una de la madrugada, cuando me hallaba echando un vistazo en el salón de baile circular donde se divertía el alumnado, allá donde esas horas de pies ligeros danzan circularmente, que es cuanto se puede esperar, después de todo, en un salón de baile circular. En un momento dado salí de allí para dirigirme a la capilla y tomar algo de resuello y descansar al menos diez minutos, pues me pareció que en un lugar así estaría tranquilo, que no habría nadie. Pero la capilla no estaba precisamente vacía.

El hombre que se hallaba de pie ante el altar, y que miraba intensamente el iconostasio, no era precisamente un tipo raro, salvo si se entiende por tal que fuese extraordinariamente llamativo en todos los sentidos. Era un hombre de edad mediana, aunque no pertenecía al claustro de profesores. Por lo general reconoces a un hombre de mediana edad que pertenezca al claustro de profesores por el corte de su traje, uno de esos trajes que llevamos desde treinta años atrás y que podríamos seguir llevando durante los próximos cuarenta y cinco años, si la vida nos diese para tanto. Pero la levita de aquel hombre semejaba haber sido hecha el día anterior, de tan nueva como estaba, no obstante su corte tradicional.

Lucía el extraño largo el cabello, pero elegantemente arreglado y peinado, y una barba que le daba un toque de gran distinción. Me resulta difícil describir la belleza de su rostro, una belleza que no parecía consciente de sí misma, pero que lo era rotunda; una belleza, en cualquier caso, con un toque de helada prepotencia displicente. De inmediato me hice una composición de lugar: se trataría, me dije, de un nuevo profesor visitante, de un lector llegado de cualquier universidad norteamericana del medio oeste.

―Hermosa pieza, ¿verdad? ―dije señalando el iconostasio.

Ni me miró.

―Muy interesante ―dijo en voz baja―. Estos retratos de familia suelen ser muy interesantes.

Supuse que estaba sordo.

―Es un iconostasio ruso, del siglo XVII ―dije alzando la voz―; un iconostasio que ha viajado mucho a lo largo de estos siglos, hasta llegar aquí.

―Es una lástima que no esté representado el Padre; no obstante, no es de las peores piezas de esta clase que he visto ―dijo sin dejar de ignorarme.

―Me pregunto si no será usted profesor invitado de nuestro departamento de arte ―le dije abruptamente.

Entonces se volvió despacio y me miró. Fue la suya una de esas miradas que contienen a partes iguales conmiseración y desprecio. Me sentí mal, porque no me miraban así desde el último examen oral al que fui sometido, hace ya más de treinta años de aquello.

―¿No me conoces? ―me preguntó el extraño.

Aquello me hizo dudar, y hasta sentir molesto. No soy muy bueno para los nombres, pero sí para las caras. Y estaba seguro de no haberlo visto nunca antes. No obstante… había algo en aquel tipo que me resultaba familiar, por así decirlo.

―¿Quieres que te dé una pista? ―dijo, y al instante se transformó. De golpe lo vi vestido con un traje rojo muy brillante, y cubierto por una capa igualmente roja y no menos brillante, mientras el sonido de la música procedente del salón de baile, en la planta superior, se convertía lentamente en una sucesión de compases que remitían a Gounod[78].

―¡Claro! ―exclamé―. Es usted el nuevo director de la escuela de ópera… ¡Qué bien le sienta ese fantástico traje!

―¡No! ―gritó con cierta impaciencia, transformándose de nuevo; ahora se me presentó con una especie de terno animal, peludo y áspero, y con unos zapatos que parecían pezuñas; de la frente le salían dos cuernos, y en el final de la espalda, allá donde antes le quedaban los fondillos del pantalón, tenía una especie de cara muy fea, en la que sobresalía una boca no menos fea, y de la cual pendía algo parecido a una lengua larga y muy roja que se balanceaba obscenamente.

―Claro, claro ―dije echándome a reír como un imbécil porque comenzaba a estar un poco nervioso―; seguro que es usted uno de esos actores de la Poculi Ludique Societas[79] que representan obras medievales… ¡Qué buen disfraz!

―¡Maldita sea! ―rugió el extraño como un león al tiempo que la lengua que le colgaba de la boca de la cara trasera azotaba el aire y se ponía del color de la frambuesa, desesperada―. Pero ¿qué clase de estúpido incrédulo eres tú, muchacho? ¿Qué voy a hacer contigo? ―y para mi mayor sorpresa, una sorpresa que me llevó al borde del desmayo, apareció de golpe, allí mismo, sí, en la capilla, justo a mi espalda, un dragón rojo con siete cabezas y una corona y diez cuernos en cada cabeza. El ruido que hacían aquellas siete cabezas resultó insoportable a mis nervios, porque además un hedor pestilente se impuso a la delicada colonia que exhalaba de aquel hombre tan bello, y a punto estuve de vomitar. Me repuse, no obstante, y me aparté unos pasos, para buscar asiento en uno de los bancos, pero caí estrepitosamente al suelo.

―¡El Diablo! ―dije entonces, y de súbito se esfumó el dragón pestilente y vi ante mí al muy apuesto caballero.

―Bueno, al fin sabes quién soy ―me dijo, tendiéndome la mano para ayudar a que me levantase.

Apenas podía sostenerme en pie. Sé bien cuándo estoy fuera de combate. Caí de rodillas.

―¡Oh, Señor! ―exclamé, pero como no me pareció que mi voz tremolase como era debido, lo que es decir de manera suficientemente teatral, añadí―: Oh, tú, mi Señor… ¿Qué quieres de mí?

―Quiero que te pongas de pie y te olvides de todas esas estupideces medievales ―me espetó el Diablo, y digo que era él, pues entonces ya no me cupo duda alguna al respecto―. Vosotros, estúpidos mortales, insistís en tratarme como si yo fuese el mismo de las representaciones vistas desde el siglo XVI; no tenéis en cuenta que soy un ser intemporal, un ser que viaja a través de las edades.

―De acuerdo ―dije levantándome―. Entonces, ¿qué puedo hacer por usted? Arriba, en un salón de la biblioteca, sirven una cena excelente; y si quiere un par de almas que llevarse, puedo hacerle una lista de todos los residentes en el College, con acotaciones al margen, para que elija.

―¡Ay, querido mío! Pero ¿qué clase de Diablo crees que soy? ―me dijo condescendiente―. ¿Es que me tomas por un tipo que se vende a cambio de nada? No tengo el menor interés por cualquiera de tus alumnos, ni por cualquiera de tus amigos y colegas. Sé bien cómo seleccionar a los miembros de mi staff.

Un pensamiento de dimensiones terribles ―o de mera vanidad, quizá― se apoderó de mí. Intenté sacar la mejor de mis voces, una de la que pudiera sentirme realmente orgulloso, y dije en tono solemne:

―¿Entonces ha venido por mí?

El Diablo se echó a reír ―fue la suya una risa sorda y plateada, si pueden imaginar algo así― y me palmoteó amistosamente las costillas con ambas manos.

―Bueno, muchacho ―me dijo―, dejémonos ya de cumplidos y tonterías.

Aquellas palmaditas que me dio en las costillas sirvieron para reanimarme. Siempre había pensado que el Diablo sería un ser hosco, incluso temible, pero con ello me había demostrado que no tenía motivos para temerlo.

―Bien ―dije―; estoy seguro de que no habrá venido por venir… Si no quiere almas, ni siquiera hacerse con una propiedad espiritual tan interesante como mi alma misma, ¿qué puedo ofrecerle?

―Nada, salvo que observes como es debido este maravilloso iconostasio ―me respondió―. Seguro que lo que voy a decirte te parecerá extraño, pero en esta época del año, cuando se celebra la Navidad, me siento un poco melancólico… Siempre oigo decir a la gente que vuelve a casa por Navidad… No sabes, muchacho, cuánto me gustaría volver de verdad a casa por Navidad.

Me cuidé mucho de no hacer el menor comentario.

―Claro está ―siguió diciendo el Diablo tras una pausa― que no puedo hacerlo, pues nadie me invita ―un velo de exquisita melancolía, en efecto, cubría su rostro hermoso, su gesto altivo, dándole una expresión que jamás había contemplado en nadie.

Cuando yo era niño cobró mucha fama una novela de Marie Corelli titulada The Sorrows of Satan[80], pero ni siquiera ella expuso ahí que una de las mayores penas de Satán fuese la de no poder ir a casa por Navidad.

Me sentía inmerso en un dilema. De una parte, sabía que mi obligación era la de defender al College de un Diablo tan poderoso como insensato; de otra, el sentimentalismo me impedía actuar convenientemente. Tenía que proceder, pues, con un tacto exquisito.

―¿Eran felices las Navidades en su casa? ―le pregunté, suponiendo que mi tono amable y coloquial serviría para sacarlo de aquel estado.

―No puedo hablar de eso ―respondió―; como ya te he contado, jamás he tenido Navidades pues nunca he sido invitado a celebrarlas, ni se celebraban en mi casa por la opinión de mi padre, contrario a hacerlo. Pero hace ya tantos años… Da igual, las Navidades seguirán existiendo hasta el fin de los eones.

―Creo que comprendo su situación ―le dije―, pero no se sienta tan desgraciado; la culpa no es suya, después de todo; es usted eso que llamamos la consecuencia de un hogar roto.

El Diablo me echó entonces una mirada que me hizo sentir francamente incómodo.

―No creas que porque tengo tu compasión ―me dijo― no puedo leer en ti como si fueses un libro abierto. Te crees muy inteligente, mucho más que yo; pero eso no es más que una vana ilusión, perfectamente académica, por otra parte.

―No me creo más inteligente que usted ―repliqué―; sé perfectamente qué les ocurre a los profesores que se creen más listos que el Diablo. El infortunado Doctor Fausto, por ejemplo… Pero sé que jugará usted limpio conmigo; me pide usted compasión y, sin embargo, cuando le doy lo mejor de mí, me acusa de hipocresía… Hablemos en términos de estricta honestidad intelectual, se lo ruego.

De nuevo resonó en la capilla el latigazo de la larga lengua color de frambuesa que tenía en la fea cara trasera, y temí que el Diablo se volviese a presentar de aquella guisa, tan diferente a su actual aspecto de respetabilísimo caballero, irreprochablemente contemporáneo, o lo que es peor, que apareciese de nuevo el dragón hediondo, aunque de momento, la lengua inconvenientemente situada se dejaba sentir, pero no estaba a la vista.

―La honestidad intelectual significa, supongo, que hemos de jugar con tus reglas ―me respondió―, y la verdad es que prefiero jugar con las mías, pues con ellas podremos llegar más lejos, mucho más lejos… ¿Acaso me crees tan estúpido como para no ser capaz de sostener más de un punto de vista al tiempo? Tú no podrías hacerlo, tonta criatura, la más tonta criatura de cuantas hay sobre la faz de la tierra. Yo disfruto tornándome sentimental durante la Navidad; al fin y al cabo es la fiesta de cumpleaños de mi hermano pequeño… Pero no creas por ello que precisamente por eso voy a perder la menor oportunidad de darle un disgusto.

Hizo una pausa y pude ver que en el fondo estaba de buen humor, añorante y hasta expansivo, si no fanfarrón, lo que ayudó a que me tranquilizara.

―Creo que los christmas de Navidad ―siguió diciendo― son una de mis mayores invenciones. Sí, las tarjetas de Navidad han hecho más que cualquier otra cosa por convertir estas fiestas en algo horrísono… Creo que con ello demostré ser inteligente, un sabio. Hasta varios pintores Victorianos se dieron a pintar christmas, y así… bueno, ahí los tiene, juzgue por sí mismo.

Asentí mientras me frotaba el brazo, que tenía acalambrado como suelen tenerlo los escritores.

―También los regalos ―siguió diciendo― son ridículos, por mucho que tengan su origen en la tradición de los magos. Conozco bien a los magos, como podrás imaginarte. Melchor, Gaspar y Baltasar, unos tipos muy graciosos, incluso encantadores, que ofrecían oro, incienso y mirra como trasunto de sus nobles corazones… Pero cuando me apropié de su idea, y la convertí en la costumbre de hacer un regalo de Navidad, alcancé realmente la cumbre de mi inventiva. Las gentes, lo sabes bien, gustan de regalar cosas a quienes quieren, pero yo hice de eso algo tan obligatorio que incluso regalan a quienes detestan… Míralo como quieras, pero eso es algo irónico, terriblemente irónico.

No pude dejar de observar que a medida que hablaba perdía su aspecto señorial, llevado acaso del sarcasmo que adornaba su conversación. Tenía ahora la cara muy roja, la mandíbula desencajada y los labios húmedos. Y tuve la sensación de que lo rodeaba algo así como un zumbido procedente de las siete cabezas del dragón pestilente, que silbaran como serpientes.

―Santa Claus, ¿sabes?, Santa Claus, sí, también es una invención mía ―prosiguió―. Observa este iconostasio… Ahí tienes a San Nicolás, el trabajador errante. Un tipo excelente. Lo conocí bien cuando fue obispo de Myra… Le encantaba hacer regalos. Era muy hospitalario, a todos abría sus brazos y tendía la mano, como únicamente lo hacen los santos. Pero en cuanto me puse en marcha y comencé a muñir, el engranaje rodó perfectamente. Ahora, ahí tienes sus imágenes por todas partes; y ahí lo tienes a él, un viejo apacible y gordo vestido de rojo, dispuesto a conseguirte todo lo que le pides, da igual si es una suscripción a cualquier revista, unas bebidas suaves, bisutería, productos de uso diario, secadores de pelo, receptores de televisión, muñecas… Pide lo que quieras que Santa te lo trae. Me encuentro al bueno de San Nicolás aquí y allá. Ahí que va el pobre hombre, intentando mantener viva la Navidad, y te aseguro que cuando me lo encuentro no puedo evitar un sentimiento de vergüenza ajena. Y no sólo eso.

A estas alturas de su discurso era cada vez más perceptible la degeneración que se iba obrando en el Diablo. Su elegante terno estaba arrugado, hecho un montón de harapos; el cabello le caía escaso y grasiento; su estómago y las posaderas se le habían descolgado de tal manera que parecía tener la forma de una pera, y el pañuelo que sacó para enjugar las lágrimas que le provocaba su risa estaba terriblemente sucio.

Yo no sabía qué hacer. Sentía que la situación era desesperada. Pero entonces tuve una idea.

Hay una actividad, muy popular en el mundo de la educación, a la que llamamos asesoramiento psicológico. Todos los años recibo montones de cartas en las que se me pregunta por el asesoramiento psicológico que ofrecemos en nuestro College, cartas que preguntan, por ejemplo, cuántas personas se encargan de dicho asesoramiento, a lo que invariablemente respondo que yo solo, pues es cierto que me encargo de eso yo solo. Estaba claro, ahora, que era el momento de poner en práctica algo parecido, aunque me echaba para atrás, en cierto modo, la sospecha de que seguramente había sido el Diablo quien se inventara lo del asesoramiento psicológico. ¿Cómo arriesgarme, pues, en ese auténtico sinsentido que él mismo había creado? No obstante, quizá fuese interesante probar.

―Es evidente que ha venido usted aquí para admirar nuestro iconostasio ―le dije, pasándole el brazo por los hombros en lo que deseaba fuera un gesto paternal y a la vez muy respetuoso―. Mírelo bien y recuerde su antiguo hogar, acuérdese de su familia… Por desgracia, es verdad, no aparece representado ahí su Padre de usted…

―El retrato que le hizo Miguel Ángel es, con mucho, la mejor de sus representaciones ―me interrumpió―. Merece la más alta de las calificaciones.

―Mire a sus hermanos, no obstante ―le recomendé―; observe a los arcángeles Miguel y Gabriel… ¡Qué hermosos son! Observe su extraordinaria condición física, a despecho de que tengan la misma edad que usted… Y recuerde, le sugiero, que usted fue alguna vez tan hermoso como ellos…

De inmediato quité el brazo que le había pasado por los hombros. Percibí en el Diablo, de golpe, los síntomas más terribles de su degeneración física y espiritual, pues encima lo vi de golpe a mi lado desnudo y con unas grandes alas negras.

―Ahora soy como ellos ―dijo orgullosamente, pero para mi sorpresa supe entonces que el Diablo era en realidad un hermafrodita. No obstante, los cinco años que llevaba ya como rector del College me habían preparado para cualquier sorpresa.

―¡Bien, todo un arcángel! ―exclamé, y acto seguido me salió una de esas cosas, una frase de ánimo, propias de un consejero psicológico―: Verá, creo que puede conseguir usted lo que se proponga, cualquier cosa; pero este insólito asalto que pretende hacer a la Navidad me parece impropio de usted. ¿No le parece que ya hemos tenido suficiente? Considere que la gente aún celebra la Navidad, ¿sabe?, con un espíritu no del todo semejante al que pueden sugerir las tarjetas para felicitar las fiestas, ni los regalos forzados, ni la imagen degradada de San Nicolás ―hice un alto para pensar en aquella noche de celebración, y en todos los que disfrutábamos de la Navidad en el College, pero me di cuenta de que el Diablo me miraba ceñudo.

―Sí, pero lo hacen por mi hermano menor, ya sabes. Parece como si nadie más hubiera nacido. Nadie celebra mi cumpleaños.

Puedo asegurar que al decir eso lloriqueaba como un niño.

Yo no soy en vano profesor de interpretación dramática. Sé reconocer de inmediato cuándo alguien interpreta y cuándo no.

―No se lamente más ―le dije―; yo celebraré su cumpleaños.

―¡Bah! ―me espetó―. ¿Y quién eres tú?

―¡Ajá! O sea, que quiere hacer que caiga en el pecado del orgullo ―le dije―. Sabe muy bien quién soy, no hace falta que se lo recuerde.

Me hizo gracia que me mirase un tanto desconcertado.

―Bueno, di lo que quieras; total, nadie te va a oír… ¿Quién iba a reconocerte, seas lo que seas?

―Todo el College sabe quién soy ―repliqué.

―¡Bah! ¡El College! ―dijo con cierta rudeza, pero dubitativo.

―¡Es un College para graduados! ―dije yo―; más aún, estamos en una auténtica escuela de pensamiento ―tenía yo la esperanza de que no pudiera seguirme si utilizaba una jerga semejante.

―¿Me tratas entonces como si fuese uno de tus compañeros de claustro? ―me preguntó con un brillo en sus ojos que denotaba mucho más que complacencia.

―Así es ―le dije―. Ahora, dígame en qué fecha estamos.

Dudó, pero sólo unos instantes.

―Verás, nunca digo esta fecha a un alma ―y se acercó a mí, echándome el aliento al oído, para decírmela muy bajo; su aliento me hizo sentir calor en la oreja, pero puedo decir que desde entonces oigo mejor por ese oído que por el otro.

Mucha gente sostiene que el Diablo es un tipo vulgar, pero no son pocos los que le consideran todo un caballero. Éste fue el aspecto de su carácter que quiso mostrar entonces.

―Eres muy considerado conmigo ―siguió diciendo―, y me gustaría hacerte patente mi gratitud por ello. ¿Qué quieres que te conceda? Y dímelo, sea lo que sea; no reprimas tu ambición.

No me salió una sola palabra, por lo que el Diablo se echó a reír de nuevo, con esa risa suya de antes, sorda y plateada.

―Estoy seguro de que piensas en Fausto ―me dijo―, pero, si te digo la verdad, no me dio más que un alma carcomida; tú, sin embargo, me has dado ya algo que nadie me había ofrecido, cual lo es el privilegio de la amistad de un profesor del College de Massey. Pero, venga; si no quieres algo para ti, pídemelo al menos para el College. ¿Acaso no lo aceptarías? ¿Qué te parece un bonito donativo? Los académicos siempre precisan de dinero, andan muy escasos… ¡Dime a quién enviárselo!

Pero el Diablo me había subestimado. Yo sé con qué se hacen las mejores amistades entre los colegas del claustro de profesores, y no es precisamente con dinero, por muy delicioso que resulte el dinero. Mis ojos estaban fijos en el iconostasio. En la tercera fila de los iconos hay uno que muy poca gente es capaz de reconocer. Es un símbolo tan extraordinario, de significado tan profundo y de tantas y tan infinitas aplicaciones que ni siquiera el profesor Marshall McLuhan ha sido capaz de reventarlo. Es el símbolo de Santa Sofía, la divina sabiduría.

El Diablo supo al instante qué era lo que absorbía mi atención.

―Te desvelaré ese enigma, pues sabes qué es lo que debes preguntar al respecto.

―Será en beneficio del College, al fin y al cabo ―dije.

Asintió.

―Muy bien ―dijo―, pero tienes que comprender que sólo estoy en posesión de la mitad de lo que me pides, la sabiduría divina. Tendrás para tu College, sin embargo, esa otra mitad a la que aspiras, y te aseguro que será un regalo de gran valor. Lo que no sé es cuándo te harás con la otra mitad, la mía.

―Yo sí lo sé ―le dije―; sé que también me concederá usted el conocimiento que atesora su mitad la próxima vez que vuelva a casa por Navidad.

Se echó a reír, desplegando sus espléndidas alas, y desapareció.

Regresé ya bien entrada la madrugada a mi habitación en el College, para tomar estas notas apresuradas y acaso también para dar cuenta del paso de un nuevo día, y después, como siempre, quizá hasta el final de los días, tañer veintiuna veces la campana para llamar a las actividades lectivas. De nuevo, y bajo circunstancias que no me fue dado prever ni anticipar, nuestro College había recibido la visita, no de un fantasma, pues se trataba el Diablo de un hombre fuerte, poderoso y enérgico como cualquiera de nosotros, o mucho más, sino de un espíritu tocado por las más altas distinciones. Suspiré sobre todo pensando en nuestros igualitaristas, para quienes los fantasmas no son más que un entretenimiento de la petit bourgeoisie. El baile ya había concluido, pero nuestras fiestas de Navidad no habían hecho más que empezar.