II

Tras aquello, las cosas comenzaron a cambiar de golpe y Jabez Stone fue un hombre próspero en muy poco tiempo. Sus vacas se pusieron gordas rápidamente, sus caballos lucieron poderosos, y sus cosechas resultaron las mejores de entre todas las que lograban sus vecinos. Y cuando había tormenta y caían los rayos sobre el valle, su granero quedaba a salvo. Sí, muy pronto se había convertido en uno de los granjeros más prósperos de la región; los demás acudían a consultarle y él les daba consejos; incluso hubo quien habló de proponerlo para un escaño en el Senado. Se comprenderá fácilmente que la familia Stone era muy feliz, como gatos en un buen establo. Y siguieron siéndolo en adelante, aunque las cosas no tardarían en cambiar para Jabez Stone.

Se había sentido satisfecho los primeros años. Desde luego, es una gran cosa que la mala suerte te abandone, pues pocas son las que pueden afectarte tanto como el infortunio. Pero la verdad es que de continuo, y sobre todo en tiempo de lluvias, aquella leve cicatriz blanca de su dedo le causaba terribles punzadas. Y una vez al año, puntual como un reloj, se le presentaba el extraño en su hermoso carruaje. Al sexto año, sin embargo, se acabaron la paz y las bondades en que hasta entonces había vivido Jabez Stone.

Un día se le presentó el extraño mientras araba en el sembrado, golpeándose las magníficas botas negras que llevaba con una fusta ―unas botas, sin embargo, que no gustaban nada a Jabez Stone―, y cuando ya estaba a punto de caer el ocaso le dijo:

―Mr. Stone, es usted un hombre de lo más afortunado… ¡Qué hermosa propiedad la suya, Mr. Stone!

―Bueno, algunos somos afortunados y otros no lo son ―dijo sin más, como el buen hombre natural de New Hampshire que era.

―No sea usted modesto, reconozca que es muy laborioso ―le dijo el extraño, lisonjero, mostrando sus blancos dientes al sonreír―. Después de todo, usted y yo sabemos con qué nos corresponde cumplir a cada uno como parte del trato, con sus correspondientes especificaciones, y usted ha hecho muy bien su parte… Así que, cuando, ejem, cuando venza la hipoteca el próximo año, no tendrá de qué arrepentirse.

―Hablando de esa hipoteca, señor ―dijo Jabez Stone mirando al cielo y a la tierra en busca de ayuda―, lo cierto es que me gustaría aclarar un par de dudas que tengo al respecto.

―¿Dudas? ―dijo el extraño, no precisamente contento de oír aquello.

―Sí, señor ―dijo Jabez Stone―. Unas dudas que tienen que ver con los Estados Unidos y con mi fe religiosa ―carraspeó para aclararse la garganta―. Albergo dudas acerca de la legalidad de esa hipoteca; no sé si podría mantenerse su validez ante un tribunal.

―Bueno, es que hay tribunales y tribunales ―dijo el extraño haciendo que le rechinaran los dientes al hablar―. Quizá debamos echar un vistazo al documento original del acuerdo ―y se sacó de las ropas un cuaderno grande y negro lleno de papeles―. A ver… Sherwin, Slater, Stevens, Stone ―dijo―. Aquí está: «Yo, Jabez Stone, me comprometo a que durante los próximos siete años…». Me parece que todo está en orden.

Pero Jabez Stone no escuchaba, pues permanecía atento a una cosa que flotaba alrededor del cuaderno. Era algo parecido a una polilla, pero no era una polilla. Y cuanto más miraba Jabez Stone aquello, parecía hablarle con una especie de voz aflautada, una voz escasa, débil, pero espantosamente humana.

―¡Vecino Stone, vecino Stone! ―oyó bien que le gritaba aquella cosa―. ¡Socorro! ¡Ayúdame, por el amor de Dios!

Pero antes de que Jabez Stone pudiera mover siquiera manos o pies, el extraño sacó un gran pañuelo, con el que atrapó a la criatura como si fuese una mariposa, y ató rápidamente los extremos del pañuelo.

―Disculpe la interrupción ―dijo―. Como le iba diciendo…

Pero Jabez Stone temblaba como un caballo aterrado.

―Era la voz de Miser Stevens ―apenas acertó a decir, de tan compungido―. ¡Lo tiene atrapado usted en su pañuelo!

El extraño pareció turbarse.

―Sí ―dijo con sonrisa afectada―, la verdad es que tendré que meterlo en mi caja de coleccionista; pero tengo ahí algunos especímenes muy raros y no quiero echarles cualquier cosa… Bien, bien… A veces suceden estos pequeños contratiempos.

―No sé qué entiende usted por un contratiempo ―dijo Jabez Stone―, pero estoy seguro de que esa voz era la de Miser Stevens… ¡Y no está muerto! No podrá usted decirme que sí, que ha muerto… El martes pasado me lo encontré vivito y coleando como una marmota.

―Sí, en la flor de la vida ―dijo el extraño con cierta conmiseración―. Pero escuche usted…

Y se dejó sentir en el valle el tañido de una campana, y Jabez Stone escuchó atentamente ese tañido mientras un sudor frío le bañaba el rostro. Acababa de saber que la campana sonaba por Miser Stevens, porque había muerto.

―Siempre pasa lo mismo ―dijo el extraño haciendo un gesto significativo―. Uno detesta que pasen estas cosas, pero los negocios son los negocios.

Aún tenía el pañuelo entre las manos, y Jabez Stone se sintió enfermar al ver cómo el otro jugueteaba, estirándolo y aplastándolo.

―¿Todos son tan pequeños… como eso? ―preguntó Jabez con la voz ronca.

―¿Pequeños? ―dijo el extraño―. ¡Ah!, ya veo qué quiere decir… Bueno, depende, varían… ―calibró a Jabez Stone con los ojos, sin dejar de sonreírle enseñando los dientes―. Pero no se preocupe, Mr. Stone ―dijo―. Usted iría en todo caso con especímenes de alto grado, nunca lo dejaría fuera de mi caja de coleccionista… En lo que a un hombre como Daniel Webster se refiere, sin embargo, está claro que tendríamos que hacer una caja especial, para poder meterlo en ella; supongo, de todas formas, que se asombraría usted al contemplar el tamaño de sus alas. Estoy seguro de que tiene un precio; sólo deseo que veamos pronto la manera de acceder a él. Pero, en lo que a su caso se refiere, Mr. Stone, y por volver a lo que nos ocupa, como le iba diciendo…

―¡Guarde ese pañuelo! ―le dijo Jabez Stone, y comenzó a suplicar, aunque no obtuvo del extraño sino un plazo de tres años más, con nuevas condiciones.

Cuando haces un trato así no sabes cuán rápidamente pasan los años. En los últimos meses de aquellos años, Jabez Stone ya lo sabía todo sobre el Estado, y hasta se dijo que podría presentar su candidatura como gobernador del mismo, algo que, sin embargo, a la vez lo dejaba atónito, incapaz de hablar, como con la boca llena de polvo y ceniza. Todos los días, cuando se acostaba con la vana pretensión de descansar, se decía: «Una noche más que se va». Pues todas y cada una de sus noches las pasaba pensando en aquel gran cuaderno negro, y en el alma de Miser Stevens, y al final de ese último año, resolvió enganchar su caballo a la carreta e ir a ver a Daniel Webster… Daniel Webster había nacido en New Hampshire, a pocas millas de distancia de Cross Corners, y era sabido de todos que su casa estaba abierta siempre, como un refugio, para sus vecinos.