Hoy no hay noticias

Algunos de ustedes se mostrarán disconformes porque en esta edición del Argus no haya noticias, sino una información completa a propósito de cierto problema habido en nuestro periódico. Pero me parece que este artículo es mucho más importante que cualquier información. Y hasta es más que posible que algunos anunciantes se muestren disconformes de igual manera, pues no hay hoy hueco para las páginas de anuncios por palabras. Pero la primera obligación de un periódico es la de informar a sus lectores.

No me verán más, así que sólo pretendo grabar en sus impresiones lo siguiente, un hecho claro:

El doctor Evan Scot no es un hijo de Satanás.

Tienen que creerme. Paso a ofrecerles las razones por lo que no lo creo, y así verán; después, una vez haya concluido mi exposición, y Mamá Grace haya impreso suficientes ejemplares para nuestros suscriptores, limpiaremos bien las prensas, nos tomaremos un par de tragos, y saldremos por la puerta para adentrarnos en ese negro vacío que nos espera ahí fuera, desde hace tres días, con las luces apagadas.

Ya les hablaré de la oscuridad, incluso de la negrura, a su debido tiempo. Antes, sin embargo, quiero decir que el rumor acerca del doctor Scot jamás se hubiera propalado de haber atendido Mamá Grace a su trabajo como es debido.

Ocurrió la semana pasada, al día siguiente de los últimos exámenes de High School, los definitivos para la graduación. Mamá Grace entró en mi despacho, llegado aprisa del cuarto de composición, y extendió las galeradas sobre mi mesa.

―No voy a… en… enviar un e… ejemplar al hi… hijo de Sa… Satanás ―dijo Mamá Grace; el pobre tipo tartamudea cuando está nervioso.

Bajé los pies de la mesa y eché un vistazo a las galeradas. Contenían un informe sobre los ejercicios puestos como examen e incluían un extracto del discurso del doctor Scot en la ceremonia de graduación. Entonces miré a Mamá Grace.

Mamá Grace tenía pintada la indignación en el rostro; su cabello blanco estaba revuelto y tenía desorbitados los ojos azules; su barbilla parecía abombada como una concha.

No dije nada. Simplemente, me levanté para ir despacio al cuarto de composición de textos y echar un vistazo a la botella de whisky que hizo a Judith llamarlo Mamá. Judith había dicho que Mamá Grace acunaba la botella en sus brazos como si fuese un niño perdido al que hubiera encontrado en la noche de un sábado. La botella estaba intacta ahora, igual que en el último mes; Mamá Grace se había pasado todo ese tiempo de un lado a otro, inmerso en la investigación que hacía en sus ratos libres.

De vuelta a mi despacho lo miré ceñudo.

―Y bien, Mamá… ¿De qué se trata?

―Evan Scot es de la semilla de Lucifer. Maldito sea yo si encuentro a otro tipo que se corresponda como él a esa estirpe.

―El doctor Scot es uno de nuestros más distinguidos ciudadanos.

―Precisamente por eso, Buck.

―Lo que dices no tiene sentido, explícate.

―No sé si seré capaz de hacerlo, Buck. Sabes que te aprecio. Quita el nombre de Scot de la historia y ya está.

―No podemos quitar el nombre de Scot. Fue una de las estrellas de la graduación. El claustro entero de profesores se nos tiraría al cuello. Y también Judith. Querría saber por qué le hemos mutilado la historia. ¿Qué le dirías?

―No le daría ninguna explicación, Buck… Como no te la daría a ti, si pudiera permitírmelo.

No quise quemarlo más. Es un buen editor y un impresor excelente. Ha dado la vuelta al mundo varias veces, ha trabajado en todos los Estados de la Unión, y sabe tratar a las linotipias como si fueran su hermano pequeño. Comenzó a trabajar conmigo hace dos años y muy pronto tuve que darle el cargo de jefe de edición por lo bien que lo hacía. No, no quería quemarlo más de lo que ya estaba, pero tampoco podía hacer dejación de mis obligaciones, una de las cuales es la de imponer cierta disciplina en el trabajo.

―Imprímelo tal cual está ―le dije.

―Haz… haz… hazlo tú… mis… mo… Yo di… dimito.

Se quitó la bata de impresor, se puso el abrigo y salió con un brillo sediento en los ojos.

Muchos de ustedes habrán oído hablar acerca de lo que hizo este hombre aquel día. Se emborrachó como una cuba y comenzó a propalar aquel rumor acerca del doctor Scot. No creo, sin embargo, que le prestaran mayor atención, excepto Ralph Lake, pero estuvimos atentos a neutralizar a Ralph por la noche. Seguro que tampoco se lo había creído mucho, y además no leerá este editorial, eso también es seguro.

Mientras Mamá se emborrachaba, yo era por completo ajeno a que lo hacía, por supuesto. Es muy cansado trabajar con los tipos de imprenta, con las cajas, con todo eso… No soy tan bueno como él para este trabajo de composición, cosa que ya habrán notado… Por eso escribí mal el nombre de Henry Longernin y, peor aún, por eso no apareció impresa su historia, aun habiéndola anunciado. Y por eso en algunos artículos faltaban párrafos enteros cuando di la noticia de ciertos hechos acaecidos en distintos lugares del mundo. También salieron varias galeradas sin corregir, y no hubo encima ejemplares suficientes como para satisfacer todas las suscripciones que Judith había hecho por sí misma, pues arruiné parte de la tirada.

Mientras me encargaba de la impresión de aquellas páginas, sin embargo, recordé lo que hizo un editor cuando se quedó corto de material para rellenar una primera plana. No es que la página en sí fuera en blanco, ni mucho menos, sino que en el margen de la primera plana, abajo y a la derecha, le quedaba un espacio vacío, muy feo de ver. Era uno de esos cruzados del periodismo que tanto color supieron dar a la prensa americana de los primeros tiempos, y salvó la situación inventándose esto: Un banquero y un ratero se liaron anoche a puñetazos, en la esquina de la calle Primera con la calle Principal, hasta que un caballero que dormía cerca de una alcantarilla despertó para pedirles calma.

Aquellos tres hombres de la historieta llamaron mucho la atención de todos los editores, y se dice que a partir de ahí comenzó la práctica del relleno de los espacios en blanco de las primeras planas.

En cualquier caso, yo tenía material más que suficiente para llenar, y los espacios en blanco no eran otra cosa que fallos míos. En cuanto acabé el trabajo, no muy satisfecho de lo que había hecho, me fui a casa y me metí en la cama, pues estaba realmente agotado. No tenía idea de qué había pasado con Mamá; me dormí pensando que tenía que contratar un nuevo editor e impresor.

Tuve pronta noticia de lo que había hecho Mamá al día siguiente, apenas hube llegado a mi despacho, cuando el doctor Evan Scot entró abruptamente. No mostró la menor educación conmigo, e incluso se negó a tomar asiento.

―He venido a pedirle una explicación, Mr. Buck ―me dijo.

No era, desde luego, el muy pomposo y pagado de sí mismo doctor Scot que hasta entonces conocía. Tenía una mirada fría como el hielo en los ojos y sus manos siempre cálidas y expresivas estaban ahora rígidas. Tomé un ejemplar del Argus y eché un vistazo a la crónica de la ceremonia de graduación que yo mismo había tenido que imprimir.

―¿Quizá aparece citado erróneamente, doctor? ¿Hemos escrito mal su nombre?

Alzó una mano tan blanca como impaciente.

―No lo sé, la verdad es que no he visto su periódico… Pero me han contado que uno de sus empleados, un hombre apellidado Grace, va por ahí denigrándome…

―Ya no trabaja conmigo.

El doctor Scot alargó su cabeza hacia mí, en una especie de extraña salutación. O como si se le estuviese rompiendo el cuello.

―Muy bien, pues tendré que poner el caso en manos de las autoridades… Perdone que le haya molestado, Mr. Buck.

Y se dio la media vuelta, saliendo a paso rápido justo cuando entraba Mamá Grace, que apenas conseguía sostenerse sobre sus piernas. Estaba completamente borracho.

―Usted, el diabólico… ―dijo al doctor Scot por todo saludo.

El doctor lo miró de la cabeza a los pies, como si lo examinara, con los ojos llenos de una remota curiosidad, primero, ojos que al instante se clavaron en el rostro macilento de Mamá Grace, y en su cabello completamente blanco, y en sus ropas desastradas, y en su barba de un día, que lo hacía aparecer aún más sucio.

―¡No diga tonterías, habla usted demasiado! ―le espetó el doctor Scot.

―Pero lo hago con conocimiento de causa, doctor ―replicó Mamá.

―¿Con qué autoridad?

―Con la más alta, me temo… Con la autoridad del Sabaticón.

―¿Y eso qué es?

―No se haga el inocente, príncipe.

La reacción del doctor Scot fue lo que me hizo tener en cuenta, al menos, la opinión de Mamá Grace, como si la oficina de relaciones públicas de Satanás nos hubiera puesto al cabo de la calle del asunto. El doctor Scot se mostró furioso. Le temblaban las mandíbulas, tensos los músculos de la cara; y sus anchos hombros parecieron caérsele. Su rabia era además fría, lo que acaso le hiciera contenerse y buscar las palabras precisas. Mantuvo sus ojos clavados en los de Mamá Grace al menos durante diez segundos, al cabo de los cuales dijo:

―Habla usted demasiado ―y salió a toda prisa por la puerta.

  

Mamá Grace lo contempló irse, a su vez, durante unos segundos, en silencio, y después se derrumbó en una silla.

―Buck, tengo que hablar contigo.

―Será mejor que lo hagas… ¿De qué va todo esto, Mamá? ¿Es posible que hables en serio acerca del doctor Scot?

―Mortalmente en serio, Buck… Y sé bien por qué digo que todo esto es mortalmente serio, créeme. No sé si estaré mucho por aquí, pero antes de desaparecer quiero hacer pública cierta información.

―Pero ¿qué dices de desaparecer? ¿De qué hablas? ¿Es que te vas a esfumar?

―¡Quién sabe! ¿Acaso no han desaparecido otros? ¿Es que no ha habido quienes tras salir por la puerta de su casa no regresaron jamás y nadie volvió a verlos? No puedo saber qué fue de ellos, claro, ni por dónde andan, pero sí creo conocer el porqué de su desaparición… ¿No has oído hablar de todo esto?

―Cuéntamelo tú, si es divertido y breve, claro. No digas tonterías… Estás borracho.

Mamá me miró sin saber qué decir, pero febrilmente, como si deseara comunicarme algo.

―Sí, he bebido un poco ―dijo al fin―, pero eso no tiene nada que ver con que me dé miedo contártelo… Aunque no puedo seguir guardándomelo… Espera.

Se dirigió tambaleante al cuarto de composición y lo pude oír rebuscar en el cubículo anexo donde a veces echaba un sueño. Salió de allí poco después con un libro un tanto peculiar y unas cuantas hojas escritas con su cuidadosa caligrafía. Puso todo eso en mi mesa.

―Aquí tienes el Sabaticón, Buck.

Estaba encuadernado en piel que parecía de becerro, sin letras ni motivo alguno; las páginas eran muy finas, casi transparentes, y tenían la textura de un crêpe algo basto. Esas páginas aparecían cubiertas por símbolos casi en su totalidad, símbolos que me resultaban completamente extraños. Nunca había visto una escritura con esos caracteres, ni siquiera remotamente similares.

Dejé el libro a un lado.

―¿Y bien?

―Ahí lo tienes, Buck. Es el libro de cabecera de los hijos de Satanás.

―Bueno, Mamá, olvidémonos de todo esto desde el principio. Lo que haces no tiene sentido.

Comenzó a hablar muy excitado, y tras varios minutos sin dejarme decir una palabra salí hasta la recepción y cerré la puerta que daba acceso a mi despacho. No quería que nadie nos interrumpiese.

Me contó que, según lo que se decía en aquel libro, había una organización social muy amplia, llamada de los hijos de Satanás, que databa de los inicios de nuestra civilización. El nombre de dicha sociedad se correspondía fielmente, según Mamá, con lo que eran sus miembros: descendientes directos del Demonio, concebidos en las celebraciones del Sabbat por los adoradores del maligno.

―¿Cómo te has hecho con este libro? ―le pregunté.

Mamá Grace bajó los ojos al responderme.

―Era de mi madre, Buck.

―¡Dios mío! ¿Y eso qué significa?

―No lo sé. O mejor dicho, no quiero saberlo… Mi madre murió al nacer yo, y me educó uno de mis tíos; él me lo dio pasado el tiempo, junto con otras pertenencias de ella. Me he pasado media vida intentando traducirlo; como ves, no está escrito ni en latín, ni en griego, ni en sánscrito, ni en cualquier otra lengua conocida. Al fin acabé su traducción hace un par de semanas.

―¿Y cómo puedes estar seguro de que tu traducción es correcta?

―Yo… yo siento que lo es, Buck. Estoy seguro de haber acertado. Aquí la tienes; aquí tienes sus normas, sus modos de operar ―y me alargó las hojas manuscritas.

No voy a reproducir aquí el contenido de aquellas hojas. No hay espacio suficiente, ni tiempo, quizá… Siempre nos sentimos acuciados por el tiempo. Siempre andamos hambrientos de tiempo y deseosos de no sufrir. Pero vayamos a través de las puertas que dan acceso a ese culto mortal, sórdido y negro.

Las reglas y normativas… Se supone que los hijos de Satanás son personas de buena posición y mejor conducta. Sin más. No nadan en la abundancia, por lo general, pero son eso que consideramos gente respetable y admirable. Los hombres más activos de la comunidad; esa clase de ciudadanos que se pone como ejemplo a los niños.

Los hijos de Satanás no son muchos, sin embargo; sólo los justos para disfrutar de un éxito moderado en cualquier parte donde estén, para no tener que compartir más de lo necesario.

La gente respeta sus opiniones, que son, naturalmente, diversas. Así atraen a las dos partes de cualquier asunto. Eso les ayuda, además, a airear cualquier conflicto que desde su punto de vista les resulte interesante suscitar. Su consejo más querido, para dar a los jóvenes, es el que dice: «Trabaja duro. Gánate el pan con el sudor de tu frente. Apártate del éxito vano, y piensa que conseguirás el verdadero sólo si eres diligente».

―Pretenden hacer virtud de la mayor maldición que haya caído sobre el ser humano ―dijo Mamá Grace.

―Hombre, la diligencia es una virtud ―dije―; los hombres consiguen el éxito más cierto a través de su esfuerzo. De un esfuerzo constante.

―¿Y cuánto esfuerzo es necesario, según tú? ―dijo Mamá Grace riéndose―. ¿Cuántos de aquellos que sacrifican su vida alcanzan un mínimo de confort? Te lo diré… Sólo quienes son capaces de expandir por el mundo la envidia, el desamparo, la insatisfacción, las dificultades… Lo tienes ahí, léelo…

Leí aquello que venía en el Sabaticón. Efectivamente, así eran los hijos de Satanás. Así son, debo escribir para expresarlo mejor, pues el texto estaba escrito en presente de indicativo. Aunque he de dejar claro que no creo en su existencia. Tampoco deben creerlo ustedes.

Cuando acabé de leer aquellas indicaciones miré fijamente a Mamá Grace.

―No me creo una palabra ―le dije.

Tomó el libro en sus manos y lo abrió por la última página.

―Compruébalo por ti mismo. Si mi traducción es fiel, resulta que hemos tenido a uno de los muchachitos de Satanás aquí mismo… Sí, ese viejo muchacho ha venido a nuestra oficina.

―No seas idiota.

―¿Quieres que te lo demuestre? ¿Quieres que convoque al príncipe de las tinieblas para demostrarte que tengo razón? Aunque siempre me ha dado miedo, la verdad.

―Puede que tu traducción sea correcta, pero ese libro es, a buen seguro, un cuento fantástico de tiempos remotos.

―¿Escrito por quién, Buck, por quién?

―¡Y yo qué sé! ―aquella sensación extraña que tuve mientras leía el fragmento que de su traducción me recomendó Mamá Grace empezaba a resultarme incómoda, aunque no podía explicármela― Bien, pues pongámonos en marcha… Llama al Demonio ―dije―. Le haremos una entrevista en exclusiva.

Mamá Grace recogió las hojas de su traducción, que puso a un lado de mi mesa. Arrimó una silla y tomó asiento. A pesar de su borrachera y de su aspecto lamentable tenía un aire de gran dignidad.

―Confío en que ambos sepamos bien qué voy a hacer ―dijo con una voz baja y temblorosa, y al instante comenzó a entonar un cántico monocorde.

Apenas había dicho dos palabras de aquel cántico, o dos frases, o lo que fuese, y en una lengua realmente extraña, cuando tuvimos visita.

Se hizo presente en la puerta que yo había cerrado, la que unía mi despacho con la recepción. Apareció de súbito, silenciosamente, sin la aparatosidad que señala la tradición, eso del humo y el olor a azufre. Era joven, y al margen de sus orejas, un tanto peculiares, y de su raro traje negro, un tanto anticuado, no se diferenciaba mucho de cualquiera de nosotros.

Interrumpió el cántico monocorde de Mamá Grace.

―Eres muy lenguaraz ―le dijo, apuntando con su dedo muy negro el Sabaticón―; no tienes ningún derecho a hacer lo que haces ―y el libro se esfumó de golpe, al igual que las hojas de la traducción―. ¡Cállate! ―gritó cuando Mamá Grace abrió la boca para esbozar una protesta―. Escucha, escuchadme los dos… Me voy, pero cuando queráis estaré con vosotros; no tenéis más que llamarme desde la puerta o desde la ventana, y vendré a responder a cualquier asunto que os interese; tendréis siempre la mayor de mis atenciones.

Ya se disponía a largarse.

―¿Puedo preguntarte una cosa? ―le dije, y me echó una mirada impaciente.

―¿Qué quieres?

―Has dicho algo sobre la mayor de tus atenciones ―respondí―. ¿Eso qué significa?

―Ya lo sabrás.

―¿De veras eres Satanás? ―le preguntó Mamá Grace.

―Claro que no ―respondió la criatura―. Tiene muchas cosas más importantes en las que ocuparse que venir a veros… Pertenezco a su oficina de relaciones públicas.

―Pe… pero… la… la invocación… ―comenzó a decir Mamá Grace―. Se su… supo… supone que es pa… para invocar a… a… Sa… Satanás…

La criatura miró a Mamá Grace larga y pensativamente, en un silencio que no nos atrevimos a romper.

―Bien, ¿y qué pretendéis, qué os proponéis? ―dijo al cabo―. Mirad, yo me largo; ya nos veremos ―y se esfumó.

Mamá Grace cayó de rodillas. Temblaba, aunque no más que yo mismo… Aquello, desde luego, me había impactado terriblemente. Nos miramos el uno al otro y movimos los labios esforzándonos por decir algo, pero no conseguimos emitir ni un sonido… Mamá Grace se levantó para dirigirse a la puerta.

Me percaté de que le sucedía algo extraño. No era algo físico, pues seguía como antes, sino una impresión, como si contemplase cualquier cosa… Miraba fijamente a la calle, desde la puerta, como si atisbara a través de los cristales de la ventana. Al fin le salió la voz, o un gruñido parecido a su voz.

―Ven a… aquí, Bu… Buck.

Entonces me percaté de la oscuridad.

No podía ver nada a través de la ventana, ni a través del cristal de la puerta de mi despacho. Oía el ruido del tráfico en la calle, como siempre, pero nada más, no veía ni un coche. El rótulo con el nombre del periódico, ARGUS, impreso en el cristal de la ventana más grande, resaltaba extraordinariamente contra la densa oscuridad.

No era como si alguien hubiese pintado de negro los cristales de la ventana y de la puerta de mi despacho. Tenía yo la impresión, por el contrario, de que esa oscuridad existía y palpitaba más allá de los cristales de la puerta y de las ventanas. Sentí como si poseyera… entidad, eso es… Y sigo sintiendo algo parecido ahora, cuando escribo estas líneas.

Me costó mucho pronunciar palabra.

―Abre la puerta, Mamá ―dije al fin.

Fue hacia la puerta, la abrió, la dejó abierta. Retrocedió unos pasos mientras yo me dirigía hacia la puerta, para acabar haciendo lo mismo que él: retroceder unos pasos.

No se veía nada más allá de la puerta.

Me resulta muy difícil hablar de esa oscuridad. Si lo intento, me parece que suena francamente ridículo, aparte de increíble. Así que mejor no lo hago. Crean lo que les digo, sin más; si esbozase una explicación la tendrían ustedes por ridícula. Aunque allí no había nada ridículo, sino terrible.

Alguien llamó desde fuera.

―Hola, Buck; hola, Mamá.

Ambos levantamos la mano instintivamente para saludar. Y nada más hacerlo Judith apareció de entre aquella oscuridad, con su cabello brillante como nunca con aquella oscuridad de fondo, que también resaltaba de forma incontestable su silueta vestida de blanco, como recortada sobre una cartulina negra.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Mamá Grace miraba al suelo, como si lo examinase en detalle. Yo intentaba ver el tráfico de la ciudad a través de la ventana. Judith nos miraba a los dos, extrañada… Supe de golpe qué pasaría si abandonaba mi despacho para ir al exterior. Tenía, pues, que comprobar si estábamos encantados o no. Saqué un lápiz del bolsillo.

―Toma este lápiz y tíralo por la ventana ―le dije a Judith.

―¿Es un juego? ―preguntó desconfiada.

―Hazlo.

Lo hizo. Escuché bien el sonido del lápiz al caer en la acera. Pero al mirar a través de la ventana seguí sin ver nada.

―Ahora ve y tráeme el lápiz ―le pedí a Judith.

―No soy tu perro ―me respondió―, ve a recogerlo tú.

―Hazlo, Judith, por favor… Te aseguro que no es una broma.

Sacudió su cabellera, con mucha resignación y más que confusa, y salió en silencio para adentrarse en la nada.

Subió al poco sin el lápiz que tiré por la ventana.

Entonces no escuché su sonido al caer en la acera.

Judith parpadeó como si no diese crédito a lo que pasaba.

―Deberías dedicarte al teatro, Buck ―me dijo―. Un bonito truco. He visto cómo tirabas el lápiz por la ventana, pero nada más hacerlo lo he perdido de vista, no lo veo en la acera.

―¿Y qué ves ahora, un pollo?

―¿Qué veo? No, un pollo no, aunque eso hubiera mejorado mucho el resultado. No veo nada, pero me imagino que es cosa del truco, algo sé de ilusionismo, he visto muchos espectáculos… Ya te digo, vi volar el lápiz cuando lo arrojabas por la ventana, y… bueno, pues luego lo perdí de vista en su vuelo, como si se esfumase… ¿Cómo lo haces?

―Es un secreto ―dije, y añadí dirigiéndome a Mamá Grace―: Ya es suficiente, pongámonos a trabajar.

Se fue al cuarto de composición. Miré de nuevo a través de la puerta y de las ventanas, y luego me volví para verlo irse.

―Buck ―me dijo Judith entonces―, un segundo…

Parecía turbada, confusa.

―¿Pasa algo, preciosa?

―Quería hablarte de Ralph, Buck… Y de lo que Mamá Grace le contó anoche.

―Entra ―en mi despacho no se percibía la oscuridad, o al menos no la percibía yo―. Cuéntame.

―Pues, verás… Mamá Grace, como sabes, se agarró anoche una buena borrachera, y empezó a contarle a Ralph un montón de chorradas sobre un tipo que pertenece a un club de demonios o algo así… Lo diría con mucha convicción, porque Ralph se lo ha creído al pie de la letra, o hace como que se lo ha creído porque tiene una historia que publicar, y quiere echar las campanas al vuelo y contarlo, aunque nos perjudique que se sepa por ahí lo de la borrachera de Mamá… Al parecer, Mamá decía que al infierno el trabajo, que ya nada importa, y cosas así; decía que para qué trabajar, con la que se nos viene encima… No sé qué hacer con Ralph… Quizá esté cabreado porque aún no le hemos pagado el seguro dental…

¿Qué podía decirle? A esas alturas ya me creía por completo la historia de Mamá.

―Tráetelo mañana como puedas, Judith ―traté de ganar tiempo―. Intentaré que Mamá le diga que todo fue una película, o algo así… Ya se nos ocurrirá algo… Y tú, tómate el día libre, si quieres.

―Gracias, Buck, pero tengo un par de tonterías que escribir.

―Déjame las notas y lo escribiré yo… Me quedo esperando a un tipo que al parecer tiene algo muy importante de lo que hablar, una conferencia o algo así.

Me dio unos cuantos folios mecanografiados.

―Mira, son los discursos que se pronunciarán esta noche en el Club Moderne. Utiliza el material como mejor te venga en gana. Y aquí tienes los resultados de la liga de béisbol, los de la jornada de ayer, y unas notas de la policía… Un borracho, dos vagabundos… Poca cosa, en esta ciudad no pasa nada… Vale, Buck; hasta mañana.

Me fui a hablar con Mamá Grace.

He de pedir a los suscriptores del Argus que se hagan cargo de lo muy difícil que me resulta no sólo contar sino interpretar los hechos que se produjeron hasta el mismo momento en que los cuento. Seré honesto con ustedes. Créanme, voy a contarles lo que pienso, pues me parece necesario para hacer un análisis correcto de esos hechos, alguno de los cuales no creo que merezca la pena referir, pues resultarían confusos y nos apartarían del asunto principal.

Una de las cosas que primero aprende un reportero es cómo sesgar los hechos para elaborar su reportaje de la manera que le parezca más conveniente o incisiva. Para eso vale con dotar de una cierta inflexión a una frase, o con eliminar ciertos hechos; o basta con sustituir una palabra clara y concreta por otra imprecisa y susceptible de varias interpretaciones, y vale también con introducir en el conjunto del reportaje datos que no sean de relevancia, para ocultar mejor la verdad. Pero les aseguro que no hago ni haré en adelante cualquiera de esas cosas; les aseguro que seré totalmente honesto. Quiero que lo presente sea una especie de testamento, lo que es decir la verdad. Es a lo único que aspiro.

Eliminaré, sin embargo, una cosa, que no es otra sino la que Mamá Grace metió en la linotipia mientras Judith y yo hablábamos de Ralph Lake. Y lo hago, sin más, porque no se corresponde con la verdad. No quiero que se confundan los lectores, ni que den pábulo a lo que no es cierto. Por su bien.

Cuando entré en el cuarto de composición, Mamá Grace extraía una de las galeradas. Me la dio sin hacer el menor comentario. Leí aquello, y entonces, debo confesarlo, me lo creí.

―Esto que citas del Sabaticón es de memoria, ¿no? ―le pregunté.

―Claro, es que puedo hacerlo ―me respondió―. Estoy tan familiarizado con ese libro diabólico, es más, me lo sé tan de memoria, mejor dicho, que puedo citarlo palabra por palabra… Nunca podré olvidarme de todo eso.

Volví a leer la galerada. Luego miré hacia el mismo ventanuco al que miraba Mamá Grace, situado sobre la linotipia. A través de su cristal no se percibía más que una suerte de oscuridad polarizada, lo que es decir una oscuridad que permitía la entrada de una luz muy débil, pero impedía ver el exterior.

―Quiero comprobar que vemos lo mismo, Mamá ―le dije―. ¿Tú aprecias una cierta oscuridad?

―Sí, Buck… Y observé lo mismo que tú a propósito de ese maldito lápiz… Y se me pusieron de punta hasta los pelos de las cejas.

―Quizá no podamos distribuir un solo ejemplar del periódico…

―Ya he pensado en eso, Buck, pero hemos de intentarlo… Tenemos que comunicar al mundo lo que sabemos.

―Sí, vale… Tenemos que contárselo al mundo… Pero mira… Si sólo hay un hijo de Satanás entre cien mil ciudadanos, ¿cómo descubrirlo? ¿No crees que podríamos desatar una caza de brujas como las del siglo XVII? La gente podría asesinar de nuevo a miles de inocentes.

―Los hijos de Satanás tienen un estigma que los señala, Buck.

Me dijo cuál era el estigma en cuestión, pero no lo voy a describir aquí, porque, como ya he dicho, no quiero distraer la atención de los lectores sobre los aspectos del suceso que realmente interesan. Además… no me lo creí del todo.

Pero sí les pido que recuerden aquello que dije al principio, pues me parece de suma importancia: el doctor Evan Scot no es un hijo de Satanás. Les pido que lo consideren, que me tengan fe en esto. Verán que llevo razón. Por eso no les hablo de cuál es el estigma al que aludió Mamá Grace, para que a nadie se le ocurra importunar al doctor buscándoselo… No quiero confundirles, y tampoco quiero asustarlos.

―Escucha, Mamá ―le dije tan pronto pude recuperar mi voz después de oírle contar lo del estigma―; si no podemos arrojar un lápiz a través de la puerta principal o de una ventana, pues desaparece, ¿cómo vamos a sacar de la prensa los ejemplares del periódico para distribuirlos? Tampoco creo que sea cosa de perder el tiempo en experimentos estúpidos para hallar una manera de hacerlo… Quizá sea mejor que saquemos una edición sin contar nada de todo esto. Una especie de globo sonda, por así decirlo. Para comprobar si podemos distribuir el periódico cuando no se hable de nada de todo esto. Si podemos hacerlo, mañana comprobaremos qué pasa con una edición en la que refiramos toda la historia.

―Puede que tengas razón, Buck.

―Otra cosa… Nuestro… nuestro visitante dijo que regresaría… ¿Tú qué crees?

―¡Y yo qué sé!

―Sabes de ellos mucho más que yo, eso está claro… Conoces bien ese maldito libro, ¿o no?

Eso pareció dejarle tocado, pero no quise insistir. Sonrió amargamente, sacudiendo la cabeza como si acabara de golpearlo con una vejiga de cerdo, y me miró después fríamente.

―Buck ―dijo―, si crees que soy un hijo de Satanás, cosa que puedes suponer porque te he contado cómo llegó a mis manos ese maldito libro, mejor será que me mates ahora mismo para que no pueda largarme por ahí; porque si crees de verdad que hay algo perverso en mis antepasados, no podrás confiar en mí. Quiero dar a la gente la información que precisa, para ayudar; pero si me temes, me largaré a enfrentarme a lo que sea, me abandonaré a mi suerte.

―Venga, muchacho, vamos a trabajar ―dije poniéndole una mano en el hombro.

Conseguimos sacar aquella edición, pero, como bien lo saben ustedes, ningún ejemplar del periódico pudo llegar a sus manos, igual que sucedió ayer mismo. Para colmo, la linotipia se descacharró. Eso pasa en ocasiones, no hay que pensar en causas sobrenaturales; ocurrió que uno de los ejes se había cristalizado. No es una cosa muy dramática, salvo que te pringas de grasa y de tinta.

No tuvimos tiempo, sin embargo, de avisar ni a Judith ni a Ralph, que habían avisado de que volverían más tarde.

Lo hicieron. Anoche. Igual que la criatura que se apareció en mi despacho mientras Mamá Grace entonaba aquel cántico monocorde que venía en el Sabaticón. Habíamos conseguido reparar la máquina, ya nos habíamos lavado convenientemente y tomábamos un trago, cuando se volvió a presentar de golpe, en la misma sala de composición, donde estábamos ahora.

Le temblaban extrañamente sus fantásticas orejas.

―Tengo un millón de cosas por hacer ―dijo―, y vosotros, par de imbéciles, venga a molestar con estas triquiñuelas… Sobre todo tú, Grace… ¡Cállate! Escucha y no me repliques. Escuchadme los dos. Se os ha preparado una recepción muy especial, precisamente porque sois unos bocazas. Yo mismo he recibido el encargo de andar por ahí, metiéndome en las casas de esta ciudad, para escuchar lo que se dice… Y lo que cuentan es lo mismo que habéis propalado vosotros… ¡Idiotas! Dad gracias a que estoy muy ocupado, que si no… Os ibais a enterar bien de cómo me las gasto…

No había nada que hacer, aparentemente, salvo mostrarle miedo, o simpatía, qué sé yo…

―El idiota eres tú ―me atreví a decirle, aún no sé muy bien la razón de que lo hiciera―. ¿Por qué dejaste un ejemplar de ese libro por ahí, para que cualquiera pudiese leerlo?

―¡A callar! ―me soltó―. Yo no tengo la culpa de eso, ocurrió antes de que me encargara de lo que ahora es mi cometido principal… Te aseguro que de haber estado entonces en activo eso no hubiese ocurrido.

―Bien, pero pasó y así están las cosas… Tampoco es culpa nuestra… ¿Por qué hemos de padecer las consecuencias que nos anuncias?

―Pues porque a mí me da la gana de que las sufráis…

―Eso quiere decir que te da miedo que se conozca la verdad… ¿O no? ¿Quizá temes que la gente sepa que esos horrores eternos con que amenazáis, esas eternas verdades que preconizáis, no son más que tonterías, bromas ni siquiera tan pesadas cuando se os conoce bien?

―¿Y quién ha hablado de lo que es verdad o mentira, imbécil?

―Tus actos hablan por sí solos. No hace falta que abras el pico.

―En ningún momento he dicho que ese libro contenga la verdad… Escucha… El problema, ese muro de oscuridad circundante, no está en este edificio porque tú hayas descubierto la verdad, sino porque tú crees que lo que supones es verdad. Tú y tú… Los dos… ―se volvió a Mamá Grace, que trataba de ver algo a través del ventanuco que había sobre la maquinaria―: ¿Has hablado de todas estas tonterías a alguien más, aparte de este idiota?

Mamá Grace distrajo su atención de lo que miraba entonces, y antes de que pudiera clavar los ojos en la criatura y decir algo, se dejó sentir en el exterior la voz de Judith.

―¡Ah, Buck! ¡Estáis aquí! ¡Hemos llegado!

Mamá Grace, en cualquier caso, respondió a la pregunta:

―No se lo he contado a nadie.

―¿Quiénes son? ―preguntó la criatura.

―Son dos de mis empleados, tenemos que hablar del trabajo.

―Pues que no entren. No quiero que me vean. Ya empiezo a estar harto de todo este embrollo.

―Bien, voy a hablar con ellos.

Pedí a Judith y a Ralph que esperasen en la recepción y regresé con los otros. Tenía que hacer una pregunta más.

―Mira ―dije a la criatura―, no tienes que admitir, y tampoco negar, la historia de Mamá Grace; pero respóndeme, por favor, a lo siguiente… ¿Es el Sabaticón una mera broma, una fantasía? ¿De veras se pretende con ese libro incrementar el número de los desgraciados e infelices de este mundo?

Sonrió.

―Eso indicaría un gran refinamiento, desde luego… Que la gente lo creyese, que cada uno mirase a su vecino como si fuese un demonio… Sí, sería muy bonito… Lo tendré en cuenta para futuras acciones.

―¿Entonces no es cierto?

―Bueno, tampoco he dicho eso ―replicó veloz―. En realidad prefiero no decir una palabra.

―Pues yo afirmo que lo del Sabaticón es una patraña. Y es más, digo que toda esa historia de los hijos de Satanás es una mentira. Y así se lo pienso decir mañana a mis lectores.

―Muy bien ―dijo―; si les convences de que tienes razón ya no me será preciso poner sobre esta ciudad el muro de oscuridad. Me habrás quitado un gran peso de encima y podré dedicarme tranquilamente a mis obligaciones.

―¿Y qué pasa con nosotros? ―preguntó Mamá Grace―. ¿Qué… qué… pa… pasaría si… si… ca… cambiásemos y nos lo cre… creyéramos?

―Ya, si os lo creyerais… Pero es que ya no podéis creerlo. Vuestra convicción al respecto es muy firme. En fin, que ya he perdido mucho tiempo. La verdad es que me importa un pito lo que hagáis… Aunque os prevengo: si pretendéis ir más lejos y embrollar el caso aún más de lo que está, y seguir propalando habladurías por ahí, tendréis un recibimiento muy especial cuando salgáis de aquí para intentar traspasar el muro de oscuridad.

Se fue tan inopinadamente como había llegado, y tuve la impresión de que, en efecto, le importábamos poco, de que ya no volvería a visitarnos. Y ahora que lo pienso, la verdad es que no sabría decir si tenía rabo, o si no lo tenía…

Pero sí puedo decir dónde radicaba el error en todo este caso. He expresado en varias ocasiones que, para mí, el Sabaticón no tenía ningún valor cierto; que era una gran mentira, vamos… Y una vez que he profundizado en esa monumental broma, tan de mal gusto, por lo demás, tampoco puedo creer ni por asomo en la existencia de los hijos de Satanás. Una vez convencido de todo esto, y profundamente convencido, además, lo primero que hice fue tirar las pruebas que Mamá Grace había metido en prensa ―y que prefiero no incluir aquí para no aumentar la confusión― y poner en marcha, después, la linotipia ya reparada.

Luego hubo que convencer a Ralph, pero también lo conseguí. Le hice creer que Mamá Grace había sufrido un episodio de delirium tremens. Convinimos en que eso no tenía la menor importancia, que podía pasarle a cualquiera. Muchos de quienes conocen a Ralph, y saben de su perspicacia y afanes en busca de la verdad, considerarán que no sería tan sencillo convencerlo de lo anterior, pero puedo asegurarles que sí lo fue. Se lo creyó, y harán bien ustedes, igualmente, en creerme.

Mamá Grace y yo, además, dimos una buena cantidad de dinero, de nuestros bolsillos, a Judith y a Ralph, así como cheques en blanco ―a despecho de nuestro balance económico―, para comprar su promesa de que tomarían al día siguiente el primer tren hacia Kansas City, donde contraerían matrimonio. Lo cuento aquí para que en el banco no les ponga pegas cuando vayan con los cheques.

***

Los tres asteriscos de más arriba indican una interrupción. El doctor Evan Scot vino a verme cuando me encontraba tecleando este editorial en la máquina de escribir. No tengo tiempo de volver sobre el principio. Mamá y yo estamos hambrientos y deseosos de irnos a comer algo. Mamá se ha pasado el rato tomando los folios de mi máquina, a medida que los concluía, para llevarlos a componer. El presente es el folio veinticinco. Estoy seguro de que sabrán ustedes perdonarme por no haber hallado las palabras más apropiadas en cada momento, y también por haber usado en algún caso expresiones en exceso coloquiales, pero la urgencia manda. Discúlpenme también por el exceso de dramatismo con que quizá haya cargado algunos pasajes para hacerlos más expresivos.

Mamá Grace y el doctor Scot se pusieron a charlar. El doctor Scot pretendía una disculpa, una reparación moral. Mamá se negó a dársela.

Medié entre ambos para que cesara la discusión estúpida que mantenían. Mamá Grace llegó a tomar al doctor Scot por la pechera de la camisa cuando éste quiso parar las máquinas para que imprimiésemos una disculpa. Estaba furioso.

―¿Có… có… cómo se a… atre… atreve, hijo de Lu… cifer? ―le decía Mamá.

El doctor Scot, finalmente, se limitó a echarle una fría mirada, llena de desprecio, y a desnudarse lentamente de cintura para abajo, ofreciéndole la espalda… Mamá Grace, con los hombros caídos, observó demudado la espalda ahora combada del doctor.

―Le pido perdón, doctor ―dijo Mamá finalmente―. Admito que… que… esta… estaba equivo… vocado… ¡Maldita sea! ―y volvió al cuarto de composición.

El doctor Scot volvió a cubrirse decorosamente, me dijo un frío adiós y se perdió en la oscuridad que rodeaba nuestro edificio. Pude oír sus pasos sobre la acera, pero no verle; tampoco vi luces, ni farolas, ni estrellas en el cielo. La negra cortina era aún más densa.

Bueno, trataremos de atravesar ese muro de oscuridad apenas hayamos metido en prensa todos estos folios. No saben cuánto me alegro de que todo esto no les ofrezca el menor peligro.

Será mejor que no crean en la existencia de los hijos de Satanás. Yo no creo en eso. Lo digo de nuevo: yo no creo en eso. Y ustedes tampoco deben creer en eso. No crean.

Si lo hicieran, el muro de oscuridad rodearía sus casas.