La bruja de Verberie

Nada más común ni más digno de lástima que ver reproducirse los mismos errores después de varios siglos, a pesar de los trabajos y prudentes consejos de la filosofía que ha brillado mientras tanto y que necesariamente debía impedir esa funesta reproducción. ¡Tal es sin embargo el destino de la pobre humanidad! Una novela bien acogida, porque es extraña, extraordinaria, llega a convertirse en la brújula de los escritores que, imitándola, quieren triunfar. El espíritu público, siempre víctima de nuestro entusiasmo por las novedades, se altera y se agría, igual que las partes más azucaradas de un licor se vuelven las más ácidas; una pantomima que da a cada instante espasmos de terror activa nuestras fibras gastadas. Entretiene sin peligro al hombre instruido a quien no pueden alcanzar los prejuicios ni el loco temor, pero los débiles seres cuyas ideas se falsifican, y que beben ávidamente la copa del error, son accesibles a todo género de seducción cuando un intrigante quiera ponerlo en práctica para su propio provecho. Represéntese C’est le Diable[5] en una ciudad de provincias, todo el mundo correrá a verla; el lugareño que no pudo asistir, o que, habiéndola visto, quiera mostrarla a los demás habitantes de su pueblo, en lugar de una pantomima grande y magnífica, sólo ofrecerá una diablería repugnante; así nacieron los sabbats cuya descripción voy a hacer.

Jeanne Harviliers nació en 1528 en Verberie, cerca de Compiègne. Su madre, consumada en el arte de los maleficios y de la prostitución, la consagró desde su nacimiento al diablo con las fórmulas y las ceremonias contenidas en los grimorios; porque los brujos tenían ritos y prácticas, como después los hubo para otra tontería, para consagrar los niños a los santos (1[6]).

Jeanne fue educada de acuerdo a los designios del monstruo escondido que había decidido que sería bella y que quería devorar esa tierna flor. Esta joven víctima de una superstición criminal acababa de cumplir los doce años cuando fue presentada a un supuesto diablo, que se le apareció bajo la figura de un hombre alto y negro, de espléndido porte, botas en las piernas y espuelas en los pies, como un jinete dispuesto a montar a caballo. Lo primero que el hombre negro declaró a esta chiquilla fue que era el diablo; que si quería escucharle y entregarse a él, la haría feliz preparándole un destino ventajoso, y que le enseñaría diversos medios de hacer mucho bien a sus amigos y mucho mal a sus enemigos.

Jeanne Harviliers, a quien su madre había preparado para esta escena mediante las amenazas, los peores maltratos y las promesas más seductoras, aceptó el ofrecimiento del impostor y le manifestó su gran deseo de aprovechar en su escuela. Éste le dijo entonces que debía renunciar a Dios. Le dictó unas fórmulas que ella repitió. Este comienzo totalmente diabólico abrió a la simple e ignorante Jeanne el camino de la prostitución más culpable. Rodeada de trampas, en manos de una madre furiosa, expuesta a la efervescencia de los sentidos que vuelven tan difícil esa edad, sintiendo la necesidad de gozar, cuyos placeres su madre le exageraba continuamente dándole ejemplo, los vértigos con que no cesaban de fascinar un alma todavía libre de crimen, la entregaron a combates terribles; esa voz del honor que la naturaleza puso en nosotros se dejaba oír en medio del tumulto y la confusión de sus ideas, pero muy débilmente. Jeanne quiso resistir. ¿Cómo podía resistir, sola contra dos monstruos que, uno por codicia y otro por lujuria, habían jurado su perdición? El último recurso que emplearon era infalible, y Jeanne sucumbió.

Durante varios siglos el Valois fue el hogar de la superstición. Los reinados de Carlos VIII y de Luis XII son la época funesta en que las representaciones de misterios, de moralidades, de farsas y sobre todo de diablerías (2) eran los únicos espectáculos que entonces se vieron en el teatro francés, incluso en la barbarie. Las grandes diablerías (3) eran representadas por cuatro diablos (4) que lanzaban aullidos, arrojaban fuego por la boca, llevaban grandes varas negras de las que salían llamas y humo; llevaban pieles negras por ropas, y máscaras espantosas les cubrían el rostro; y en la agitación de sus cuerpos lanzaban fuegos y llamas por todas partes.

El bajo pueblo, al que no siempre le estaba permitido asistir a estas repugnantes exhibiciones, quiso imitarlos. Al no encontrar en sus chozas salas suficientemente amplias, y al no poder conseguir trajes de teatro, que eran muy caros, decidieron reunirse en pleno campo, en frondosos bosques, en los cercados, en las cavidades profundas de las rocas, algunas veces en graneros o castillos abandonados. Como las labores del campo acaban el sábado por la tarde, y el domingo estaba consagrado a los deberes religiosos a los que los lugareños no podían dejar de asistir, sólo tenían el intervalo de la noche del sábado al domingo para distraerse de esos trabajos, y, a imitación de los judíos modernos en sus sinagogas, dieron el nombre de sabbat a esos culpables entretenimientos (5). Hemos de añadir que los jefes de estas ceremonias tenían necesidad de las tinieblas de la noche para esconder sus vergonzosas acciones y ocultar a los extraños el conocimiento de sus prácticas. La licencia no tardó en introducir en ellas el robo, la blasfemia, el perjurio, la renuncia a Dios y los horrores del más grosero libertinaje, donde se ofendía a las costumbres tanto como a la religión. Al perderse, los desdichados partidarios de este tipo de sectas sólo se hacían daño a sí mismos; pero la rabia de ver a hombres probos y pacíficos que no compartían su escandalosa voluptuosidad, les llevó a tal extremo que se pusieron a preparar venenos de toda clase, con los que daban muerte a aquellos cuya prudencia les parecía merecedora de su venganza. Esos venenos eran lentos o sutiles. La farmacia, todavía en su cuna, ignoraba o aún no había hecho público el uso de las drogas que se empleaban en esas recetas; de ahí el nombre de aojos y de secretos que dieron a las composiciones de los sabateros, que hicieron creer a la gente estúpida que eran fabricadas por Genios maléficos.

Casi todos los sabbats se celebraron en la Ferté-Milon y en Verberie. Los sabateros de la Ferté-Milon se llamaban cabalgadores de ramons; los de Verberie cabalgadores d’escouvettes: ramon, antigua palabra francesa, y escouvette, antigua palabra de Picardía, significan ambas escoba, porque, para ser aceptado en el sabbat, había que ir provisto de una escoba cuya cabeza se sujetaba con las dos manos y el mango entre las piernas. Los sabbats de Verberie se celebraban en Pont-la-Reine, en la carretera de Compiègne, en el Fond de Noé-Saint-Martin, cerca del camino real a París y en el bosque de Ayeux. Aquella secta, tan digna de desprecio como de piedad, estaba compuesta por tres clases de hombres: libertinos algo acomodados, indigentes en su mayor parte ladrones, y gente de buena fe de uno y otro sexo, cuya credulidad habían ganado mediante el temor o la esperanza. El secreto era el alma de estas sociedades, y ese secreto era tan inviolable como el que vinculó después a todos los jueces del famoso tribunal secreto, o de la orden de los Templarios; porque, de haberse divulgado los nombres de los sabateros, habrían quedado expuestos a toda la severidad de las leyes. No se empezaba una sesión hasta después de haberse asegurado de todos los espectadores, y esa precaución se añadía al terror mágico, a los prestigios[7] de las prácticas clandestinas. Más de una vez, los signos de la cruz disiparon o rompieron una asamblea, porque ese acto religioso indicaba en quienes lo hacían, o el arrepentimiento de haber participado en estas lupercales[8] sacrílegas, o una decidida oposición a todos los actos que pudieran ofender a la religión o a las costumbres. Entonces se levantaba rápidamente la sesión, a fin de que las personas sospechosas no tuvieran conocimiento alguno de los misterios de iniquidad que se disponían a consumar (6).

A estos misterios fue conducida Jeanne por su madre; fue en ellos donde el ejemplo del crimen, del terror, la rareza del espectáculo, el miedo, la rebelión de los sentidos aguzados por escenas de lujuria, debían arruinarla por completo. Igual que una inocente oveja es llevada al altar, donde debe caer bajo el hacha del sumo sacerdote. Sería difícil describir la extraña situación de Jeanne, en medio de un bosque, a una hora en la que todos los habitantes del pueblo descansaban tranquilamente. Un viento tibio, pero violento, agitaba el follaje. La luna había negado su púdica luz a las ideas de los cabalgadores de escobas. Esa terrible época en que una muchacha va a pasar del candor virginal al estado de víctima y a las torturas de una desfloración involuntaria, la hacía estremecerse, y su alma era desgarrada por una multitud de ideas que chocaban entre sí e iban a pintarse una tras otra en su rostro pálido e inundado por un sudor frío. Un presentimiento horrible, el grito de una conciencia todavía pura, hacían más lento su paso: le parecía estar al borde de un precipicio, de repente sus hermosos cabellos se erizaban, su mirada se quedaba fija, y un grito horroroso salía de su pecho oprimido, semejante al que se siente durmiendo sofocado por la pesadilla.

Jeanne intentaba liberarse de los brazos de su madre, que le sujetaba la mano y la arrastraba con violencia e insultos hacia el escenario de las fechorías. Por fin, como estaban a muy poca distancia, cuando la infortunada Jeanne, agotada por una marcha penosa entre abrojos y tinieblas, por las luchas que había experimentado y los golpes que había recibido, sintió que sus rodillas se doblaban y su sangre se le helaba en las venas. Se deja caer al suelo y los velos de la muerte se extienden sobre sus ojos. Su madre, a quien ese desmayo hará perder todo el fruto de sus criminales maquinaciones, aúlla de rabia, se arma de un hierro, dirige su punta hacia el seno de su hija y la amenaza, empleando el acento feroz de una Euménide[9], con golpearla si se niega a seguirla, y si dice una sola palabra que manifieste su repugnancia. Para ahorrar un crimen a su madre, Jeanne consiente en conservar una vida que le es odiosa; reúne sus fuerzas, se levanta y prosigue su camino. Si Jeanne había podido retardar su marcha una hora más, el intervalo de un sabbat a otro le dejaba los medios de salvación y de esperanza. El gallo estaba a punto de cantar, y su canto matinal era siempre la señal de clausura de aquellas sesiones. Pero el brazo del destino empujaba a la desdichada aldeana hacia su ruina, estaba consagrada a las divinidades del Tártaro que reclamaban su presa, y nadie podía sustraérsela. Una luz hiere sus ojos, entre los árboles, es la que ilumina la caverna a la que tienden sus pasos. Jeanne, empujada por su madre, franquea el umbral; y el primer objeto que se presenta a sus espantados ojos es el hombre alto y negro, de botas y espuelas, a quien por inexperiencia, y por una sumisión demasiado ciega a las órdenes de su madre, prometió fidelidad y docilidad.

En el centro de la caverna hay una chimenea en la que está el gran hombre negro que preside el sabbat. Se alza sobre un tablado de dos o tres pies. Una sola lámpara colocada en una esquina de la chimenea arroja una luz, débil y temblorosa, que sólo disipa una parte pequeñísima de las tinieblas; el presidente está iluminado por la izquierda, y a su derecha, que se encuentra toda ella en sombra, está la deposición de los polvos y de las grasas[10], en un hueco paralelo a la lámpara. Por más groseros que sean los órganos de una chica de campo, los de Jeanne fueron desagradablemente afectados por el olor del aceite rancio, de las grasas y los torbellinos de humo de tabaco que infectan la atmósfera. El presidente, sin duda para asustar menos a la recipiendaria, había conservado su forma humana, y sobre su hábito negro sólo llevaba una gran capa del mismo color. Si hubiera sido informada, Jeanne habría debido agradecerle esa galantería, porque generalmente presidía bajo la forma de un gran chivo, velludo en todas las partes del cuerpo, y a veces bajo la figura de un gran perro de aguas.

La sesión se abre con un discurso a los asistentes ubicados en dos filas paralelas, a derecha e izquierda. El orador desarrolla las ventajas de una asociación que asegura a cada uno de sus miembros la libertad de hacer cuanto le place, la necesidad de acercarse lo más posible a la naturaleza, abandonándose al placer de los sentidos que es su primera ley y el único sostén del universo. Arremete contra la tiranía de los magistrados que dejan gozar a la parte opulenta de los ciudadanos todos los frutos de la comodidad, todas las prerrogativas del nacimiento, y la impunidad en sus caprichos opresores; mientras que ellos, pobres habitantes del campo, maniquíes entregados a la gleba, no tienen más recurso que ocultar sus placeres bajo las sombras de la noche para sustraerse al injusto castigo que les infligiría la casta privilegiada. Luego se ridiculizan los misterios de la religión cristiana: la inmortalidad del alma, ese sentimiento consolador, el único que puede inducir al hombre a ser virtuoso y bueno, a sufrir valientemente los males pasajeros con la esperanza de un descanso eterno; esta prenda de la superioridad del hombre sobre el animal es destruida por las opiniones y las blasfemias del materialismo más absurdo, y el cuadro de otra vida una vez borrado ante el hombre, el último suplicio no es para el bandido más que un día desgraciado, que no se prolonga más allá del último suspiro: todos los crímenes de esta vida que han perturbado a la sociedad vuelven a la nada junto con su autor, a quien su costumbre no permite librarse de la idea que dejará tras él en la memoria de los hombres. La asamblea aplaude las monstruosas afirmaciones del vil predicante, se jura la perdición del rico y del hombre honrado. Se renueva el pacto ya hecho con el rey de las tinieblas; la ceremonia termina con una comida (7) en la que se come pan negro, y esa especie de comunión, parodia del pan blanco bendito que se distribuye a los cristianos en la misa, se convierte en el último sello de la asociación nocturna.

Llega el momento en que Jeanne va a concentrar las miradas de los asistentes; más de una vez ha tratado de hacer la señal de la cruz que debe disolver la asamblea, pero su madre le aprieta con fuerza la mano derecha y le lanza una mirada terrible, repitiéndole en voz baja la amenaza que le ha hecho durante el camino; el hombre negro detiene los ojos en ella y repentinamente manda empezar la adoración. ¿Cómo pintar aquí ese acto repugnante sin ofender el pudor? ¿Cómo ofrecer, no digo el diablo mismo, no digo un hombre, un bandido, sino un sacerdote? (pues el hombre negro lo es[11]), ¿cómo ofrecerlo, digo, en olvido total de la decencia y las costumbres, agitando durante unos instantes un príapo monstruoso, para darle el grado de longitud y de tensión necesaria a fin de que las adoratrices, llenas de sorpresa y de respeto a la vista de sus desmesuradas proporciones, puedan captar el estremecimiento voluptuoso de la ebriedad que las invade por un sentimiento religioso y un éxtasis sobrenatural? Es sobre el ombligo del presidente donde los sabateros aplican sus bocas en señal de sumisión; mientras que las muchachas iniciadas en estos vergonzosos misterios aplican sus labios de rosa sobre el rojo y ardiente prepucio del celebrante. Le tocaba a Jeanne ser iniciada: el ejemplo de sus compañeras ha disipado una parte de sus temores. El aspecto de ese cetro maravilloso ha despertado en ella los tumultuosos deseos de los que ya no es dueña; la asamblea entera la insta a ir a cumplir el piadoso deber, y su madre la arrastra con ella. Puede describirse su estado cuando se acerca al hombre negro para adorarle y para recibir el estigma que la asocia a esa congregación desvergonzada. Su corsé apenas puede contener su palpitante pecho; su respiración más precipitada, su mirada más centelleante, y su paso desigual y tembloroso, pintan el desorden de su razón y de sus facultades. El presidente toma de las manos del hombre que está a su derecha los polvos y las grasas que necesita. Jeanne tiene por acompañante a su madre, quien descubriendo a las miradas ávidas del presidente y de la asamblea los atractivos secretos de su hija, la expone desnuda a la lujuria. El dedo del presidente vaga caprichosamente sobre el alabastro y sobre el ébano sutil que aterciopela la entrada del templo de la naturaleza y, deteniéndose al fin dos pulgadas por debajo del seno izquierdo, aplica ahí una grasa cuyo efecto consiste en hacer nacer en la parte del cuerpo que ha tocado una especie de roña insensible, que penetra mucho gracias a los polvos que se han sembrado encima. Así estigmatizada, Jeanne es considerada digna de ser adoratriz; la virtud ha lanzado su último suspiro, la naturaleza se impone, el presidente le pasa la mano alrededor del cuello y la arrastra hacia él. Él mismo guía la boca de la recipiendaria sobre el monstruo ya espumeante, cuyas oscilaciones revelan el triunfo de los atractivos de Jeanne y provocan un largo murmullo de alegría y violentas carcajadas. «¡El sacrificio! ―gritan entonces con voz unánime los asistentes de ambos sexos―; ¡el sacrificio! Jeanne Harviliers ha encontrado gracia ante nuestro jefe, es digna de sus caricias». En ese instante, la lámpara que lanzaba los últimos torbellinos de una luz pálida, en medio de un humo espeso y fétido, los deja en la más profunda oscuridad. Jeanne, cogida por los brazos vigorosos del presidente, es tendida sobre el tablado que acaban de hacer descender. El dolor le arranca un grito al que toda la asamblea responde con los pataleos del placer, con cantos que pueden exaltar todavía más su imaginación y procurarle un goce completo; el ejemplo la anima, su oído sólo es herido por el rumor de los suspiros, de las expresiones entrecortadas y del jadeo de sacrificadores y sacrificatrices que la rodean, exhortándola a mostrarse digna de los favores del gran jefe. En honor de la triple Hécate[12], diosa de las sombras, tres veces ha corrido un volcán líquido por los flancos de la víctima; y las dulces torturas que ocasiona el primer sacrificio, borradas por las inefables voluptuosidades que han producido las otras dos, dejan a la súcubo[13] expirante de amor y de deseos. La lámpara vuelve a encenderse, Jeanne ha vuelto a abrir los ojos, que caen sobre grupos de hombres y de mujeres totalmente desnudos, que celebran los misterios del Andrógino y los viles sacrificios de Sodoma. La danza sucede a estos horrores y las depravaciones más monstruosas, como las que en Roma eran los juegos de Flora y las fiestas de la buena Diosa[14], concluyen la sesión cuando el gallo ha cantado (8).

De vuelta a casa de su madre, Jeanne guardaba un profundo silencio; su alma aún estaba sumida en la ebriedad y en la especie de estupor que escenas tan extrañas y tan nuevas para ella debían causarle; no podía ni arrepentirse ni alegrarse de lo que le había ocurrido, tanto le costaba definir sus sensaciones. Su madre, orgullosa de su éxito, respetó su silencio, y Jeanne, agotada por la fatiga, durmió hasta mediodía sin interrupción.

Al despertarse recibió la visita del hombre negro, que le hizo algunos regalos y se marchó después de haberle encarecido la mayor discreción sobre cuanto había pasado, asegurándole que nunca la abandonaría mientras fuera complaciente y dócil. Nuevos transportes embriagaron a Jeanne, en cuya alma las malas inclinaciones adormecidas hasta entonces empezaron a desarrollarse de una manera terrorífica. Una sed inextinguible de las voluptuosidades que acababa de gozar inflamó su sangre. Desde ese momento el hombre negro y las orgías poco frecuentes del sabbat ya no le bastaron. En esta situación, un habitante del Laonnois, enamorado de su belleza, y que ignoraba su vergonzoso comercio, la pidió en matrimonio. El hombre negro fue consultado sobre la decisión que debía tomar. Éste le aconsejó aceptar y tomó medidas para impedir que aquella alianza perjudicase su pasión. Así pues, se concluyó el matrimonio y el comercio no por eso dejó de proseguir sin que el marido tuviera la menor sospecha.

Los nuevos esposos no se fueron de Verberie sino cierto tiempo después de su himeneo, y en ese intervalo Jeanne Harviliers sintió la curiosidad de probar si los polvos que el hombre negro le había dado tenían realmente las propiedades que se les atribuían. Se apresuró, pues, a hacer la prueba cerca de Verberie, en un pueblo dependiente de la bailía de Senlis. Los polvos no produjeron sino un efecto por desgracia demasiado seguro. La imprudente ni siquiera había pensado en esconderse: fue denunciada a la bailía de Senlis, que ordenó meterla en prisión. Se instruyó su proceso, la interrogaron sobre los cargos denunciados contra ella; novicia todavía en el arte de la mentira, Jeanne confesó todo con la mayor franqueza; de estas ingenuas confesiones resultó que sólo su madre había sido el instrumento de su perdición. La madre fue condenada por decreto y encerrada en las mazmorras de Senlis. Se recibieron una multitud de declaraciones contra ella, y por las multiplicadas pruebas de que era sabatera y envenenadora fue condenada a ser quemada viva, y Jeanne Harviliers a sufrir la pena del látigo. Madre e hija recurrieron esta condena al parlamento, que las remitió a su primer juicio, que se ejecutó en Senlis.

Jeanne Harviliers, lejos de corregirse con el castigo que acababan de infligirle, no fue sino más dócil a las opiniones del gran hombre negro. Había abandonado el burgo de Verberie, su patria, desde su matrimonio, y se había instalado con su marido en el Laonnois. Instruida por el terrible suplicio de su madre del destino que la esperaba si perseveraba en sus culpables extravíos, continuó sus maleficios en el Laonnois, ejerció allí los secretos de su supuesta magia y algunas veces acudió a los sabbats. Las personas que fueron los primeros objetos de sus imposturas la denunciaron por bruja al fiscal del rey de Ribemont. Este oficial mandó detenerla, y se empezó a instruir su proceso, cuya historia es la siguiente.

Jeanne Harviliers tenía una hija de un carácter difícil y pendenciero. Fruto del adulterio, y dirigida por una madre tan culpable, no podía ser de otro modo: rara vez un árbol malo da buenos frutos. Una educación viciosa confirmó a esa hija en su inclinación al mal. Cierto día que buscaba pelea con un vecino que no tenía paciencia, éste le pegó: cuando Jeanne Harviliers acudió al ruido, tomó partido por su hija, y amenazó al vecino que se había atrevido a despreciarla. Jeanne sólo se ocupó ya de los medios de vengarse; el amor propio ofendido hizo lo que no hubiera osado hacer el amor maternal, y tan pronto como recibió la visita del hombre negro, le pidió una composición o aojo, por virtud de la cual pudiera vengarse de forma clamorosa de su insolente vecino. El hombre negro le dio un polvo y le enseñó la manera de emplearlo; le aseguró que colocando el aojo en el camino por el que debía pasar el vecino, éste contraería una enfermedad aguda que le acarrearía la muerte tras largos y violentos dolores. Jeanne siguió puntualmente sus instrucciones, y espió todos los pasos del vecino en busca de una ocasión favorable. Sabiendo que debía pasar a cierta hora del día por un camino muy estrecho, depositó allí el aojo.

El destino que se entretiene en desbaratar los proyectos de los mortales condujo a ese camino funesto a un hombre al que Jeanne Harviliers apreciaba mucho, en lugar de aquel que era objeto de su odio y su venganza. El desdichado fue herido por el golpe que ella destinaba a su adversario. Una maga más prudente habría disimulado, y se habría limitado a tratar de reparar su falta por medios indirectos y ocultos, si hubiese habido un remedio al mal; pero Jeanne Harviliers, siempre sincera, se traicionó a sí misma. Fue en busca del enfermo, le hizo la confesión de su involuntario crimen, le pidió perdón, le ofreció sus servicios, e incluso durante su enfermedad le prodigó los cuidados más solícitos, permaneciendo continuamente a la cabecera de su lecho. En esto, fue a verla el hombre negro. Afligida, Jeanne le contó lo que acababa de ocurrir y le rogó con insistencia que le diera un nuevo polvo que, combatiendo el efecto del primero, pudiera devolver la vida a su amigo. Tras reprocharle el hombre negro su imprudencia y jurarle que el mal hecho no tenía remedio, Jeanne lo cubrió de injurias y le acusó de ser la causa de sus extravíos; lo trató de seductor, lo amenazó con hacer investigaciones sobre él para saber quién era (pues no era tan imbécil como para creerle un ser sobrenatural), habló de denunciarle y terminó prohibiéndole que volviera a presentarse ante su vista. El hombre negro, que tal vez estaba cansado de un goce monótono y a quien nuevas fechorías habían procurado una nueva amante, desesperando de calmar a Jeanne, a la que sin embargo amaba, adoptó su decisión en el acto para sustraerse a sus quejas, a sus reproches y a la venganza que ella se disponía a tomar de sus inspiraciones corruptoras; en fin, que la abandonó a sí misma.

Desde el punto de vista del honor, Jeanne no estaba del todo muerta, conocía el remordimiento; acababa de romper los lazos que tanto tiempo la habían encadenado al ladrón de su inocencia. La muerte trágica de su madre vino a pintarse en su imaginación atormentada por las Furias, y, liberada de los dos seres que la habían hundido en el abismo aprovechando la debilidad de su edad, podía, huyendo, vivir en otra parte de una manera más honesta. Un temperamento fogoso y la sed de venganza la habían extraviado, pero la edad había templado el uno y la vista de los sufrimientos del enfermo había calmado la otra; y aunque la infortunada víctima de su error hubiera recuperado la salud, Jeanne, que no había nacido para ser homicida, hubiera reparado todos sus errores mediante el arrepentimiento. Mas es difícil ser mujer y callar, sobre todo cuando nos anima el espíritu de odio y de venganza. Jeanne había dicho varias palabras indiscretas; la confesión que había hecho al enfermo fue descubierta; además, algunos transeúntes la habían visto cuando, trazando un círculo mágico a su alrededor, y haciendo los gestos y las muecas que se usaban para la invocación, ponía el aojo en medio del pequeño camino. El enfermo murió; Jeanne, entregada a la desesperación, no ocultó su extremo dolor: el rumor público le inspiró terrores. La gente se hablaba al oído señalándola; la evitaban como a una apestada, y marcas continuas de desprecio eran los precursores de la tormenta que tronaba sobre su cabeza e iba a pulverizarla. El séquito debía pasar por delante de la casa de Jeanne; ella estaba tristemente echada en su silla, con la cabeza oculta entre sus dos manos, cuando la campanilla fúnebre vino a impresionar su oído. Unos sones lentamente prolongados y que se suceden tras largos intervalos, el canto lúgubre de los ministros del culto, la visión de las antorchas que iluminan la marcha fúnebre, todo llenó su alma de terrores. Le parece oír un profundo gemido que sale a través de los ejes mal unidos del ataúd, en el momento en que se encuentra frente a su ventana, y acusarla de homicidio. Le parece ver al esqueleto de su víctima avanzar lentamente hacia ella, en medio de las tinieblas, mostrarle sus paños funerarios, su seno lívido, sus brazos descarnados, y la hoguera de su madre que la espera. Desesperada, entregada a todos los vértigos de un cerebro débil, Jeanne vaga y se revuelca por el suelo de su habitación, arrancándose los cabellos, dando gritos horribles y golpeándose la cabeza contra las paredes. Los hielos de la muerte rodean su corazón; su mirada fija y enrojecida anuncia el delirio, su boca vomita imprecaciones contra el hombre negro que la redujo a tal exceso de oprobio y de infortunios; el fantasma de su criminal madre se le aparece durante la especie de penoso sueño que ha producido un largo agotamiento, y cree oír estas espantosas palabras, mezcladas al horroroso ruido de las cadenas: TE AGUARDO. El espanto de esa aparición despierta a Jeanne; se levanta empapada en un sudor mortal, y, como el temor le da alas, huye sin saber adónde y se oculta en un granero vecino; pero la tardía hora de la justicia ha sonado, el castigo ha extendido su brazo de hierro sobre su víctima. Claude d’Osai, fiscal del rey de Ribemont, ordena detenerla en ese granero y manda arrojarla en un calabozo, sin temor al efecto de sus sortilegios (9).

Tras las formalidades preliminares del proceso, Jeanne Harviliers fue interrogada; le preguntaron si era bruja, respondió que no lo era en absoluto. Se confesó culpable de varios maleficios y de diversos crímenes, sobre todo del que había causado la muerte del vecino por el que sentía aprecio; también admitió todos los cargos que se habían denunciado contra ella.

Cuando llegó el momento de juzgarla, los comisarios estuvieron de acuerdo en este punto general: que había merecido la muerte; también se mostraron conformes en que debía ser condenada al fuego, pero ¿por qué delito? ¿Como bruja o como envenenadora? El sabio Bodino, uno de los comisarios, opinó que había que condenarla por bruja; que el caso no era una causa ordinaria; que había un doble pacto con el diablo, y que ese pacto había sido seguido de prestigios (10). Algunos jueces opinaron que bastaba castigarla con el suplicio de la soga; que en su conducta había más libertinaje, locura e imbecilidad que brujería.

Esta última opinión, totalmente conforme con los principios de la justicia y las inspiraciones del buen sentido, prevalecía; bastaba incluso con castigar a la desventurada Jeanne con la prisión perpetua. Su madre era la única culpable de su libertinaje; un monstruo de lujuria había abusado de su ignorancia seduciéndola y convirtiéndola luego en el instrumento ciego de sus fechorías; el diablo no intervenía para nada en todo aquello. Jeanne había cedido a los impulsos impetuosos e irreflexivos de la venganza; el trabajo que se había impuesto para cuidar al enfermo era en cierto modo una reparación de su falta; lo había confesado todo con candor, y una mujer consumada en el crimen no lo hace; pero había asistido a los sabbats, no iba a la iglesia, se decía que estaba en comercio criminal con el diablo, y el pueblo reunido alrededor del auditorio amenazó a los jueces con raptar a la maga y quemarla él mismo si sólo la condenaban a la horca, porque decían que se había visto a brujos sobrevivir a este último suplicio mediante encantamientos. Los jueces, obligados a ceder al clamor general, se reunieron para declarar que Jeanne Harviliers había merecido el suplicio del fuego, bien como maga o bruja, bien como envenenadora. Se conminó al sabio Bodino, que había hecho inmensas pesquisas para apoyar su parecer, que pospusiera la discusión de las calificaciones tras la ejecución de la sentencia. Así pues, Jeanne Harviliers fue quemada viva el último día de abril de 1578, es decir, a la edad de 50 años. Una innumerable multitud asistió a su suplicio, menos por curiosidad, dice el historiador de aquel tiempo[15], que para asegurarse de la muerte de aquella supuesta bruja, y de la que ya no había nada que temer.

Un hombre valeroso asumió la defensa de Jeanne: era demasiado tarde, y el pueblo implacable. Jean Huvier[16], médico, hizo imprimir ese año en Basilea un libro sobre los Prestigios (De Prestigiis): en él atribuía a causas naturales los maleficios, los sortilegios, la magia, los encantamientos, etc. Censuraba indirectamente la debilidad de los jueces que, por las declaraciones del populacho ignorante o prevenido (11), condenaban a la hoguera a gente que con frecuencia sólo era culpable de credulidad, superchería o libertinaje.

En ese momento también Bodino recriminó a los jueces que habían dado la impresión de poner en duda la existencia de las brujas. Tenía sus materiales totalmente listos cuando apareció la obra de Huvier: había recogido esos materiales durante el proceso de la bruja de Verberie, y los había empleado en la escritura de un tratado en cuatro libros titulado La Demonomanía de los brujos, por J. Bodino, angevino (12[17]).

Este tratado hubiera aparecido inmediatamente después del suplicio de Jeanne Harviliers, de no ser por una nueva obra sobre las Lamias, que Jean Huvier publicó poco después de los Prestigios. Bodino quiso unir a su tratado una refutación de este nuevo libro: no sólo pretende probar que hay muchos brujos, sino además falta poco para que quiera convencer al médico Huvier y a los demás de que este mismo es brujo[18]. Pero como la discusión de este asunto no tiene que ver con el objetivo de nuestra obra, remitimos a los lectores a cuanto se ha escrito sobre estas materias.

Así pereció la desdichada Jeanne, víctima de la codicia y la autoridad maternas. La lujuria de un monje la mancilló; el ejemplo de sus conciudadanos la animó a las prácticas supersticiosas; un deseo de venganza la convirtió en homicida. La ignorancia y el fanatismo de su siglo cometieron sus crímenes y llevaron a la hoguera a un ser crédulo y tímido que una mejor educación y un siglo más ilustrado tal vez habrían vuelto útil a la sociedad. Éste fue, en fin, el fruto de las Diablerías que creó la infancia del teatro: ¡ojalá su decrepitud no renueve sus tristes efectos!

NOTAS DEL AUTOR

(1) Hay ejemplos en un escrito que apareció a finales del reinado de Luis XII y que tiene por título: Histoire du chevalier qui donne sa femme au diable. Según el dogma de los grimorios, un padre y una madre podían consagrar a sus hijos, y un marido a su mujer; también se podía ofrecer uno mismo en virtud de un pacto; pero el hijo no tenía el mismo poder sobre su padre, ni la mujer sobre su marido. En 1793 se consagraban los niños a Marat, a Robespierre.

(2) En el año 1507, un tal Éloi d’Amernal[19] maestro de monaguillos de Béthune, publicó un volumen in-folio de diablerías, cuyos actores aparecían en el teatro vestidos con pieles negras y horribles indumentarias. Había grandes y pequeñas diablerías.

(3) Los dos GRÉBAN[20], nacidos en los alrededores de Compiégne, y conocidos por sus obras de teatro, llevaron de París al Valois esas representaciones singulares y monstruosas. A principios del reinado de Enrique III, el Misterio de la pasión se representó en el crucero de la iglesia mayor de Verberie, y algunos años después el martirio de santa Margarita se representó en la Ferté-Milon. Estas diablerías se representaban en casas de particulares y en los palacios, siempre con la mayor afluencia.

¿No provoca asombro? Diré más: indignado de que, en el siglo XIX, cuando los Racine, los Crébillon, los Destouches, Molière, Régnard, Voltaire y Desforges, dieron tantos modelos de la buena comedia, de la verdadera tragedia, el siglo bárbaro de las diablerías se renueva y los franceses corren en masa a las diablerías del ciudadano Cuvelier, a la Bohémienne, a la Tentación de san Antonio, cuyo bosquejo proporcionan nuestras novelas.

(4) Es lo que ha dado lugar a esa expresión proverbial: Faire le diable a quatre[21].

(5)Estos sabbats no fueron al principio más que una imitación de las diablerías de un solo personaje; degeneraron en infamias, en prostituciones. Catalina de Médicis, duquesa de Valois, protegía este género de superstición que durante más de cien años estuvo claramente relacionada con los asuntos públicos. Se creyó a los brujos, se les temió, se les consultó, como los Antiguos hacían con sus oráculos. Quizá llegamos al momento en que este género de superstición, que luego ha reaparecido más de una vez, quizá vuelva por las mismas causas que antaño le dieron tanto crédito: la perversidad del gusto, la ambición de los amigos de novedades, la ausencia de la moral, la licencia del pueblo, y nuestras novelas negras, tales como El monje, El castillo misterioso, El Pequeño Pedro[22], etc.; y, en fin, por el asentamiento de la Teofilantropía[23], o de cualquier otra religión de cuyas imitaciones los misterios contraerían el moho de las extravagancias humanas.

(6) En su Demonomanía, Bodino escribe que en ciertos sitios se bautizaba a sapos, a los que se llamaba mirmilots[24]. Los ofrecían como preservativos cuya virtud superaba la de las reliquias, los escapularios y las imágenes de los santos.

(7) ¿No se percibe aquí una analogía directa entre estas comidas de los sabateros, y no me refiero a esos banquetes fraternales que los terroristas establecieron en las calles en 1793, sino a sus orgías particulares y nocturnas cuya historia aparecerá algún día? El campo es amplio.

(8) Me daría vergüenza describir estos cuadros obscenos si no estuviera obligado a seguir la verdad histórica y a emplear la fuerza de las palabras y de las imágenes para volver más odiosos los crímenes. ¿Cómo no creer que tales disoluciones son ciertas cuando el diputado Artigoye[25] fue acusado por Péret, en la sesión de la Convención Nacional, del 17 de prairial de 1795, de haberse mostrado completamente desnudo a todo el pueblo de Auch?

(9) Es además una máxima confesada por los propios brujos que no tenían poder alguno sobre los jueces, los obispos, los sacerdotes y los eclesiásticos promovidos a las órdenes sagradas. También se creía que, cuando se decretaba la detención de un brujo, el diablo no intervenía ya en sus asuntos y dejaba de ayudarle.

(10) Es sorprendente ver aquí el nombre de sabio dado a un hombre Que cree en los brujos.

(11) Cierto, no ha existido ningún brujo, ni siquiera en la época en que los creían tan comunes; pero la ignorancia en materia de física y de historia natural era tan grande que las menores recreaciones matemáticas de los estudiantes de nuestros días, los más pequeños trucos de escamoteo, habrían pasado por efectos de un pacto con el espíritu maligno.

(12) Hay varias ediciones de este libro singular. Una in-4°, impresa en París, en Dupuis, en 1587, de 276 hojas, pero esa edición no es la primera, pues en su frontispicio se lee que ha sido revisada y aumentada[26]. La epístola dedicatoria, datada en Laon (20 de diciembre de 1579), está dirigida al presidente de Thou; la refutación de Jean Huvier empieza en el folio 235. Hay otra edición de 1604, in-12°.

Si prestásemos fe a las visiones de los brujos y de los partidarios del sabbat, se creería que el diablo aún se acuerda del buen gusto del fruto que hizo comer a Eva. De l’Ancre[27] y otros visionarios tan locos como los que creen ir al sabbat, nos hablan calurosamente de los demonios íncubos y súcubos. Con un fundamento semejante, los rabinos, los cabalistas, varios padres griegos y latinos, también creían que los hijos de Dios que tuvieron comercio con las hijas de los hombres eran ángeles expulsados del cielo, y que de ese comercio nacieron los gigantes.

Para completar esta materia, véase el Traite des superstitions, por de Thiers, 1 volumen in-12°[28].