I
Cuentan esta historia en tierras de frontera, allá donde Massachusetts linda con Vermont y New Hampshire.
Sí, murió Daniel Webster, o al menos lo enterraron. Pero cada vez que cae sobre Marshfíeld una gran tormenta con truenos y relámpagos, las gentes de la región dicen que puedes oír la voz de Daniel Webster saliendo por los agujeros del cielo. Y aseguran que si visitas su tumba y lo llamas con voz fuerte y clara («¡Daniel Webster! ¡Daniel Webster!»), comienza a temblar la tierra y se agitan los árboles; y que al momento se deja sentir una voz profunda, que dice: «Vecino, ¿cómo le van las cosas a la Unión?». Entonces, lo mejor será que le digas que la Unión sigue como estaba, fuerte como una roca, dura cual forrada de cobre, única e indivisible, pues de lo contrario capaz sería de levantarse de su tumba. Al menos todo eso es lo que oía decir cuando fui joven.
Verán; Daniel Webster fue durante su tiempo el hombre más grande y fuerte de la región, y el más apreciado. Nunca llegó a presidente de la nación, sin embargo[70]; pero miles de personas confiaban en él como si realmente estuviese a la diestra de Dios Todopoderoso, y contaban historias y anécdotas de las que era protagonista principal, como se cuentan de los santos y de los antiguos patriarcas. Decían, por ejemplo, que cuando se ponía en pie y tomaba la palabra, las barras y las estrellas lucían en el cielo; y que en una ocasión en la que maldijo un río, éste se ocultó definitivamente en la tierra. También contaban que al caminar Daniel Webster por los bosques con su imbatible caña de pescar, las truchas saltaban de los ríos para meterse en sus bolsillos pues sabían que no podrían resistírsele; y se decía que cuando defendía un caso cualquiera, era tal su elocuencia que podía hacer que sonara música de arpas celestiales o que retumbase de temblores la misma tierra. Así era Daniel Webster; su granja de Marshfield era, en consecuencia, reflejo de sí mismo. Los pollos que mataba tenían una carne excelente, muy blanca, y unos magníficos muslitos, y las vacas que criaba eran tiernas como niños, y el gran carnero al que llamaba Goliat lucía grandes cuernos vueltos y enroscados a la manera de las parras, con los cuales hubiera podido derribar una puerta de hierro. Eso no quiere decir que Daniel fuese uno de esos granjeros que se las dan de caballeros terratenientes; por el contrario, conocía bien la tierra y la mejor y más brillante manera de hacer las tareas que a la tierra son más necesarias. Era un hombre con la boca como un mastín, con la frente como una montaña y con los ojos como antracita ardiente. Pero el caso que con mayor vehemencia defendió nunca fue llevado a los libros, pues versó contra el Diablo, sin darle tregua ni cuartel. He aquí cómo lo oí contar en tiempos.
Había un hombre llamado Jabez Stone, que vivía en Cross Corners, New Hampshire. No es que fuera un mal hombre, ni de trato difícil, pero tenía muy mala suerte. Si plantaba maíz, obtenía borrajas; si plantaba patatas, sacaba una plaga. No es que su tierra fuese mala, pero en cualquier caso no le ayudaba a ser un hombre próspero; tenía además una esposa honesta que le había dado varios hijos, pero cuantos más hijos le nacían menos tenía para darles de comer. Si en los sembrados de sus vecinos crecía el cereal grande como un pedrusco, en los suyos no había más que piedras; si tenía un caballo débil, se veía obligado a cambiarlo por otro que se tambaleaba y caía, para sacar algún extra. Hay más gente así, según parece. Pero un día Jabez Stone se cansó de todo aquello.
Una mañana en que labraba tropezó con un pedrusco que no estaba allí el día anterior; se quedó mirando la maltrecha hoja de su arado y el caballo comenzó a toser, con una de esas toses que los doctores dedicados a cuidar a los caballos dicen que son muy malas. Dos de sus hijos, para colmo, tenían el sarampión, y su esposa andaba achacosa. A él, encima, le había salido un uñero en el dedo gordo de un pie. Todo aquello, pues, fue para Jabez Stone la gota que colmó el vaso.
―Esto sería suficiente ―clamó― para que un hombre decidiera vender su alma al Diablo. Yo lo haría, aunque fuese a cambio de dos centavos.
Entonces sintió una cierta extrañeza, asombrado de haber dicho aquello pues, como un buen hombre de New Hampshire que era, jamás se le hubiera pasado por la cabeza algo semejante. Más tarde, cuando comenzó a caer la noche, recordó lo que había dicho, y se arrepintió profundamente de ello, pues era un hombre muy religioso y devoto. Pero aquello, como se dice en el Buen Libro[71], no iba a pasar inadvertido, y así fue que al día siguiente, a la hora de la cena, llegó hasta su modesta casa un hermoso carruaje en el que iba un extraño todo vestido de negro, que preguntó por Jabez Stone.
Bien, Jabez le dijo a su familia que el visitante era un abogado que había ido a verle por un asunto legal, pero bien sabía de quién se trataba. No le gustaron ni las miradas del extraño, ni su manera de sonreír, enseñando mucho los dientes. Tenía por cierto unos dientes muy blancos, y no le faltaba ni uno; algunos dicen al contar la historia que aquellos dientes del extraño eran largos y muy afilados, pero no me detendré a especular sobre ello. Tampoco gustó nada a Jabez la forma en que su perro salió huyendo y aullando, y con la cola entre las patas, al ver al visitante. Pero como había dado su palabra, al pobre labriego no le quedó otra sino salir de la casa y apartarse con él hasta el granero para cerrar el trato. Jabez Stone tuvo que pincharse un dedo, para signar el acuerdo, lo que hizo con una aguja de plata que le dio el extraño. Fue una herida limpia, que sólo le dejó una leve cicatriz blanca.