El Diablo enamorado
Tenía yo veinticinco años y era capitán en los guardias del rey de Nápoles: pasábamos mucho tiempo entre camaradas y como jóvenes, es decir, mujeres, juego, hasta donde nos alcanzaba la bolsa, y filosofábamos en nuestros cuarteles cuando no nos quedaba otro recurso.
Una noche, tras habernos extenuado en razonamientos de toda índole alrededor de una pequeñísima frasca de vino de Chipre y de algunas castañas secas, la conversación cayó sobre la cábala y los cabalistas[81].
Uno de nosotros sostenía que era una ciencia real, y que sus operaciones eran ciertas, cuatro de los más jóvenes le replicaban que era un montón de absurdos, una fuente de pillerías para embaucar a la gente crédula y entretener a los niños.
El mayor de nosotros, flamenco de origen, fumaba una pipa con aire distraído, y no decía palabra. Su aire frío y su distracción me llamaban la atención en medio de aquel guirigay discordante que nos aturdía y me impedía participar en una conversación demasiado poco ordenada para que pudiera interesarme.
Estábamos en la habitación del fumador; la noche avanzaba: llegó la hora de separarse, y nos quedamos solos nuestro veterano y yo.
Él siguió fumando flemático; yo permanecí con los codos apoyados sobre la mesa, sin decir nada. Por fin mi hombre rompió el silencio:
«Joven ―me dijo―, acabáis de oír mucho ruido. ¿Por qué os habéis mantenido al margen de la trifulca?
―Porque prefiero callarme antes que aprobar o censurar lo que no conozco ―le respondí―: Ni siquiera sé lo que quiere decir la palabra cábala.
―Tiene varias significaciones ―me dijo―; pero no se trata de ellas, sino de la cosa en sí. ¿Creéis que pueda existir una ciencia que enseña a transformar los metales y a someter los espíritus a nuestra obediencia?
―No sé nada de los espíritus, empezando por el mío, salvo que estoy seguro de su existencia. En cuanto a los metales, conozco el valor de un carlín[82] en el juego, en la posada y en otras partes, y no puedo asegurar ni negar nada acerca de la esencia de unos ni de otros, de las modificaciones e impresiones de que son susceptibles.
―Mi joven camarada, me encanta vuestra ignorancia; vale tanto como la doctrina de los demás; vos, por lo menos, no estáis en el error, y, si no sois instruido, sois susceptible de serlo. Vuestro temperamento, la franqueza de vuestro carácter, la rectitud de vuestro juicio me agradan; yo sé algo más que el común de los hombres; juradme guardar el mayor secreto bajo palabra de honor, prometed comportaros con prudencia, y seréis mi discípulo.
―La proposición que me hacéis, mi querido Soberano, es para mí muy grata. La curiosidad es la más fuerte de mis pasiones. Debo confesaros que, por naturaleza, no estoy muy interesado en nuestros conocimientos ordinarios; siempre me han parecido demasiado limitados, y he adivinado esa elevada esfera a la que queréis ayudarme a ascender; pero ¿cuál es la primera clave de la ciencia de que habláis? Según lo que decían nuestros camaradas en la discusión, son los propios espíritus los que nos instruyen; ¿podemos entrar en relación con ellos?
―Vos lo habéis dicho, Álvaro: no aprenderíamos nada por nosotros mismos; en cuanto a la posibilidad de relacionarnos con ellos, voy a daros una prueba indiscutible»…
Cuando terminaba esta frase, acababa su pipa: la golpea tres veces para hacer salir un poco de ceniza que quedaba en el fondo, la coloca sobre la mesa bastante cerca de mí, y dice alzando la voz: «Calderón, venid a buscar mi pipa, encendedla y traédmela de nuevo».
Apenas acababa de dar la orden cuando veo desaparecer la pipa y, antes de que yo hubiera podido razonar sobre los medios, ni preguntar quién era aquel Calderón encargado de sus órdenes, la pipa encendida estaba de vuelta; y mi interlocutor había reanudado su ocupación.
Prosiguió con ella un rato, menos para saborear el tabaco que para disfrutar de la sorpresa que me procuraba; luego, levantándose, dijo: «Entro de guardia al alba, tengo que descansar. Id a acostaros; sed prudente, ya volveremos a vernos».
Me retiré lleno de curiosidad y ávido de ideas nuevas, con las que me prometía saciarme pronto con la ayuda de Soberano. Le vi al día siguiente, y los siguientes; no tuve otra pasión; me convertí en su sombra.
Le hacía mil preguntas; él eludía unas y respondía a otras con un tono de oráculo. Por último, le presioné sobre el asunto de la religión de los suyos. «Es la religión natural», me respondió. Entramos en algunos detalles; sus decisiones cuadraban mejor con mis inclinaciones que con mis principios, pero quería alcanzar mi objetivo y no debía contrariarle.
«Mandáis sobre los espíritus ―le decía―; yo quiero, como vos, tener trato con ellos; lo quiero, lo quiero.
―Sois impetuoso, camarada, no habéis pasado vuestro tiempo de prueba; no habéis cumplido ninguna de las condiciones que permiten abordar sin temor esa sublime categoría…
―¿Y me falta mucho tiempo?…
―Quizá dos años…
―Abandono entonces el proyecto ―exclamé―; me moriría de impaciencia entretanto. Sois cruel, Soberano. No podéis concebir la viveza del deseo que habéis creado en mí; me consume…
―Os creía más prudente, joven, me hacéis temblar por vos y por mí. ¡Cómo! ¿Os expondríais acaso a evocar a los espíritus sin ninguna preparación?…
―¿Y qué podría ocurrirme?
―Yo no digo que necesariamente haya de ocurriros algo malo; si tienen poder sobre nosotros es porque nuestra debilidad, nuestra pusilanimidad se lo da; en el fondo hemos nacido para mandar en ellos…
―¡Ah! Yo mandaré en ellos…
―Sí, tenéis el corazón fogoso, pero ¿y si perdéis la cabeza, si os asustan hasta un punto que…?
―Si basta con no tenerles miedo, no les será fácil asustarme…
―¿Y si vierais al Diablo?…
―Le tiraría de las orejas al gran Diablo del infierno.
―¡Bravo! Si tan seguro estáis de vos, podéis arriesgaros, y os prometo mi ayuda. El próximo viernes os espero a cenar con dos de los nuestros, y entonces llevaremos a buen fin la aventura».
Estábamos sólo a martes: jamás cita galante alguna fue esperada con tanta impaciencia. Por fin llega el día fijado; encuentro en casa de mi camarada a dos hombres de una fisonomía poco solícita. Cenamos. La conversación versa sobre cosas triviales.
Después de cenar, alguien propone un paseo a pie hacia las ruinas de Portici[83]. Nos ponemos en camino, llegamos. Aquellos restos de los monumentos más augustos, derruidos, rotos, dispersos, cubiertos de zarzas, traen a mi imaginación ideas poco habituales en mí. «He aquí, decía yo, el poder del tiempo sobre las obras del orgullo y de la habilidad de los hombres». Nos adentramos en las ruinas y llegamos por último, casi a tientas, a través de aquellos restos a un lugar tan oscuro que ninguna luz exterior podía penetrar en él.
Mi camarada me guiaba del brazo; él deja de caminar y me detengo. Entonces uno del grupo golpea el pedernal y enciende una vela. La estancia donde nos encontrábamos se ilumina, aunque débilmente, y descubro que estamos bajo una bóveda bastante bien conservada, de veinticinco pies cuadrados aproximadamente, y con cuatro salidas.
Guardábamos el más absoluto silencio. Mi camarada, ayudándose con una caña que le servía de apoyo para caminar, traza un círculo a su alrededor sobre la fina arena que cubría el terreno, y sale de él tras haber dibujado algunos caracteres en ella. «Entrad en ese pentáculo[84], amigo mío ―me dice―, y no salgáis hasta no recibir las buenas señales…
―Explicaos mejor; ¿a qué señales debo salir?…
―Cuando todo se os haya sometido; mas, si antes el espanto os hiciera dar un paso en falso, podríais correr los mayores riesgos».
Entonces me da una fórmula de evocación[85] breve, perentoria, mezclada con algunas palabras que no olvidaré nunca. «Recitad ese conjuro con firmeza ―me dice―, y repetid luego tres veces claramente Belcebú, pero ante todo no olvidéis lo que habéis prometido hacer».
Recordé que me había jactado de tirarle de las orejas. Mantendré mi palabra, me dije, dispuesto a no tener que desdecirme. «Os deseamos mucho éxito ―me dice―; cuando hayáis acabado, hacédnoslo saber. Estáis exactamente frente a la puerta por la que debéis salir para reuniros con nosotros». Se retiran.
Nunca fanfarrón alguno se encontró en crisis más delicada: estuve a punto de llamarlos; pero hubiera sido demasiado vergonzoso para mí; suponía, además, renunciar a todas mis esperanzas. Me afiancé en el lugar donde estaba; reflexioné un momento. Han querido asustarme, me dije; quieren ver si soy pusilánime. Los que me ponen a prueba están a dos pasos de aquí, y después de mi evocación debo esperar alguna tentativa de su parte para asustarme. Resistamos; volvamos la burla contra los bromistas pesados.
Esta deliberación fue bastante corta, aunque algo turbada por el canto de los búhos y de los autillos que habitaban en los alrededores, e incluso en el interior de mi caverna.
Algo más tranquilo tras mis reflexiones, me afirmo de nuevo sobre mis riñones, me aseguro sobre mis pies; pronuncio la evocación con una voz clara y sostenida, y, elevando el tono, llamo tres veces y a intervalos muy breves: Belcebú.
Un escalofrío recorría todas mis venas, y los cabellos se erizaban en mi cabeza.
En cuanto hube terminado, frente a mí se abre una ventana de dos batientes, en lo alto de la bóveda: un torrente de luz más deslumbrante que la del día se precipita por esa abertura: una cabeza de camello[86] horrible, tanto por su tamaño como por su forma, aparece en la ventana; tenía, sobre todo, unas orejas desmesuradas. El odioso fantasma abre sus fauces y, con un tono acorde al resto de la aparición, me responde: Che vuoi[87]?
Todas las bóvedas, todos los panteones de los alrededores resuenan a porfía con el terrible: Che vuoi?
No sabría describir mi estado; no sabría decir qué fue lo que sostuvo mi valor y me impidió caer desfallecido ante la visión de aquel cuadro, ante el ruido más espantoso todavía que resonaba en mis oídos.
Sentí la necesidad de hacer acopio de mis fuerzas; un sudor frío iba a disiparla. Nuestra alma debe de ser enorme y tener un resorte prodigioso; una multitud de sentimientos, de ideas, de reflexiones conmueven mi corazón, pasan por mi cabeza, y dejan su impresión todos al mismo tiempo.
La resolución surte efecto, consigo dominar mi terror. Miro atrevidamente al espectro.
«¿Qué pretendes, temerario, mostrándote bajo esa forma repelente?».
El fantasma vacila un momento.
«Tú me has llamado, dice en un tono de voz más bajo…
―¿El esclavo trata de asustar a su amo?, le digo. Si vienes a recibir mis órdenes, adopta una forma conveniente y un tono sumiso.
―Amo, me dice el fantasma, ¿con qué forma me presentaré para seros agradable?».
Como la primera idea que me vino a la cabeza fue la de un perro, le dije: «Ven bajo el aspecto de un podenco».
Nada más dar la orden, el espantoso camello alarga el cuello de dieciséis pies de longitud, baja la cabeza hasta el centro de la sala, y vomita un podenco blanco de finas y brillantes lanas, con las orejas colgándole hasta el suelo.
La ventana se ha cerrado otra vez, cualquier otra visión ha desaparecido, y bajo la bóveda, suficientemente iluminada, sólo quedamos el perro y yo.
Él daba vueltas alrededor del círculo moviendo la cola y haciendo zalemas.
«Amo ―me dijo―, querría lameros la punta de los pies; mas el temible círculo que os rodea me repele».
Mi confianza había llegado hasta la audacia; salgo del círculo, tiendo el pie, el perro lo lame; hago un movimiento para tirarle de las orejas, él se recuesta sobre el lomo, como para implorarme gracia; entonces vi que era una hembra joven.
«Levántate ―le dije―; te perdono, ya ves que tengo compañía; esos señores esperan a cierta distancia de aquí; el paseo ha debido darles sed, quiero ofrecerles una colación; necesito fruta, conservas, helados, vinos de Grecia; y entiéndelo bien; ilumina y decora la sala sin fasto, pero de manera apropiada. Hacia el final de la colación, te presentarás como un virtuoso de primer orden, y traerás un arpa: ya te avisaré yo cuando debas aparecer. Cuida de representar bien tu papel, pon expresión en tu canto, decoro, discreción en tu porte…
―Obedeceré, amo, pero ¿bajo qué condición?…
―Bajo la de obedecer, esclavo. Obedece sin réplica, o…
―No me conocéis, amo; me trataríais con menos rigor; la única condición que yo tal vez pondría sería calmar vuestra cólera y complaceros».
Apenas había acabado el perro cuando, girando sobre sus talones, veo mis órdenes ejecutarse con mayor rapidez de lo que se cambia un decorado en la Ópera. Las paredes de la bóveda, hasta entonces negras, húmedas, cubiertas de musgo, adquirían un tono suave, unas formas agradables; era un salón de mármol jaspeado. La arquitectura presentaba una cintra sostenida por columnas. Ocho candelabros de cristal, con tres velas cada una, derramaban una luz viva, distribuida de manera uniforme.
Un momento después quedan dispuestos la mesa y el ambigú, llenos de todos los manjares de nuestro festín; las frutas y las mermeladas eran de la especie más rara, más sabrosa y de la más hermosa apariencia. La porcelana empleada en el servicio y sobre el ambigú era del Japón. La perrilla daba mil vueltas por la sala, hacía mil zalemas a mi alrededor, como para adelantar el trabajo y preguntarme si estaba satisfecho.
«Muy bien, Biondetta ―le dije―; poneos librea, e id a decir a estos caballeros que están cerca de aquí que les espero, y que están servidos».
Apenas había apartado un instante la mirada cuando veo salir a un paje con mi librea, vestido con presteza, llevando una antorcha encendida; poco después, volvió guiando a mi camarada el flamenco y a sus dos amigos.
Preparados para algo extraordinario por la llegada y los cumplidos del paje, no lo estaban para el cambio que se había producido en el lugar donde me habían dejado. Si no hubiera tenido yo la mente ocupada, me habría divertido más con su sorpresa; sorpresa que estalló en su grito, se manifestó en la alteración de sus facciones y en sus actitudes.
«Caballeros ―les dije―, habéis hecho mucho camino por amor a mí, y todavía nos queda mucho para volver a Nápoles; he pensado que este pequeño festín no os disgustaría, y que tendríais a bien disculpar el escaso surtido y la falta de abundancia en favor de la improvisación».
Mi espontaneidad los desconcertó todavía más que el cambio del escenario y la vista de la elegante colación a la que se veían invitados. Me di cuenta; y, resuelto a terminar pronto una aventura de la que en mi interior desconfiaba, quise sacar todo el partido posible, forzando incluso la alegría propia de mi carácter.
Les urgí a sentarse a la mesa, el paje acercaba los asientos con maravillosa prontitud. Estábamos sentados; yo había llenado las copas, repartido la fruta; mi boca era la única que se abría para hablar y comer, los otros estaban atónitos; cuando les incité a probar la fruta, mi confianza les decidió; brindo a la salud de la cortesana más hermosa de Nápoles; bebemos por ella. Hablo de una ópera nueva, de una improvisadora romana llegada hacía poco, y cuyos talentos son la comidilla de la corte; insisto en los talentos agradables, en la música, en la escultura; y de paso les hago reconocer la belleza de algunos mármoles que adornan el salón. Una botella se vacía, y la sustituye otra mejor. El paje se multiplica, y el servicio no languidece ni un instante. A hurtadillas le echo una mirada: imaginaos al Amor con gregüescos de paje; mis compañeros de aventura, por su parte, lo escrutaban con una cara en la que se pintaban la sorpresa, el placer y la inquietud. Me desagradó la monotonía de aquella situación; vi que había llegado el momento de romperla: «Biondetto ―le dije al paje―, la signora Fiorentina me ha prometido dedicarme unos instantes; id a ver si ha llegado». Biondetto sale de la estancia.
Aún no habían tenido tiempo mis huéspedes de extrañarse ante la extravagancia del mensaje cuando se abre una puerta del salón y entra Fiorentina, sosteniendo su arpa; llevaba una bata gruesa y decente, sombrero de viaje y un crespón muy claro sobre los ojos; deja el arpa a su lado, saluda con soltura, con gracia: «Señor don Álvaro, dice, no me han avisado que tuvierais compañía; no me habría presentado vestida como vengo, estos señores sabrán disculpar a una viajera».
Se sienta, y nosotros le ofrecemos a porfía los restos de nuestro pequeño festín, en los que pica por complacencia.
«¡Cómo, señora! ―le digo―, ¿sólo estáis de paso por Nápoles? ¿No habría manera de reteneros?
―Un compromiso ya antiguo me obliga, señor: tuvieron muchas bondades conmigo en Venecia en el pasado carnaval; me hicieron prometer que volvería, y cobré arras; de no ser por eso, no habría podido negarme a las ventajas que aquí me ofrecía la corte ni a la esperanza de merecer los sufragios de la nobleza napolitana, distinguida por su buen gusto superior al de toda la de Italia».
Los dos napolitanos se inclinan para responder al elogio, estupefactos ante la verdad de la escena hasta el punto de frotarse los ojos. Invité a la virtuosa a que nos hiciera oír una muestra de su talento. Estaba resfriada, cansada; temía con justicia venir a menos en nuestra opinión. Finalmente se decidió a ejecutar un recitativo obligado y una patética arieta[88], que remataban el tercer acto de la ópera en que debía debutar.
Toma su arpa, preludia con una mano pequeña, algo larga, regordeta, blanca y purpúrea a la vez, cuyos dedos insensiblemente redondeados en la punta remataba una uña de una forma y una gracia inconcebibles; todos nosotros estábamos sorprendidos, creíamos asistir al más delicioso de los conciertos.
Canta la dama. Con más voz no se tiene más alma, más expresión: no se podría dar más exagerando menos. Me sentía emocionado hasta el fondo del corazón, y casi olvidaba que era yo el creador del hechizo que me encantaba.
La cantante me dirigía las expresiones tiernas de su recitado y de su canto. El fuego de sus miradas traspasaba el velo; era de una intensidad, de una dulzura inconcebibles; aquellos ojos no me resultaban desconocidos. Finalmente, juntando los rasgos tal como el velo me los dejaba percibir, reconocí en Fiorentina al bribón de Biondetto; mas la elegancia, los atractivos de su cuerpo se hacían notar mucho más bajo las ropas de mujer que bajo la librea de paje.
Cuando la cantante hubo terminado de cantar, le hicimos merecidos elogios. Quise incitarla a interpretarnos una arieta animada para darnos ocasión de admirar la diversidad de sus talentos.
«No ―respondió―, lo haría mal en la disposición de ánimo en que estoy; además, habéis debido daros cuenta del esfuerzo que he hecho para obedeceros. Mi voz se resiente del viaje, la tengo tomada; ya os he advertido que parto esta noche. Me ha traído hasta aquí un cochero de alquiler; estoy a sus órdenes; os pido como gracia que aceptéis mis disculpas y me permitáis retirarme». Diciendo esto, se levanta, quiere llevarse su arpa. Se la quito de las manos, y, tras haberla acompañado hasta la puerta por la que había entrado, me reúno con mis acompañantes.
Yo debía haber inspirado alegría, y veía obligación en las miradas; recurrí al vino de Chipre. Lo había encontrado delicioso; me había devuelto mis fuerzas, mi presencia de ánimo; doblé la dosis y, como la hora avanzaba, dije a mi paje, que había recuperado su puesto detrás de mi asiento, que fuese a disponer mi carruaje. Biondetto sale inmediatamente, va a cumplir mi deseo.
«¿Tenéis aquí carruaje? ―me dice Soberano.
―Sí ―repliqué―, di orden de que me siguiera y supuse que si nuestra velada se prolongaba, no os molestaría regresar cómodamente. Bebamos otra copa, no corremos el riesgo de dar un mal paso en el camino».
No había acabado mi frase cuando vuelve el paje, seguido por dos corpulentos lacayos armados, bien formados, ricamente vestidos con mi librea. «Señor don Álvaro ―me dice Biondetto―, no he podido acercar vuestro coche; está más allá, pero muy cerca de las ruinas que rodean estos lugares». Nos levantamos, Biondetto y los criados armados nos preceden, caminamos.
Como no podíamos avanzar de cuatro juntos en fondo entre las basas y las columnas rotas, Soberano, el único que se hallaba solo a mi lado, me estrechó la mano. «Nos habéis preparado un buen festín, amigo; os va a costar caro.
―Amigo ―repliqué―, me satisface mucho que os haya gustado; os lo ofrezco por lo que me cuesta».
Llegamos al carruaje; encontramos otros dos criados armados, un cochero, un postillón, un coche de campo a mi disposición, tan cómodo como hubiéramos podido desear. Hago los honores, y velozmente tomamos el camino de Nápoles.
Guardamos silencio durante un rato; por fin, uno de los amigos de Soberano lo rompe: «No le pregunto en absoluto su secreto; pero tenéis que haber hecho tratos singulares. Nadie fue servido nunca como vos lo sois; y, en cuarenta años de trabajo, nunca he conseguido ni la cuarta parte de las complacencias que acaban de tener con vos en una noche. No me refiero a la visión más celeste que sea posible tener, mientras que nosotros afligimos nuestros ojos más a menudo de lo que pensamos alegrarlos; en fin, conocéis nuestros asuntos, sois joven; a vuestra edad se desea demasiado para tener tiempo de reflexionar, y nos precipitamos a la hora de disfrutar de los placeres».
Bernadillo, tal era el nombre de este hombre, se escuchaba al hablarme, y me daba tiempo para pensar mi respuesta.
«Ignoro ―le repliqué― por qué vías he podido granjearme favores distinguidos; auguro que serán muy breves, y mi consuelo será haber compartido todos con buenos amigos». Vieron que me atenía a mi reserva, y la conversación decayó.
Sin embargo, el silencio trajo la reflexión: recordé lo que había hecho y visto; comparé las palabras de Soberano y de Bernadillo, y llegué a la conclusión de que acababa de salir del peor paso en el que una curiosidad vana y la temeridad hubieran puesto nunca a un hombre de mi clase. No carecía de instrucción; había sido educado hasta los trece años bajo la vigilancia de don Bernardo de Maravillas, mi padre, gentilhombre sin tacha, y por doña Mencía, mi madre, la mujer más religiosa, más respetable que existió en Extremadura. «¡Oh, madre mía! ―decía yo―, ¿qué pensaríais de vuestro hijo si le hubierais visto, si todavía le vieseis? Pero esto no durará, me lo prometo».
Entretanto, el carruaje llegaba a Nápoles. Acompañé a sus casas a los amigos de Soberano. Él y yo volvimos a nuestro acuartelamiento. El esplendor de mi carruaje deslumbró un poco a la guardia, ante la que pasamos revista, pero las gracias de Biondetto, que iba en el pescante de la carroza, sorprendieron todavía más a los espectadores.
El paje despide el carruaje y a la servidumbre, con una antorcha de la mano de los criados armados, y atraviesa los pabellones para guiarme a mi aposento; mi ayuda de cámara, más sorprendido incluso que los demás, quería hablar para pedirme razón del nuevo tren de vida del que acababa de dar muestra. «Ya basta, Carlo ―le digo entrando en mi aposento―, no os necesito; podéis ir a descansar, mañana os hablaré».
Estamos solos en mi dormitorio, y Biondetto ha cerrado la puerta tras nosotros; mi situación era menos embarazosa en medio de la compañía de la que acababa de separarme y del tumultuoso lugar que acababa de atravesar.
Queriendo poner fin a la aventura, me recojo durante un momento. Pongo los ojos en el paje, los suyos están fijos en el suelo: un rubor le asoma sensiblemente al rostro; su actitud revela apuro y mucha emoción; al fin me decido a hablarle.
«Biondetto, me habéis servido bien, y habéis puesto encanto incluso en lo que habéis hecho por mí, pero como estabais pagado de antemano, creo que estamos en paz…
―Don Álvaro es demasiado noble como para creer que pueda haber satisfecho su deuda a ese precio…
―Si habéis hecho más de lo que me debéis, si os debo algo a cambio, dadme vuestra cuenta, pero no respondo de que seréis pagado pronto. La paga de este trimestre ya me la he comido; debo en el juego, en la posada, al sastre…
―Vuestras bromas están fuera de lugar…
―Si dejo el tono de broma será para pediros que os retiréis, pues es tarde, y tengo que acostarme…
―Y con la hora que es, ¿tendríais la descortesía de despedirme? No esperaba semejante trato de parte de un caballero español. Vuestros amigos saben que he venido aquí; vuestros soldados, vuestra gente me ha visto y ha adivinado mi sexo. Si yo fuera una vil cortesana, tendríais alguna consideración con el decoro de mi estado, mas vuestro proceder conmigo es infamante, ignominioso: ninguna mujer dejaría de sentirse humillada…
―¿Conque ahora os gusta ser mujer para granjearos atenciones? Pues bien, para evitar el escándalo de vuestra retirada, tened la precaución de hacerla por el agujero de la cerradura…
―¡Cómo! En serio, sin saber quién soy…
―¿Puedo ignorarlo?
―Lo ignoráis, os lo aseguro, no atendéis más que a vuestras prevenciones; pero, quienquiera que sea, estoy a vuestros pies, con lágrimas en los ojos: os imploro a título de cliente. Una imprudencia mayor que la vuestra, excusable quizá, puesto que vos sois su objeto, me ha hecho hoy arrostrar, sacrificar todo para obedeceros, entregarme a vos y seguiros. He sublevado contra mí a las pasiones más crueles, más implacables; no me queda más protección que la vuestra, más asilo que vuestra habitación; ¿me la cerraréis, Álvaro? ¿Se dirá que un caballero español ha tratado con semejante rigor, con semejante indignidad, a alguien que ha sacrificado por él un alma sensible, un ser débil desprovisto de cualquier otra ayuda que la suya; en una palabra, a una persona de mi sexo?».
Yo retrocedía tanto como me era posible para salir del aprieto; mas ella se abrazaba a mis rodillas y me seguía sobre las suyas; finalmente, me arrincona contra la pared. «Levantaos ―le digo―, sin daros cuenta acabáis de recordarme mi juramento.
»Cuando mi madre me dio mi primera espada, me hizo jurar sobre su guarda que serviría toda mi vida a las mujeres, y que no ofendería a una sola. Aunque se trate de lo que pienso, que hoy…
―Pues bien, cruel, a título de lo que sea, permitidme acostarme en vuestro cuarto…
―Consiento por lo raro del hecho, y para llevar a su colmo lo insólito de mi aventura. Procurad instalaros de manera que no os vea ni os oiga; a la primera palabra, al primer movimiento capaces de inquietarme, elevo el tono de mi voz para preguntaros a mi vez, Che vuoi?».
Le doy la espalda, y me acerco a mi cama para desnudarme. «¿Puedo ayudaros? ―me dice.
―No, soy militar y me sirvo yo mismo». Me acuesto.
A través de la gasa de mi cortina veo al presunto paje disponer en el rincón de mi cuarto una estera usada que ha encontrado en un gabinete. Se sienta encima, se desnuda completamente, se envuelve en uno de mis abrigos que estaba encima de una silla, apaga la luz, y la escena termina ahí por el momento; mas no tardó en volver a empezar en mi cama, donde yo no conseguía conciliar el sueño.
Parecía como si el retrato del paje estuviese pegado al dosel y a las cuatro columnas de la cama; era lo único que yo veía. En vano me esforzaba por relacionar aquel objeto encantador con la idea del espantoso fantasma que había visto; la primera aparición servía para realzar el encanto de la última.
Aquel melodioso canto que había oído yo bajo la bóveda, aquel seductor tono de voz, aquella manera de hablar que parecía salir del corazón, seguían resonando en el mío y excitaban en él un singular estremecimiento.
¡Ah, Biondetta!, me decía yo, ¡si no fueseis un ser fantástico! ¡Si no fueseis aquel vil dromedario!
Pero ¿por qué impulso me he dejado arrastrar? He vencido al espanto, desarraiguemos un sentimiento más peligroso. ¿Qué dulzura puedo esperar? ¿No estaría siempre marcado por su origen?
El fuego de sus miradas tan conmovedoras, tan dulces, es un cruel veneno. Esa boca, tan bien formada, tan coloreada, tan fresca, y en apariencia tan ingenua, sólo se abre para imposturas. Aquel corazón, si es que lo era, sólo se encendería para una traición.
Mientras me entregaba a las reflexiones ocasionadas por los diversos impulsos que me agitaban, la luna había llegado a lo alto del hemisferio y, en un cielo sin nubes, lanzaba todos sus rayos sobre mi habitación a través de tres grandes ventanales.
Hacía unos movimientos prodigiosos en mi cama; no era nuevo; los largueros se separan, y los tres tablones que sostenían mi colchón caen con estrépito.
Biondetta se levanta, corre hacia mí con tono de espanto. «Don Álvaro, ¿qué desgracia acaba de ocurriros?».
Como no la perdía de vista a pesar de mi accidente, la vi levantarse y acudir; su camisa era una camisa de paje, y, al pasar, la luz de la luna dio sobre sus muslos, que parecieron ganar con el reflejo.
Muy poco afectado por el mal estado de mi cama, que sólo me exponía a estar algo peor acostado, lo fui mucho más al encontrarme estrechado en los brazos de Biondetta.
«No me ha ocurrido nada ―le dije―, retiraos; corréis sobre las baldosas sin zapatillas; vais a resfriaros, retiraos…
―Pero estáis muy incómodo…
―Sí, porque es incomoda la situación en que ahora me ponéis; retiraos, o, ya que queréis ocultaros en mi casa y cerca de mí, os ordenaré ir a dormir en esa tela de araña que hay en el rincón de mi cuarto». No esperó al final de la amenaza, y fue a acostarse sobre su estera sollozando muy bajo.
La noche se acaba, y la fatiga, imponiéndose, me procura algunos momentos de sueño. No me desperté hasta que fue de día, es fácil adivinar el camino que tomaron mis primeras miradas. Busqué con los ojos a mi paje.
Estaba sentado, completamente vestido, a excepción de su jubón, en un pequeño taburete; había soltado sus cabellos, que llegaban hasta el suelo, cubriendo de rizos flotantes y naturales su espalda y sus hombros, e incluso toda su cara.
Como no podía hacerlo mejor, desenredaba su cabellera con los dedos. Jamás peine de un marfil más bello paseó por un bosque más tupido de cabellos rubio ceniza; su finura era igual a todas sus demás perfecciones; como un leve movimiento que hice había anunciado mi despertar, aparta con sus dedos los rizos que le ocultaban el rostro. Imaginaos la aurora en primavera, surgiendo entre los vapores de la mañana con su rocío, su frescor y todas sus fragancias.
«Biondetta ―le dije―, coged un peine; hay uno en el cajón de ese escritorio». Obedece. No tardaron sus cabellos en quedar sujetos, con la ayuda de una cinta, sobre su cabeza con tanta habilidad como elegancia. Coge su jubón, termina su aderezo y se sienta en su silla con un aire tímido, apurado, inquieto, que incitaba vivamente a compasión.
Si al cabo del día he de ver mil escenas a cual más excitante, seguro que no podré resistirlo, me decía yo, provoquemos el desenlace, a ser posible.
Le dirijo la palabra.
«Ya es de día, Biondetta; hemos cumplido con las conveniencias, podéis salir de mi cuarto sin temor al ridículo…
―Ahora estoy por encima de ese temor ―me responde―. Pero vuestros intereses y los míos me inspiran otro mucho más fundado. No permiten que nos separemos.
―¿Queréis explicaros?, le digo…
―Voy a hacerlo, Álvaro.
»Vuestra juventud, vuestra imprudencia, os cierran los ojos a los peligros que hemos congregado a nuestro alrededor. Apenas os vi bajo la bóveda, aquel aplomo heroico a la vista de la más horrenda aparición, decidió mis inclinaciones; si para lograr la felicidad, me dije a mí misma, debo unirme a un mortal, tomemos un cuerpo: ha llegado la hora. He ahí el héroe digno de mí. Aunque se indignen los despreciables rivales que por él sacrifico, aunque me vea expuesta a su resentimiento, a su venganza, ¿qué me importa? Amada por Álvaro, unida con Álvaro, ellos y la naturaleza se someterán a nosotros. Lo que luego ocurrió, vos lo habéis visto; éstas son las consecuencias.
»La envidia, los celos, el despecho, la rabia, me preparan los castigos más crueles a que pueda verse sometido un ser de mi especie, degradado por su propia elección, y sólo vos podéis protegerme de ellos. En cuanto se ha hecho de día, los delatores se han puesto en camino para denunciaros, por nigromante, a ese tribunal que conocéis[89]. Dentro de una hora…
―Deteneos ―exclamé poniéndome los puños cerrados sobre los ojos―, sois el más hábil, el más insigne de los falsarios. Habláis de amor, presentáis su imagen, envenenáis su idea, os prohíbo decirme una palabra más. Dejad que, si puedo, me calme lo bastante para ser capaz de tomar una resolución.
»Si debo caer en manos del tribunal, no dudo, por el momento, entre vos y él; mas si me ayudáis a salir de aquí, ¿a qué me comprometo? ¿Puedo separarme de vos cuando quiera? Os conmino a responderme con claridad y precisión…
―Para separaros de mí, Álvaro, bastará un acto de vuestra voluntad. Lamento incluso que mi sumisión sea forzada. Si en lo sucesivo no apreciáis en lo que vale mi interés, seréis imprudente, ingrato…
―No creo nada, salvo que es necesario partir. Voy a despertar a mi ayuda de cámara: tiene que conseguirme dinero, ir a la posta. Me dirigiré a Venecia para ver a Bentinelli, banquero de mi madre.
―¿Os hace falta dinero? Afortunadamente ya lo había previsto: lo tengo a vuestra disposición…
―Guardadlo. Si sois una mujer, aceptándolo cometería una bajeza…
―No es un regalo, sino un préstamo lo que os propongo. Dadme una orden de pago para vuestro banquero; haced una relación de lo que debéis aquí. Dejad sobre vuestro escritorio una orden a Carlo para que pague. Disculpaos por carta ante vuestro comandante alegando un asunto indispensable que os obliga a partir sin permiso. Yo iré a la posta a buscaros un carruaje y caballos. Pero antes, Álvaro, obligada a separarme de vos, vuelvo a caer en todos mis temores; decid: Espíritu que sólo te has unido a un cuerpo para mí, y sólo para mí, acepto tu vasallaje y te otorgo mi protección».
Mientras me prescribía esta fórmula, se había postrado a mis rodillas, me cogía la mano, la apretaba, la bañaba en lágrimas.
Yo estaba fuera de mí, sin saber qué partido tomar; le dejo que me bese la mano, y balbuceo las palabras que le parecían tan importantes: en cuanto he terminado, se levanta. «Soy vuestra ―exclama con frenesí―; podré llegar a ser la más feliz de todas las criaturas».
En un momento, se pone un larga capa, se cala un gran sombrero hasta los ojos, y sale de mi aposento.
Yo me hallaba en una especie de estupidez. Encuentro una relación de mis deudas. Escribo al pie la orden a Carlo de pagarlas; cuento el dinero necesario; escribo al comandante y a uno de mis amigos más íntimos cartas que debieron parecerles muy extraordinarias. El carruaje y el látigo del postillón ya se hacían oír en la puerta.
Biondetta, siempre con el rostro embozado en la capa, regresa y me arrastra consigo. Carlo, despertado por el ruido, aparece en camisa. «Id a mi escritorio, le digo, allí encontraréis mis órdenes». Subo al carruaje. Parto.
Biondetta había entrado conmigo en el carruaje; estaba en la parte delantera. Una vez que salimos de la ciudad, se quitó el sombrero que la mantenía en sombra. Sus cabellos estaban recogidos en una redecilla carmesí; sólo se les veía la punta, eran perlas en el coral. Su rostro, despojado de cualquier otro ornamento, brillaba con sus solas perfecciones. Se creía ver una transparencia en la tez. Era imposible de concebir cómo la dulzura, el candor, la ingenuidad podían aliarse con el carácter de sutileza que brillaba en sus miradas. Me sorprendí haciendo, a pesar mío, estas observaciones, y, juzgándolas peligrosas para mi descanso, cerré los ojos para tratar de dormir.
Mi intento no fue vano, el sueño se apoderó de mis sentidos, y me ofreció los sueños más agradables, los más apropiados para distraer mi alma de las pavorosas y extravagantes ideas que la habían fatigado. Duró, además, mucho, y más tarde mi madre, reflexionando un día sobre mis aventuras, sostuvo que aquel sopor no había sido natural. Al fin, cuando desperté, estaba a orillas del canal donde se embarca para ir a Venecia.
Era muy entrada la noche; siento que alguien me tira de la manga, era un mozo de cuerda: quería hacerse cargo de mis bultos. Yo ni siquiera tenía un gorro de dormir.
Biondetta apareció en otra portezuela para decirme que la embarcación que debía llevarme estaba lista. Me apeo maquinalmente, subo en la falúa y vuelvo a caer en mi letargia.
¿Qué diré? A la mañana siguiente me encontré alojado en la plaza de San Marcos, en el más bello aposento de la mejor posada de Venecia. Lo conocía. Lo reconocí de inmediato. Veo ropa blanca, una bata bastante magnífica junto a mi cama. Sospeché que podía tratarse de una atención del hostelero a cuya casa había llegado desprovisto de todo.
Me levanto y miro si soy el único objeto viviente en la habitación; buscaba a Biondetta.
Avergonzado de este primer impulso, di gracias a mi buena fortuna. Ese espíritu y yo no somos por lo tanto inseparables; me he librado de él; y, tras mi imprudencia, si no pierdo más que mi compañía en los guardias, debo considerarme muy afortunado.
Valor, Álvaro, continué; hay otras cortes, otros soberanos además del de Nápoles; esto debe corregirte, si no eres incorregible, y te comportarás mejor. Si rechazan tus servicios, una madre tierna, Extremadura y un patrimonio razonable te tienden los brazos.
Pero ¿qué quería de ti ese trasgo que no te ha dejado desde hace veinticuatro horas? Había adoptado una apariencia muy seductora; me ha dado dinero; quiero devolvérselo.
No había terminado de hablar cuando veo llegar a mi acreedor; me traía dos criados y dos gondoleros. «Debéis ser servido mientras aguardáis la llegada de Carlo. En la posada me han asegurado la inteligencia y la fidelidad de estos criados, y aquí tenéis a los remeros más audaces de la República.
―Me satisface vuestra elección, Biondetta ―le digo―; ¿os hospedáis aquí?
―He tomado ―me responde el paje con los ojos bajos―, en el mismo piso de Vuestra Excelencia, la habitación más alejada de la que ocupáis, para causaros la menor molestia posible».
Encontré deferencia y delicadeza en aquella atención de poner distancia entre ella y yo. Se lo agradecí.
En el peor de los casos, me decía yo, no podría expulsarla del vacío del aire, si decide quedarse invisible en él para obsesionarme. Si ella está en una habitación concreta, sabré calcular mi distancia. Satisfecho con mi razonamiento, daba mi aprobación a todo sin pensarlo demasiado.
Yo quería salir para visitar al corresponsal de mi madre. Biondetta impartió sus órdenes para mi arreglo personal, y, una vez acabado, me dirigí a donde tenía propósito de ir.
El negociante me dispensó un recibimiento que me dio motivos para sorprenderme. Se hallaba en su banca; de lejos me acaricia con la mirada, viene hacia mí.
«Don Álvaro ―me dice―, no os sabía aquí. Llegáis muy a propósito para impedir que se cometa un garrafal error; iba a enviaros dos cartas y dinero.
―¿El de mi paga trimestral?
―Sí ―respondió―, y algo más. Aquí tenéis doscientos cequíes[90] extra que han llegado esta mañana. Un anciano gentilhombre, a quien he dado un recibo, me los ha entregado de parte de doña Mencía. Al no recibir noticias vuestras, os creyó enfermo, y encargó a un español conocido vuestro que me los confiara para hacéroslos llegar…
―¿Os ha dicho su nombre?
―Lo he escrito en el recibo; es don Miguel Pimientos, que dice haber sido escudero en vuestra casa. Como no sabía que hubierais llegado, no le pregunté su dirección».
Recogí el dinero. Abrí las cartas; mi madre se quejaba de su salud, de mi dejadez, y no hablaba de los cequíes que enviaba; esto me hizo más sensible aún a sus bondades.
Viéndome con la bolsa tan a propósito y tan bien provista, volví alegremente a la posada; me costó encontrar a Biondetta en la especie de alojamiento en que se había refugiado. Entraba en él por un pasadizo alejado de mi puerta: me aventuré en él por azar, y la vi inclinada junto a una ventana, muy ocupada en reunir y encolar los restos de un clavicordio.
«Tengo dinero ―le dije―, y os traigo el que me habéis prestado». Se ruborizó, como siempre le ocurría antes de hablar; buscó mi obligación, me la entregó, cogió la suma de dinero, y se limitó a decirme que era demasiado puntual, y que ella hubiera deseado disfrutar más tiempo del placer de tenerme obligado.
«Pero aún estoy en deuda con vos ―le dije―, porque habéis pagado las postas». Tenía el recibo encima de la mesa. Lo pagué. Me marchaba con una sangre fría aparente; ella me pidió mis órdenes, no tuve ninguna que darle, y volvió tranquilamente a su tarea; estaba de espaldas: la observé un rato; parecía muy atareada, y ponía en su trabajo tanta destreza como actividad.
Regresé a mi cuarto para pensar. Ahí tienes, me decía, el igual de aquel Calderón que encendía la pipa de Soberano, y aunque tenga un aire muy distinguido, no es de mejor casa. Si no se vuelve exigente ni incómodo, si no tiene pretensiones, ¿por qué no quedarme con él? Me asegura, además, que para despedirlo basta un acto de mi voluntad. ¿Por qué apresurarme a querer enseguida lo que puedo querer en cualquier instante del día? El anuncio de que la cena estaba servida interrumpió mis reflexiones.
Me senté a la mesa. Biondetta, con librea de gala, estaba detrás de mi asiento, atenta a adelantarse a mis necesidades. No tenía necesidad de volverme para verla: tres espejos, dispuestos en el salón, repetían todos sus movimientos. Acaba la cena, se levanta la mesa. Ella se retira.
El posadero sube, ya nos conocíamos. Estábamos en carnaval; mi llegada no tenía por qué sorprenderle. Me felicitó por el aumento de mi tren de vida, que suponía un mejor estado de mi fortuna, y se deshizo en alabanzas de mi paje, el joven más bello, más afectuoso, más inteligente, más dulce que nunca había visto. Me preguntó si pensaba tomar parte en los placeres del carnaval; ésa era mi intención. Me puse un disfraz, y subí a mi góndola.
Recorrí la plaza; fui al espectáculo, al Ridotto[91]. Jugué, gané cuarenta cequíes, y me retiré bastante tarde, después de haber buscado la disipación en cualquier parte donde creí poder encontrarla.
Mi paje, con una antorcha en la mano, me recibe al pie de la escalera, me entrega a los cuidados de un ayuda de cámara y se retira, después de haberme preguntado a qué hora ordenaba que entrasen en mi aposento. «A la hora de costumbre», respondí, sin saber lo que decía, sin pensar que nadie estaba al corriente de mi manera de vivir.
Me desperté tarde al día siguiente, y me levanté enseguida. Puse por casualidad la vista sobre las cartas de mi madre, que habían quedado sobre la mesa. «¡Digna mujer! ―exclamé―; ¿qué hago aquí? ¿Por qué no voy a ponerme al amparo de vuestros sabios consejos? Iré, ¡ah!, iré, es el único recurso que me queda».
Como hablaba en voz alta, se dieron cuenta de que me había despertado; entraron en mi cuarto, y volví a ver el escollo de mi razón. Tenía un aire desinteresado, modesto, sumiso, y por ello no me pareció sino más peligroso. Me anunciaba la visita de un sastre y telas; hecho el trato, desapareció con él hasta la hora del almuerzo.
Comí poco, y corrí a precipitarme en el torbellino de las diversiones de la ciudad. Busqué las máscaras; escuché, hice bromas insulsas, y terminé la escena con la ópera y, sobre todo, con el juego, hasta entonces mi pasión favorita. En esta segunda sesión gané mucho más que en la primera.
Diez días transcurrieron en la misma situación de corazón y de espíritu, y poco más o menos en disipaciones semejantes; encontré viejas amistades; hice otras nuevas. Fui presentado en las reuniones más distinguidas; fui admitido en las partidas de los más nobles en sus casas de recreo.
Todo habría ido bien si mi fortuna en el juego no se hubiera truncado; pero perdí en el Ridotto, en una velada, trescientos cequíes que había atesorado. Nadie jugó nunca con tan mala suerte. A las tres de la mañana me retiré, desplumado, debiendo cien cequíes a conocidos míos. Mi pesadumbre estaba escrita en mis miradas y en toda mi apariencia. Biondetta me pareció afectada; pero no abrió la boca.
Al día siguiente me levanté tarde. Me paseaba a zancadas por mi cuarto dando golpes con los pies. Me traen la comida, no como nada. Retirado el servicio, Biondetta se queda, contra su costumbre. Me mira un instante, deja escapar algunas lágrimas: «Habéis perdido dinero, don Álvaro, quizá más del que podéis pagar…
―Y si así fuera, ¿dónde hallaría el remedio?…
―Me ofendéis; mis servicios siguen estado a vuestra orden al mismo precio; mas no llegarían lejos si se limitasen únicamente a haceros contraer conmigo obligaciones de esas que os creeríais en la necesidad de satisfacer inmediatamente. Permitidme tomar asiento; me embarga una emoción que no me permitiría sostenerme de pie; además, tengo cosas importantes que deciros. ¿Queréis arruinaros?… ¿Por qué jugáis con esa furia si no sabéis jugar?…
―¿No conoce todo el mundo los juegos de azar? ¿Alguien podría enseñármelos?…
―Sí; prudencia aparte, los juegos de suerte, que vos llamáis impropiamente juegos de azar, se aprenden. En el mundo no existe el azar; en él todo ha sido y será siempre una sucesión de combinaciones necesarias que sólo pueden comprenderse mediante la ciencia de los números, cuyos principios son, al mismo tiempo, tan abstractos y tan profundos que no se pueden captar si no nos guía un maestro; pero antes hay que haber sabido proporcionárselo y consagrarse a él. Sólo puedo describiros ese conocimiento sublime con una imagen. El encadenamiento de los números produce la cadencia del universo, regula lo que se denomina los hechos fortuitos y supuestamente determinados, forzándolos mediante péndulos invisibles a que cada uno caiga a su vez, desde lo más importante que ocurre en las esferas alejadas, hasta los miserables y pequeños golpes de suerte que os han despojado hoy de vuestro dinero».
Esta perorata científica en una boca infantil, esta proposición algo brusca de ofrecerme un maestro, me provocaron un leve temblor, un poco de aquel sudor frío que me había embargado bajo la bóveda de Portici. Miro fijamente a Biondetta, que bajaba la vista. «No quiero ningún maestro, le digo; tendría miedo a aprender demasiado; pero intentad demostrarme que un gentilhombre puede saber algo más que el juego, y a utilizarlo sin comprometer su carácter». Aceptó el reto, y he aquí en sustancia el resumen de su demostración.
«La banca está combinada sobre la base de un beneficio desorbitado que se renueva en cada lance; si no corriese riesgo, la república estaría robando de modo manifiesto a los particulares. Pero los cálculos que podemos hacer son supuestos, y la banca siempre lleva las de ganar, ya que por cada persona instruida tiene enfrente a diez mil incautos».
La convicción llegó más lejos. Me enseñó una sola combinación, muy simple en apariencia; no adiviné sus principios, pero desde esa misma noche el éxito me demostró su infalibilidad.
En una palabra, siguiéndola volví a ganar todo lo que había perdido, pagué mis deudas de juego y devolví a Biondetta, al regresar a la posada, el dinero que me había prestado para intentar la aventura.
Tenía fondos; pero estaba más preocupado que nunca. Mis recelos sobre los designios de la peligrosa criatura cuyos servicios había aceptado se habían renovado. No sabía a ciencia cierta si podría alejarla de mí: en cualquier caso, no tenía fuerza para desearlo. Apartaba la vista para no ver dónde estaba, y lo veía en todas partes donde no estaba.
El juego dejaba de ofrecerme una disipación atractiva. El faraón[92], que me gustaba con locura, al no estar ya sazonado con el riesgo, había perdido todo lo que de picante tenía para mí. Las mascaradas del carnaval me aburrían; los espectáculos me resultaban insípidos. Aunque hubiera tenido el corazón lo bastante libre para desear tener una relación entre las mujeres de alto rango, me desalentaba de antemano la languidez, el ceremonial y la servidumbre del chichisbeo[93]. Me quedaba el recurso de las casas de recreo de los nobles, donde ya no quería jugar, y el trato de las cortesanas.
Entre las mujeres de esta última especie, había algunas más distinguidas por la elegancia de su fasto y la jovialidad de su compañía que por sus atractivos personales. En sus casas encontraba una libertad real de la que me gustaba gozar, una alegría ruidosa que podía aturdirme si no podía complacerme; en una palabra, un abuso continuo de la razón que por algunos momentos me alejaba de los estorbos de la mía. Cortejaba a todas las mujeres de esta clase en cuyas casas era admitido, sin abrigar proyectos sobre ninguna; pero la más célebre de ellas tenía planes sobre mí que no tardó en manifestar.
La llamaban Olympia. Tenía veintiséis años, una gran belleza, talento y gracia. Pronto me dejó percibir la afición que sentía por mí, y, sin tenerla yo por ella, me insinué para liberarme, en cierto modo, de mí mismo.
Nuestra relación empezó de manera brusca, y, como encontraba pocos encantos en ella, juzgué que terminaría de la misma manera, y que Olympia, molesta por mis distracciones con ella, no tardaría en buscar un amante que le hiciese mayor justicia, tanto más cuanto que nuestra relación se basaba en la pasión más desinteresada; pero nuestra estrella decidió de otra manera. Sin duda era preciso, para castigo de aquella mujer soberbia e impulsiva, y para ponerme en aprietos de otra índole, que concibiese un amor desenfrenado por mí.
Ya no era dueño de volver por la noche a mi posada, y durante el día me veía abrumado con notitas, mensajes y vigilantes.
Se quejaba de mi frialdad. Sus celos, para los que aún no había encontrado motivo preciso, arremetían contra todas las mujeres que podían atraer mis miradas, e incluso habría exigido de mí descortesías con ellas si hubiera podido influir en mi carácter. Me desagradaba aquel tormento casi perpetuo, pero no me quedaba otro remedio que vivir en él. Me esforzaba de buena fe en amar a Olympia por amar algo y apartarme la peligrosa inclinación que conocía en mí; entretanto, una escena más intensa aún se preparaba.
En mi posada, era vigilado en secreto por orden de la cortesana. «¿Desde cuándo ―me dijo un día― tenéis a ese bello paje que tanto os interesa, con el que tenéis tantas atenciones, y al que no dejáis de seguir con la vista cuando su servicio lo llama a vuestros aposentos? ¿Por qué le obligáis a observar ese austero retiro? Porque no se le ve nunca en Venecia.
―Mi paje ―respondí― es un joven de buena familia, cuya educación tengo encomendada por deber. Es…
―Es, traidor ―replicó ella con los ojos encendidos de ira―, es una mujer. Uno de mis confidentes la ha visto por el ojo de la cerradura mientras hacía su aseo…
―Os doy mi palabra de honor de que no es una mujer…
―No añadas la mentira a la traición. Esa mujer lloraba: la han visto; no es feliz. Sólo sabes atormentar a los corazones que se entregan a ti. La has engañado, como me engañas a mí, y la abandonas. Devuelve esa joven a sus padres; y si tus prodigalidades no te permiten hacerle justicia, que la tenga de mí. Le debes un destino; yo se lo daré; pero quiero que desaparezca mañana.
―Olympia ―repliqué lo más fríamente que me fue posible―, os he jurado, os lo repito y vuelvo a juraros que no es una mujer; y ojalá el cielo…
―¿Qué quieren decir esas mentiras y ese «ojalá el cielo», monstruo? Devuélvela a su casa, te digo, o… Pero tengo otros recursos; te desenmascararé, y ella se avendrá a razones si tú no eres capaz de hacerlo».
Agotado por aquel torrente de injurias y amenazas, pero simulando no estar nada afectado, me retiré a mi posada, aunque fuese tarde.
Mi llegada pareció sorprender a mis criados, y sobre todo a Biondetta: manifestó cierta inquietud por mi salud; respondí que no estaba nada alterada.
Casi nunca le dirigía la palabra desde mi relación con Olympia, y no había habido ningún cambio en su conducta conmigo; pero sí se notaba en sus rasgos: en el tono general de su fisonomía había un tono de abatimiento y de melancolía.
Al día siguiente, apenas me había despertado cuando Biondetta entra en mi habitación con una carta abierta en la mano. Me la entrega, y leo:
AL SUPUESTO BIONDETTO
«No sé quién sois, señora, ni qué podéis hacer en casa de don Álvaro; pero sois demasiado joven para no ser perdonada, y estáis en manos demasiado malas para no inspirar compasión. Ese caballero os habrá prometido lo que promete a todo el mundo, lo que aún me jura todos los días, aunque esté resuelto a traicionarnos. Se dice que sois tan juiciosa como bella; sabréis admitir un buen consejo. Estáis en edad, señora, de reparar el daño que podéis haberos hecho; un alma sensible os ofrece los medios para ello. No se escatimarán esfuerzos en el sacrificio que debe hacerse para asegurar vuestro descanso. Ha de ser proporcionado a vuestra situación, a las perspectivas que os hicieron abandonar, a las que podéis tener para el futuro; y, por consiguiente, vos misma lo valoraréis todo. Si persistís en querer ser engañada y desdichada, y en hacer que otras lo sean, esperad de mí lo más violento que la desesperación puede sugerir a una rival. Espero vuestra respuesta».
Tras haber leído esta carta, se la devuelvo a Biondetta. «Responded a esa mujer ―le dije― que está loca, y que vos sabéis mejor que yo hasta qué punto lo está…
―Vos la conocéis, don Álvaro, ¿no teméis nada de ella?…
―Temo que me siga importunando más tiempo, por lo tanto la dejo; y para librarme de ella con mayor seguridad, esta misma mañana alquilaré una bonita casa que me han ofrecido a orillas del Brenta[94]». Me vestí acto seguido y me fui a cerrar el trato. De camino, pensaba en las amenazas de Olympia. ¡Pobre loca!, me decía, quiere matar a… Nunca pude, y sin saber por qué, pronunciar la palabra.
En cuanto hube terminado el trato, volví a casa, almorcé, y, temiendo que la fuerza de la costumbre me arrastrase a casa de la cortesana, resolví no salir en todo el día.
Cojo un libro. Incapaz de concentrarme en la lectura, lo dejo; voy a la ventana, y la multitud, la variedad de los objetos me chocan en lugar de distraerme. Paseo arriba y abajo por mi aposento, tratando de tranquilizar mi mente con la agitación continua del cuerpo.
En ese paseo indeterminado, mis pasos se dirigen hacia un oscuro gabinete donde mis criados guardaban las cosas necesarias para servirme que no debían encontrarse a mano. Nunca había entrado allí; la oscuridad del lugar me agrada. Me siento sobre un arcón y paso unos minutos.
Al cabo de ese breve espacio de tiempo, oigo ruido en una pieza contigua; un hilo de luz que me da en los ojos me atrae hacia una puerta condenada: salía por el agujero de la cerradura; aplico a él el ojo.
Veo a Biondetta sentada frente a su clavicordio, con los brazos cruzados, en la actitud de una persona entregada a profundas ensoñaciones. Rompió el silencio.
«¡Biondetta! ¡Biondetta! ―dice―. Me llama Biondetta. Es la primera, la única palabra cariñosa que haya salido de su boca».
Se calla y parece volver a caer en su ensoñación. Pone por fin las manos sobre el clavicordio que yo le había visto reparar. Delante tenía un libro cerrado sobre el atril. Preludia y canta a media voz acompañándose.
Inmediatamente distinguí que lo que cantaba no era una composición concreta. Poniendo más atención, oí mi nombre, el de Olympia; improvisaba en prosa sobre su supuesta situación, sobre la de su rival, que le parecía mucho más feliz que la suya; y por último, sobre los rigores que yo tenía con ella, y las sospechas que provocaban una desconfianza que me alejaba de mi felicidad. Ella me habría guiado por el camino de las grandezas, de la fortuna y de las ciencias, y yo habría hecho su felicidad. «¡Ay!, decía, es imposible. Aunque me conociese como soy, mis débiles encantos no podrían detenerlo; otra…».
La pasión se apoderaba de ella, y las lágrimas parecían sofocarla. Se levanta, va a coger un pañuelo, se enjuga las lágrimas y se acerca al instrumento; quiere sentarse de nuevo y, como si la escasa altura del asiento la hubiese tenido hasta entonces en una postura demasiado molesta, coge el libro que estaba en el atril, lo pone sobre el taburete, se sienta, y preludia de nuevo.
No tardé en comprender que la segunda escena musical no sería de la misma clase que la primera. Reconocí el aire de una barcarola muy de moda entonces en Venecia. La repitió dos veces; luego, con voz más nítida y firme, cantó la siguiente letra:
¡Ay, qué quimera la mía!
Hija del cielo y los vientos,
por Álvaro y por la tierra
abandono el universo;
sin brillo ni poderío
me humillo hasta el cautiverio;
y ¿cuál es mi recompensa?
Me desprecian y yo sirvo.
Corcel, las manos que os llevan
a acariciaros se ofrecen;
os cautivan, os molestan,
pero haceros daño temen.
El esfuerzo que os ordenan
acrecienta vuestro honor,
y el mismo freno que os templa
nunca a humillarte alcanzó.
¡Ay!, Álvaro, otra te incita
y de tu pecho me aleja;
dime, ¿con qué atractivo
logró tu frialdad vencer?
A juzgar por lo que dicen
parece ser muy sincera,
ella gusta, y yo no puedo,
por vivir bajo sospecha.
Esa cruel desconfianza
emponzoña mis favores.
Es temida mi presencia,
y en mi ausencia soy odiada.
Mis tormentos, los supongo;
y gimo, aunque sin razón;
si hablo, es que me impongo
si me callo, es traición.
Paso, Amor, por impostor
cuando tuya es la impostura,
¡ah!, para vengar mi injuria,
disipa por fin su error.
Que el ingrato me conozca,
y, sea cual fuere el motivo,
toda inclinación detesta
cuyo objeto no sea yo.
Mi rival sale triunfante,
ha decidido mi suerte,
y yo me veo en la espera
del destierro o de la muerte:
No rompáis vuestra cadena,
latidos de un pecho ansioso;
despertaríais su odio…
Ya me contengo: callaos.
El tono de la voz, el canto, el sentido de los versos, su cariz, me sumen en un desorden que no puedo expresar. ¡Ser fantástico, peligrosa impostura!, exclamé saliendo rápidamente del puesto en el que había permanecido demasiado tiempo; ¿se puede imitar mejor los rasgos de la verdad y de la naturaleza? ¡Qué dichoso me siento por no haber conocido hasta hoy el ojo de esta cerradura, cómo habría venido a embriagarme, cómo me habría ayudado a engañarme a mí mismo! Salgamos de aquí. Vayamos mañana a orillas del Brenta. Vayámonos esta misma noche.
Llamo acto seguido a un criado, y hago enviar, en una góndola, todo lo necesario para ir a pasar la noche en mi nueva morada.
Me hubiera sido demasiado difícil esperar la noche en la posada. Salí. Caminé sin rumbo. Al doblar una esquina, creí ver entrar en un café a aquel Bernadillo que acompañaba a Soberano en nuestro paseo en Portici. ¡Otro fantasma!, me dije; me persiguen. Entré en mi góndola, y recorrí toda Venecia de canal en canal; eran las once cuando regresé. Quise partir para el Brenta, y, como mis gondoleros cansados se negaran a prestarme el servicio, hube de recurrir a otros: llegaron; y mis criados, advertidos de mis intenciones, me preceden en la góndola, cargados con sus propios efectos. Biondetta me seguía.
Apenas pongo los pies en la embarcación, unos gritos me obligan a volverme. Una máscara apuñalaba a Biondetta: «¡Puedes más que yo! ¡Muere, muere, odiosa rival!».
Fue tan rápida la ejecución que uno de los gondoleros que aún estaba en la orilla no pudo impedirla. Quiso atacar al asesino poniéndole la antorcha en los ojos; acude otra máscara y lo rechaza con una acción amenazadora y una voz de trueno en la que creí reconocer la de Bernadillo.
Fuera de mí, salto de la góndola. Los asesinos han desaparecido. Con la ayuda de la antorcha veo a Biondetta, pálida, bañada en su sangre, moribunda.
Imposible describir mi estado. Cualquier otra idea se borra. Sólo veo a una mujer adorada, víctima de una prevención ridícula, sacrificada a mi vana y extravagante confianza, y abrumada por mí, hasta entonces, con los ultrajes más crueles.
Me precipito, pido al mismo tiempo auxilio y venganza. Un cirujano, traído por el tumulto de la aventura, acude. Hago trasladar a la herida a mis aposentos; y, por temor a que no la lleven con suficiente cuidado, yo mismo me encargo de la mitad del bulto.
Cuando la hubieron desnudado, cuando vi aquel hermoso cuerpo ensangrentado lastimado por dos enormes heridas que parecían tener que atacar las dos fuentes de la vida, dije e hice mil extravagancias.
Biondetta, supuestamente sin conocimiento, no debía de oírlas; mas el posadero y su gente, un cirujano, dos médicos que habían sido llamados, consideraron peligroso para la herida que me quedara a su lado. Me sacaron de la habitación.
Dejaron a mis criados cerca de mí, pero, cuando uno de ellos cometió la torpeza de decirme que el facultativo había considerado mortales las heridas, me puse a gritar a pleno pulmón.
Agotado al fin por mis arrebatos, caí en un abatimiento y no tardé en dormirme.
Creí ver a mi madre, en sueños; le contaba mi aventura, y para hacérsela más sensible, la llevaba hacia las ruinas de Portici.
«No vayamos allí, hijo mío ―me decía ella―, estáis en un peligro evidente». Cuando pasábamos por un estrecho desfiladero en el que me adentraba muy seguro, una mano me empuja de pronto a un precipicio; la reconozco, es la de Biondetta. Al caer, otra mano me salva, y me encuentro entre los brazos de mi madre. Me despierto, todavía jadeante de pavor. ¡Tierna madre!, exclamé, no me abandonáis ni siquiera en sueños.
¡Biondetta!, ¿queréis perderme? Mas este sueño es fruto del desconcierto de mi imaginación. ¡Ah!, ahuyentemos unas ideas que me harían faltar a la gratitud, a la humanidad.
Llamo a un criado y lo envío en busca de noticias. Dos cirujanos velan: ha perdido mucha sangre; temen la fiebre.
Al día siguiente, una vez retirado el apósito, se decidió que las heridas sólo eran peligrosas por su profundidad; pero sobreviene la fiebre, aumenta, y hay que agotar a la paciente con nuevas sangrías.
Fue tanta mi insistencia para entrar en el aposento que no les fue posible negármelo.
Biondetta deliraba, y repetía continuamente mi nombre. La miré; nunca me había parecido tan bella.
¿Es esto, me decía yo, lo que tomaba por un fantasma coloreado, un montón de vapores brillantes sólo reunidos para engañar a mis sentidos?
Tenía vida como la tengo yo, y la pierde porque nunca quise escucharla, porque la expuse al peligro voluntariamente. Soy un tigre, un monstruo.
Si tú mueres, tú, la criatura más digna de ser querida y cuyas bondades he reconocido tan indignamente, no quiero sobrevivirte. ¡Moriré después de haber sacrificado sobre tu tumba a la bárbara Olympia!
Si me eres devuelta, seré tuyo; reconoceré tus favores; coronaré tus virtudes, tu paciencia; me uno a ti con vínculos indisolubles, y para mí será un deber hacerte feliz mediante el sacrificio ciego de mis sentimientos y de mis voluntades.
No describiré los penosos esfuerzos del arte y la naturaleza para devolver a la vida un cuerpo que parecía destinado a sucumbir bajo los recursos empleados para aliviarlo.
Veintiún días transcurrieron sin que pudiera decidirse entre el temor y la esperanza; al fin se disipó la fiebre, y dio la impresión de que la enferma recobraba el conocimiento.
La llamé mi querida Biondetta; ella me estrechó la mano. Desde ese instante, reconoció todo lo que la rodeaba. Yo estaba a su cabecera: sus ojos se volvieron hacia mí; los míos estaban bañados de lágrimas. No sabría describir, cuando me miró, la gracia, la expresión de su sonrisa. «¡Querida Biondetta! ―repitió―; soy la querida Biondetta de Álvaro». Quería seguir hablándome; me obligaron una vez más a alejarme.
Decidí quedarme en su aposento, en un lugar en el que no pudiera verme. Por fin me dieron permiso para acercarme. «Biondetta ―le dije―, he ordenado perseguir a vuestros asesinos.
―¡Ah!, perdonadlos ―dijo―; ellos me han hecho feliz. Si muero, será por vos; si vivo, será para amaros».
Tengo razones para abreviar las escenas de ternura que se sucedieron entre nosotros hasta el momento en que los médicos me aseguraron que podía transportar a Biondetta a orillas del Brenta, donde el aire sería más propicio para devolverle sus fuerzas. Nos instalamos allí. Le había puesto dos mujeres a su servicio, desde el primer instante en que se reveló su sexo cuando se hizo necesario vendar sus heridas. Reuní a su alrededor todo cuanto podía contribuir a su comodidad, y sólo me ocupé de aliviarla, entretenerla y complacerla.
Sus fuerzas se restablecían a ojos vistas, y su belleza parecía adquirir cada día nuevo brillo. Finalmente, creyendo que ya podía entablar una conversación bastante larga, sin perjuicio para su salud, le dije: «¡Oh Biondetta!, estoy colmado de amor, persuadido de que no sois un ser fantástico, convencido de que me amáis a pesar del indignante proceder que con vos he tenido hasta ahora. Pero sabéis hasta qué punto eran fundadas mis inquietudes. Reveladme el misterio de la extraña aparición que afligió mis ojos bajo la bóveda de Portici. ¿De dónde venían, en qué se convirtieron aquel monstruo horrible, aquella perrilla que precedieron a vuestra llegada? ¿Cómo, por qué los reemplazasteis para uniros a mí? ¿Quiénes eran? ¿Quién sois? Acabad de tranquilizar un corazón que es vuestro por entero, y que quiere consagrarse a vos de por vida.
―Álvaro, respondió Biondetta, los nigromantes, sorprendidos por vuestra audacia, quisieron jugar a humillaros y conseguir reduciros por la vía del terror al estado de vil esclavo de sus voluntades. Os preparaban por anticipado al terror, provocándoos con la evocación del más poderoso y más temible de todos los espíritus; y, con la ayuda de aquellos cuya categoría les está sometida, os presentaron un espectáculo que os hubiera hecho morir de espanto si el vigor de vuestra alma no hubiese conseguido volver contra ellos su propia estratagema.
»Ante vuestro heroico comportamiento, los Silfos, las Salamandras, los Gnomos, las Ondinas, encantados con vuestro coraje, decidieron concederos toda la ventaja sobre vuestros enemigos.
»Soy Sílfide de origen, y una de las más notables entre ellas. Me presenté bajo la forma de la perrilla; recibí vuestras órdenes, y todos a porfía nos apresuramos a cumplirlas. Cuanta más grandeza, resolución, facilidad e inteligencia poníais en regir mis movimientos, mayor admiración y celo sentíamos por vos.
»Me ordenasteis serviros como paje, divertiros como cantante. Me sometí con alegría, y gocé de tales placeres en mi obediencia que resolví consagrárosla para siempre.
»Decidamos, me decía yo, mi estado y mi felicidad. Abandonada en el vacío del aire a una incertidumbre necesaria, sin sensaciones, sin goces, esclava de las evocaciones de los cabalistas, juguete de sus fantasías, necesariamente limitada tanto en mis prerrogativas como en mis conocimientos, ¿seguiré vacilando en la elección de los medios con que puedo ennoblecer mi esencia?
»Se me permite tomar un cuerpo para asociarme a un sabio: aquí está. Si me reduzco al simple estado de mujer, si pierdo con este cambio voluntario el derecho natural de las Sílfides y la ayuda de mis compañeras, gozaré de la felicidad de amar y ser amada. Serviré a mi vencedor; lo instruiré acerca de la sublimidad de su ser, cuyas prerrogativas ignora: él someterá a nosotros, junto con los elementos cuyo imperio habré abandonado, los espíritus de todas las esferas. Está hecho para ser el rey del mundo, y yo seré la reina, la reina adorada por él.
»Estas reflexiones, más súbitas de lo que podéis creer en una sustancia liberada de órganos, me decidieron en el acto. Conservando mi figura, tomo un cuerpo de mujer para no abandonarlo más que con la vida.
»Cuando hube tomado un cuerpo, Álvaro, me di cuenta de que tenía un corazón. Yo os admiraba, os amaba; pero ¡qué fue de mí cuando no vi en vos sino repugnancia, sino odio! No podía ni cambiar, ni siquiera arrepentirme; sometida a todos los reveses a que están sujetas las criaturas de vuestra especie, habiéndome granjeado la irritación de los espíritus, el odio implacable de los nigromantes, sin vuestra protección me convertía en el ser más desdichado que hubiese bajo el cielo, ¿qué digo?, aún seguiría siéndolo de no ser por vuestro amor».
Mil gracias difundidas en el rostro, la acción y el sonido de la voz, se añadían al prestigio de este interesante relato. Yo no era capaz de concebir nada de lo que oía. Pero ¿había algo concebible en mi aventura?
Todo aquello me parecía un sueño, me decía a mí mismo; pero ¿es otra cosa la vida humana? Y mi sueño es más extraordinario que cualquier otro, eso es todo.
La he visto con mis ojos, aguardando toda ayuda del arte, llegar casi a las puertas de la muerte, y pasando por todos los términos del agotamiento y del dolor.
El hombre fue una mezcla de un poco de barro y agua. ¿Por qué una mujer no estaría hecha de rocío, vapores terrestres y rayos de luz, de los restos condensados de un arco iris? ¿Dónde está lo posible?… ¿Dónde lo imposible?
El resultado de mis reflexiones fue entregarme todavía más a mis inclinaciones creyendo consultar a mi razón. Colmaba a Biondetta de atenciones, de inocentes caricias. Se prestaba a ellas con una franqueza que me encantaba, con ese pudor natural que obra sin ser el efecto de las reflexiones o del temor.
Había transcurrido un mes entre dulzuras que me habían embriagado. Biondetta, totalmente restablecida, podía seguirme a pasear por todas partes. Le había mandado hacer un traje de amazona: con ese atuendo, con un gran sombrero sombreado de plumas, atraía todas las miradas, y nunca nos dejábamos ver sin que mi felicidad fuera objeto de la envidia de todos esos felices ciudadanos que pueblan, los días de buen tiempo, las encantadas riberas del Brenta; hasta las mujeres parecían haber renunciado a esos celos de que se las acusa, subyugadas por una superioridad que no podían negar, o desarmadas por un porte que anunciaba el olvido de todos sus atractivos.
Conocido por todo el mundo como el amante amado de una criatura tan fascinante, mi orgullo igualaba a mi amor, y yo mismo me elevaba todavía más cuando se me ocurría jactarme del brillo de su origen.
No podía dudar de que ella poseyese los conocimientos más raros, y suponía, con razón, que su objetivo era adornarme con ellos; pero sólo me hablaba de cosas corrientes, y parecía haber perdido de vista el otro objetivo. «Biondetta ―le dije una tarde que paseábamos por la terraza de mi jardín―, cuando una inclinación demasiado halagüeña para mí os decidió a unir vuestra suerte a la mía, os prometisteis hacerme digno de ella dándome conocimientos que no están reservados al común de los hombres. ¿Os parezco ahora indigno de vuestros cuidados? Un amor tan tierno, tan delicado como el vuestro, ¿puede no desear ennoblecer su objeto?
―¡Oh Álvaro! ―me respondió―, soy mujer desde hace seis meses, y mi pasión, así me lo parece, no ha durado un día. Perdonad si la más dulce de las sensaciones embriaga un corazón que nunca había sentido nada. Querría enseñarte a amar como yo; y, por ese sentimiento solo, estaríais por encima de todos vuestros semejantes; pero el orgullo humano aspira a otros goces. La inquietud natural no le permite gozar de una felicidad si no puede ver otra mayor en perspectiva. Sí, os instruiré, Álvaro. Olvidaba complacida mi interés; él lo quiere, puesto que debo recuperar mi grandeza en la vuestra; mas no basta que me prometáis ser mío, debéis entregaros, sin reservas y por siempre».
Estábamos sentados en un banco de césped, bajo un refugio de madreselva al fondo del jardín; me postré a sus rodillas. «Querida Biondetta, le dije, os juro una fidelidad a toda prueba.
―No ―decía ella―, vos no me conocéis, no me conocéis: necesito una entrega absoluta. Sólo ella puede tranquilizarme y bastarme».
Le besaba la mano apasionadamente, y redoblaba mis juramentos; ella me oponía sus temores. En el fuego de la conversación, nuestras cabezas se inclinan, nuestros labios se encuentran… En ese instante siento que me tiran del faldón de mi casaca y que una extraña fuerza me sacude…
Era mi perro, un cachorro danés que me habían regalado. Todos los días le hacía jugar con mi pañuelo. Como la víspera se había escapado de la casa, había mandado atarlo para prevenir una segunda evasión. Acababa de romper su atadura; guiado por el olfato, me había encontrado y me tiraba de la capa para demostrarme su alegría e incitarme al juego, por más que lo ahuyenté con la mano, con la voz, fue imposible alejarlo; corría, volvía a mí ladrando; finalmente, vencido por su inoportunidad, le agarré por el collar y lo llevé de nuevo a la casa.
Cuando volvía a la glorieta para reunirme con Biondetta, un criado, que casi me pisaba los talones, nos avisó que la mesa estaba servida y fuimos a ocupar nuestros puestos en la mesa. Por suerte éramos tres: un joven noble había venido a pasar la velada con nosotros.
Al día siguiente entré en la alcoba de Biondetta, resuelto a hacerla partícipe de las serias reflexiones que me habían ocupado durante la noche. Estaba todavía en la cama, y me senté a su lado. «Ayer ―le dije―, estuvimos a punto de cometer una locura de la que me hubiera arrepentido el resto de mis días. Mi madre se empeña por encima de todo en que me case. No podría ser de otra que no fuerais vos, y no puedo contraer ningún compromiso serio sin su consentimiento. Como os considero ya como mi esposa, querida Biondetta, mi deber es respetaros.
―¿Y acaso no debo respetaros yo, Álvaro? Mas ¿no sería ese sentimiento el veneno del amor?
―Os equivocáis ―repliqué―, es su condimento…
―¡Bonito condimento!, que os devuelve a mí con un semblante helado y me petrifica a mí misma. ¡Ay, Álvaro, Álvaro! Por suerte no tengo nada en el mundo, ni padre ni madre, y quiero amar con todo mi corazón sin ese condimento. Debéis consideración a vuestra madre; es natural; basta que su voluntad ratifique la unión de nuestros corazones; ¿por qué ha de precederla? Los prejuicios han nacido en vos a falta de luces, y, razonando o sin razonar, vuelven vuestra conducta tan inconsecuente como extraña. Sometido a deberes de verdad, os imponéis uno que es o imposible o inútil cumplir; en fin, tratáis de que os aparten del camino cuando perseguís el objeto cuya posesión os parece más deseable. Nuestra unión, nuestros lazos se vuelven dependientes de la voluntad ajena. ¿Quién sabe si a doña Mencía le parecerá mi casa lo bastante buena como para entrar en la de Maravillas? ¿Y he de verme desdeñada? O, en lugar de obteneros de vos mismo, ¿habré de obteneros de ella? Quien me habla, ¿es un hombre destinado a la alta ciencia, o un niño que sale de las montañas de Extremadura? ¿Y debo carecer de delicadeza cuando veo que la de otros se respeta más que la mía? ¡Álvaro, Álvaro!, se alaba el amor de los españoles; siempre tendrán más orgullo y altanería que amor».
Yo había visto escenas absolutamente extraordinarias; no estaba preparado para aquélla. Quise disculpar mi respeto por mi madre; el deber me lo prescribía, y la gratitud, y el cariño, más fuertes que aquél. No me escuchaba. «No me he transformado en mujer para nada, Álvaro: vos me tenéis a mí, yo quiero teneros a vos. Doña Mencía ya desaprobará después, si está loca. No me habléis más de ello. Desde que se me respeta, desde que nos respetamos, desde que respetamos a todo el mundo, me vuelvo más desgraciada que cuando me odiaban». Y se puso a sollozar.
Afortunadamente soy orgulloso, y este sentimiento me protegió del impulso de debilidad que me arrastraba a los pies de Biondetta para intentar templar aquella cólera irracional, y detener unas lágrimas cuya sola vista me desesperaba. Me retiré. Pasé a mi gabinete. Si me hubieran encadenado en él, me habrían hecho un favor; al fin, temiendo el resultado de los combates que padecía, corro a mi góndola: en un camino encuentro a una de las criadas de Biondetta. «Voy a Venecia ―le digo―. Me necesitan allí por el proceso entablado contra Olympia», Y salgo inmediatamente, presa de las más devoradoras inquietudes, descontento de Biondetta y más todavía de mí al ver que sólo podía tomar decisiones viles o desesperadas.
Llego a la ciudad; me apeo en la primera calle. Recorro con aire asustado todas las calles que encuentro a mi paso, sin darme cuenta de que una tormenta atroz está a punto de abatirse sobre mí, y que debo preocuparme de encontrar refugio.
Era a mediados del mes de julio. No tardó en cargar contra mí una abundante lluvia mezclada con mucho granizo.
Ante mí veo una puerta abierta: era la de la iglesia del gran convento de los franciscanos[95]; me refugio allí.
Mi primera reflexión fue que había sido necesario un accidente semejante para hacerme entrar en una iglesia desde mi llegada a los Estados de Venecia; la segunda fue hacerme justicia sobre ese completo olvido de mis deberes.
Por último, queriendo librarme de mis pensamientos, contemplo los cuadros y trato de ver los monumentos que hay en esa iglesia: era una especie de viaje curioso que hacía alrededor de la nave y del coro.
Llego por fin a una capilla interior iluminada por una lámpara, pues hasta ella no podía penetrar la luz exterior; algo sorprendente llama la atención de mis ojos en el fondo de la capilla: era un monumento.
Dos genios bajaban a una tumba de mármol negro una figura de mujer. Otros dos genios rompían a llorar junto a la tumba.
Todas las figuras eran de mármol blanco, y su brillo natural, realzado por el contraste, al reflejar intensamente la débil luz de la lámpara, parecía hacerlas brillar con una luz que les fuese propia, e iluminar también el fondo de la capilla.
Me acerco; contemplo las figuras; me parecen de las más bellas proporciones, llenas de expresión y de la ejecución más acabada.
Fijo mis ojos en la cabeza de la figura principal. ¿Qué me ocurre? Creo ver el retrato de mi madre. Un dolor intenso y tierno, un santo respeto se apoderan de mí.
«¡Oh, madre mía!, ¿es para advertirme que mi falta de cariño y el desorden de mi vida os llevarán a la tumba por lo que este frío simulacro se vale aquí de vuestro amado parecido? ¡Oh, vos, la más digna de las mujeres!, por extraviado que esté, vuestro Álvaro ha conservado todos vuestros derechos en su corazón. Antes de apartarse de la obediencia que os debe, preferiría morir mil veces: lo atestigua este insensible mármol. ¡Ah!, me devora la más tiránica de las pasiones; ya me resulta imposible dominarla. Vos acabáis de hablar a mis ojos; hablad. ¡Ah!, hablad a mi corazón, y si debo desterrarla, enseñadme cómo podré hacerlo sin que me cueste la vida».
Mientras pronunciaba con fuerza esta acuciante invocación, me había prosternado con la cara contra el suelo, y esperaba, en esa actitud, la respuesta que estaba casi seguro de recibir, tanto era mi entusiasmo.
Pienso ahora, cosa que entonces no estaba en condiciones de hacer, que en todas las ocasiones en que necesitamos ayudas extraordinarias para regular nuestra conducta, si las pedimos con fuerza, aunque no hayamos de ser escuchados, al menos, recogiéndonos para recibirlos, nos ponemos en disposición de emplear todos los recursos de nuestra propia prudencia. Merecía ser abandonado a la mía, y esto fue lo que me sugirió: «Entre tu pasión y tú pondrás un deber que cumplir y un espacio considerable; los acontecimientos te iluminarán».
Vamos, me dije, al levantarme precipitadamente, vamos a abrir mi corazón a mi madre, y pongámonos una vez más bajo ese querido amparo.
Vuelvo a mi posada habitual; busco un coche y, sin preocuparme del séquito, tomo el camino de Turín para dirigirme a España por Francia, pero antes meto en un sobre un pagaré de trescientos cequíes contra el banco y la carta que sigue:
A MI QUERIDA BIONDETTA
«Me arranco de vuestro lado, mi querida Biondetta, y eso sería arrancarme de la vida si la esperanza del más pronto regreso no consolase mi corazón. Voy a visitar a mi madre; animado por vuestra encantadora idea, lograré convencerla y volveré para formar con su consentimiento una unión que debe hacer mi felicidad. Feliz por haber cumplido mis deberes antes de entregarme por completo al amor, sacrificaré a vuestros pies el resto de mi vida. Conoceréis a un español, Biondetta mía; por su conducta juzgaréis que, si obedece a los deberes del honor y de la sangre, sabe igualmente satisfacer los demás. Viendo el dichoso efecto de sus prejuicios, no tacharéis de orgullo el sentimiento que le une a ellos. No puedo dudar de vuestro amor: me había profesado una total obediencia; lo reconoceré todavía mejor por esta débil condescendencia ante propósitos que sólo tienen por objeto nuestra común felicidad. Os envío lo que puede ser necesario para el mantenimiento de nuestra casa. Desde España os mandaré lo que crea menos indigno de vos, esperando que la más viva ternura que nunca haya existido os devuelva para siempre a vuestro esclavo».
Voy camino de Extremadura. Estábamos en la estación más hermosa y todo parecía contribuir a la impaciencia que tenía por llegar a mi patria. Ya divisaba los campanarios de Turín cuando una silla de posta en bastante mal estado, tras adelantar a mi carruaje, se detiene y me deja ver, a través de una portezuela, a una mujer que hace señales y se precipita para salir.
Mi postillón decide detenerse; me apeo y recibo a Biondetta en mis brazos; en ellos queda desfallecida sin conocimiento; sólo había podido decir estas pocas palabras: «¡Álvaro, me habéis abandonado!».
La llevo a mi silla, único lugar en que pude sentarla cómodamente: por suerte era de dos plazas. Hago cuanto puedo para facilitarle la respiración, liberándola de las ropas que la oprimen; y, sosteniéndola en mis brazos, prosigo mi camino en una situación fácil de imaginar.
Nos detenemos en la primera posada de cierta apariencia; hago llevar a Biondetta a la habitación más cómoda; ordeno que la pongan sobre una cama, y me siento a su lado. Me había hecho traer aguas espirituosas, elixires adecuados para disipar un desvanecimiento. Finalmente abre los ojos.
«Has querido mi muerte una vez más ―dice―; estarás satisfecho.
―¡Qué injusticia! ―le digo―, un capricho os hace rechazar unas gestiones sentidas y necesarias de mi parte. Me arriesgo a faltar a mi deber si no puedo resistiros, y me expongo a disgustos, a remordimientos que perturbarían la tranquilidad de nuestra unión. Tomo la decisión de escaparme para ir en busca del consentimiento de mi madre…
―¿Y por qué no me dais a conocer vuestra voluntad, cruel? ¿No estoy hecha para obedeceros? Os habría seguido. Pero abandonarme sola, sin protección, a la venganza de los enemigos que me he granjeado por vos, verme expuesta, por vuestra culpa, a las más humillantes afrentas…
―Explicaos, Biondetta; ¿se ha atrevido alguien acaso a?…
―¿Y qué riesgo había contra un ser de mi sexo, desprovisto tanto de reconocimiento como de cualquier ayuda? El indigno Bernadillo nos había seguido a Venecia; en cuanto desaparecisteis, al dejar de temeros, impotente contra mí desde que soy vuestra, pero con poder para turbar la imaginación de la gente unida a mi servicio, hizo asediar por fantasmas de su creación vuestra casa del Brenta. Mis sirvientas, asustadas, me abandonan. Según un rumor general, autorizado por muchas cartas, un duende ha secuestrado a un capitán de la guardia del rey de Nápoles, y lo ha llevado a Venecia. Aseguran que yo soy ese duende; y casi lo confirman los indicios. Todos se apartan de mí con pavor. Imploro ayuda, compasión; no las encuentro. Finalmente el oro obtiene lo que se niega a la humanidad. Me venden muy cara una mala silla de posta; encuentro guías, postillones; os sigo…».
Mi firmeza estuvo a punto de derrumbarse ante el relato de las desgracias de Biondetta: «No podía prever hechos de esa naturaleza ―le digo―. Os había visto objeto de la atención, del respeto de todos los habitantes de las orillas del Brenta; y parecía bien conseguido para vos ese tributo. ¿Podía imaginar que os lo disputarían en mi ausencia? ¡Oh Biondetta! Sois inteligente, ¿no debíais prever que, contrariando propósitos tan razonables como los míos, me obligaríais a resoluciones desesperadas? ¿Por qué?…
―¿Somos siempre dueños de no contrariar? Soy mujer por mi propia decisión, Álvaro, pero mujer al fin, expuesta a sentir todas las impresiones; no soy de mármol. Elegí entre las zonas la materia elemental que compone mi cuerpo: es muy susceptible; si no lo fuera, yo carecería de sensibilidad, vos no me haríais sentir nada y os resultaría insípida. Perdonadme por haber corrido el riesgo de asumir todas las imperfecciones de mi sexo, a fin de reunir, si podía, todas sus gracias, pero la locura está hecha, y, constituida como ahora lo estoy, mis sensaciones son de una viveza incomparable, mi imaginación es un volcán. Tengo, en una palabra, pasiones de una violencia que debería asustaros si no fuerais vos el objeto de la más arrebatada de todas, y si no conociésemos los principios y los efectos de esos impulsos naturales mejor de lo que los conocen en Salamanca. Allí les dan nombres odiosos; hablan de sofocarlos, por lo menos. ¡Sofocar una llama celeste, el único resorte mediante el cual el alma y el cuerpo pueden actuar recíprocamente uno sobre otro y forzarse a colaborar al mantenimiento necesario de su unión! ¡Es una estupidez, mi querido Álvaro! Hay que regular esos impulsos, pero a veces hay que ceder ante ellos; si los contrariamos, si los sublevamos, escapan todos a la vez, y la razón ya no sabe dónde fundarse para gobernar. Cuidad de mí en estos momentos, Álvaro; sólo tengo seis meses, estoy en el entusiasmo de todo lo que siento; pensad que uno de vuestros rechazos, una palabra desconsiderada que me digáis, indignan al amor, sublevan al orgullo, despiertan el despecho, la desconfianza, el temor, ¿qué digo?, ¡desde aquí veo mi pobre cabeza perdida y a mi Álvaro tan desdichado como yo!
―¡Oh Biondetta! ―repliqué―, a vuestro lado no deja uno de asombrarse; mas creo ver a la naturaleza misma en la confesión que hacéis de vuestras inclinaciones. Encontraremos medios contra ellas en nuestro mutuo cariño. ¿Qué no debemos esperar, por otra parte, de los consejos de la digna madre que va a recibirnos en sus brazos? Os querrá, todo me lo asegura, y todo nos ayudará a vivir días felices…
―Debo querer lo que vos queréis, Álvaro. Conozco mejor mi sexo y no espero tanto como vos; mas quiero obedeceros para agradaros, y me entrego».
Satisfecho de encontrarme camino de España, del consentimiento y en compañía de la criatura que había cautivado mi razón y mis sentidos, mi apresuré a buscar el paso de los Alpes para llegar a Francia; mas parecía que el cielo se volvía contra mí desde que no estaba solo; tormentas espantosas suspenden mi viaje y vuelven malos los caminos y los pasos impracticables. Los caballos se desploman; mi coche, que parecía nuevo y bien armado, lo desmiente en cada posta y falla por el eje, por el tren o por las ruedas. Por último, tras infinitos contratiempos, llego al Col de Tende.
Entre los motivos de inquietud, las complicaciones que me causaba un viaje tan ajetreado, admiraba al personaje de Biondetta. Ya no era aquella mujer tierna, triste o impulsiva que había visto; parecía que quisiera aliviar mis cuitas entregándose a los arranques de la alegría más intensa, y persuadirme de que las fatigas no tenían nada de enojoso para ella.
Todo aquel jugueteo agradable se mezclaba con caricias demasiado seductoras para que yo pudiera rechazarlas; me entregaba a ellas, pero con reserva; mi orgullo comprometido servía de freno a la violencia de mis deseos. Ella leía demasiado bien mis ojos para no percatarse de mi desorden y tratar de aumentarlo. Estuve en peligro, debo reconocerlo. En una ocasión, entre otras, si una rueda no se hubiera roto, no sé en qué hubiera parado mi amor propio. Esto me puso un poco más en guardia con vistas al futuro.
Tras increíbles fatigas llegamos a Lyon. Consentí, por atención a ella, en descansar allí unos días. Hacía que me fijara en la naturalidad, en la libertad de costumbres de la nación francesa. «Es en París, es en la corte donde querría veros instalado. No os faltarían recursos de ninguna clase; haríais el papel que quisierais hacer, y tengo medios seguros para haceros desempeñar un papel superior; los franceses son galantes; si no presumo demasiado de mi figura, los más distinguidos vendrán a rendirme homenaje, y yo los sacrificaría a todos en aras de Álvaro. ¡Qué gran motivo de triunfo para una vanidad española!».
Me tomé esa proposición como un juego. «No ―dijo ella―, tengo ese antojo de verdad…
―Partamos, pues, cuanto antes hacia Extremadura ―repliqué―, y volveremos para hacer presentar en la corte de Francia a la esposa de don Álvaro Maravillas, pues no os convendría aparecer allí como una aventurera…
―Estoy en el camino de Extremadura ―me dice―, y estoy muy lejos de considerarla como el término donde debo a encontrar mi felicidad. ¿Cómo haría para no llegar nunca?
Oía, veía su repugnancia, pero yo avanzaba hacia mi meta y no tardé en encontrarme en territorio español. Los obstáculos imprevistos, los baches, las rodadas impracticables, los arrieros borrachos, los mulos repropios me daban menos tregua aún que en el Piamonte y la Saboya.
Se habla muy mal de las posadas de España, y con razón; sin embargo, me consideraba feliz cuando las contrariedades sufridas durante el día no me obligaban a pasar una parte de la noche en medio del campo o en un granero aislado.
«¿Qué tierra vamos a buscar ―decía ella―, a juzgar por lo que padecemos? ¿Nos falta mucho todavía?
―Estáis en Extremadura ―respondí―, y a diez leguas a lo sumo del castillo de Maravillas…
―No llegaremos de ninguna manera; el cielo nos impide acercarnos. Mirad los vapores con que está cargándose».
Miré al cielo, y nunca me había parecido tan amenazador. Hice observar a Biondetta que el granero donde estábamos podía protegernos de la tormenta. «¿Nos protegerá también del rayo? ―me dice.
―¿Y qué os importa el rayo, a vos que, acostumbrada a vivir en el aire, tantas veces lo habéis visto formarse y debéis conocer tan bien su origen físico?…
―No lo temería si lo conociese menos; por vuestro amor me he sometido a las causas físicas, y las temo porque matan y porque son físicas».
Estábamos sobre dos montones de paja en los dos extremos del granero. Mientras tanto, la tormenta, tras haberse anunciado de lejos, se acerca y brama de una manera espantosa. El cielo parecía un brasero agitado por los vientos en mil sentidos contrarios; los truenos, repetidos por los antros de las montañas vecinas, resonaban horriblemente a nuestro alrededor. No se sucedían, parecían chocar unos con otros. El viento, el granizo, la lluvia, disputaban entre sí cuál añadiría más al horror del pavoroso cuadro que afligía nuestros sentidos. Surge un relámpago que parece abrasar nuestro refugio; le sigue un estallido horroroso. Biondetta, con los ojos cerrados y los dedos en las orejas, corre a precipitarse en mis brazos: «¡Ay, Álvaro, estoy perdida!…».
Quiero tranquilizarla. «Poned la mano sobre mi corazón» ―me decía. Me la coloca sobre su pecho, y aunque se equivocase apoyándomela sobre un punto donde los latidos no debían de ser más sensibles, percibí que el movimiento era extraordinario. Me abrazaba con todas sus fuerzas, que aumentaban a cada relámpago. Finalmente estalla un rayo más horrible que todos los que se habían dejado oír; Biondetta se oculta de manera que, en caso de accidente, aquel rayo no pudiese herirla sin haberme alcanzado a mí primero.
Me pareció singular este efecto del miedo, y empecé a temer para mí, no las consecuencias de la tormenta, sino las de una conspiración formada en su cabeza para vencer mi resistencia a sus propósitos. Aunque más excitado de lo que puedo expresar, me levanto: «Biondetta ―le digo―, no sabéis lo que hacéis. Dominad ese pavor; este estruendo no nos amenaza ni a vos ni a mí».
Debió de sorprenderla mi flema; pero podía ocultarme sus pensamientos si continuaba aparentando turbación. Por suerte la tormenta había hecho su último embate. El cielo se despejaba y pronto la claridad de la luna nos anunció que ya no teníamos nada que temer del desorden de los elementos.
Biondetta permanecía en el lugar donde se había colocado. Me senté a su lado sin proferir una sola palabra; fingió dormir, y yo me puse a pensar, más tristemente que nunca desde el comienzo de mi aventura, en las secuelas necesariamente enojosas de mi pasión. Sólo haré el esbozo de mis reflexiones. Mi amante era encantadora, pero yo quería convertirla en mi mujer.
Como me sorprendió el día en estos pensamientos, me levanté para ir a ver si podría proseguir mi camino. Por el momento resultaba imposible. El mulero que conducía mi calesa me dijo que sus mulos estaban fuera de servicio. Cuando me hallaba en semejante aprieto, Biondetta se reunió conmigo.
Empezaba a perder la paciencia cuando un hombre de una fisonomía siniestra, pero de vigorosa complexión, apareció delante de la puerta de la granja arreando dos mulos de muy buena apariencia. Le propuse que me llevara a mi casa; sabía el camino, acordamos el precio.
Iba a subir de nuevo a mi coche cuando creí reconocer a una campesina que cruzaba el camino, seguida de un criado; me acerco, la miro.
Es Berta, honrada granjera de mi pueblo y hermana de mi nodriza. La llamo, se detiene, me mira a su vez, pero con aire de consternación. «¡Cómo, sois vos, señor Álvaro! ―me dice―. ¿Qué venís a buscar en un lugar donde se ha jurado vuestra perdición, donde habéis sembrado la desolación?
―¿Yo, mi querida Berta? ¿Y qué he hecho?…
―¡Ay!, señor Álvaro, ¿no os reprocha la conciencia la triste situación a la que vuestra digna madre, nuestra buena señora, se ve reducida? Se muere…
―¿Se muere?, exclamé.
―Sí ―prosiguió―, y es a consecuencia del dolor que le habéis causado; en el momento en que os hablo, ya no debe estar con vida. Le han llegado cartas de Nápoles, de Venecia. Le han escrito cosas que hacen temblar. Nuestro buen señor, vuestro hermano, está furioso: dice que solicitará en todas partes órdenes contra vos, que os denunciará, que os entregará incluso…
―Idos, Berta, y si volvéis a Maravillas y llegáis antes que yo, anunciad a mi hermano que pronto me verá».
Inmediatamente, y tras enganchar la calesa, ofrezco la mano a Biondetta, ocultando el desorden de mi alma bajo una apariencia de firmeza. Ella, mostrándose asustada, dice: «¿Cómo?, ¿vamos a entregarnos a vuestro hermano? Con vuestra presencia vamos a amargar a una familia irritada, a unos vasallos desolados…
―No podría temer a mi hermano, señora; si me imputa culpas que no tengo, es importante que le desengañe. Si las tengo, debo excusarme, y como no proceden de mi corazón, tengo derecho a su compasión y a su indulgencia. Si he llevado a mi madre a la tumba con el desorden de mi conducta, debo reparar el escándalo y llorar tan fuertemente esta pérdida que la verdad, la publicidad de mi dolor borre a los ojos de toda España la mancha que esa falta de carácter imprimiría en mi sangre…
―¡Ah, don Álvaro! Corréis a vuestra perdición y a la mía; esas cartas escritas desde todas partes, esos prejuicios difundidos con tanta prontitud y afectación son secuela de nuestras aventuras y de las persecuciones que sufrí en Venecia. El traidor Bernadillo, a quien no conocíais suficiente, importuna a vuestro hermano; le inducirá…
―¿Y qué puedo temer yo de Bernadillo y de todos los cobardes de la tierra? Yo señora, soy el único enemigo temible para mí mismo. Nadie llevará nunca a mi hermano a la venganza ciega, a la injusticia, a acciones indignas de un hombre razonable y valeroso, indignas, en una palabra, de un gentilhombre[96]». El silencio sucede a esta conversación bastante viva; hubiera podido resultar embarazoso para ambos; pero, tras unos instantes, Biondetta va adormeciéndose poco a poco y termina por dormirse.
¿Podía no mirarla? ¿Podía contemplarla sin emoción? En aquel rostro en el que resplandecían todos sus tesoros, la pompa y, en fin, la juventud, el sueño añadía a las gracias naturales del reposo esa frescura deliciosa, animada, que vuelve todos los rasgos armoniosos; un nuevo hechizo se apodera de mí; aparta mi desconfianza; mis inquietudes quedan en suspenso, o, si me queda alguna bastante viva, es que la cabeza de la criatura de la que estoy prendado, bamboleada por el traqueteo del carruaje, no siente ninguna incomodidad por la brusquedad o la rudeza de las sacudidas. Sólo me ocupo de sostenerla, de protegerla. Pero sentimos una sacudida tan intensa que me resulta imposible pararla. Biondetta lanza un grito, y volcamos. Se había roto el eje; por suerte, los mulos se habían parado. Me incorporo, me precipito hacia Biondetta, dominada por los más vivos temores. Sólo tenía una ligera contusión en el codo, y pronto estamos en pie en pleno campo, pero expuestos al ardor del sol en pleno mediodía, a cinco leguas del castillo de mi madre, sin medios aparentes para poder dirigirnos hacia allí, porque a nuestras miradas no se ofrecía ningún lugar que pareciese estar habitado.
Sin embargo, a fuerza de mirar con atención, creo distinguir, a la distancia de una legua, una humareda que se eleva tras un bosquecillo con unos cuantos árboles bastante altos; entonces, confiando mi carruaje a la guarda del mulero, animo a Biondetta a caminar conmigo hacia la parte que me ofrece apariencia de alguna ayuda.
A medida que avanzamos, más se fortalece nuestra esperanza; el bosquecillo ya parece dividirse en dos; pronto forma una alameda en cuyo fondo se divisan edificaciones de estructura modesta; finalmente, una considerable granja remata nuestra perspectiva.
Todo parece estar en movimiento en esa vivienda, por otra parte aislada. En cuanto nos ven, un hombre se adelanta y sale a nuestro encuentro.
Nos aborda con cortesía. Su apariencia es honesta; va vestido con un jubón de raso negro labrado en color fuego, adornado con algunos pasamanos de plata. Su edad parece estar entre veinticinco y treinta años. Tiene la tez de un campesino; la frescura se trasluce bajo el bronceado, y revela vigor y salud.
Le pongo al tanto del accidente que me trae a su casa. «Señor caballero, me responde, sois siempre bienvenido, y a una casa de gente llena de buena voluntad. Tengo una forja, y vuestro eje será reparado; pero aunque hoy me dieseis todo el oro de mi señor el duque de Medina Sidonia, mi amo, ni yo ni ninguno de los míos podría ponerse a la tarea. Mi esposa y yo acabamos de llegar de la iglesia; es nuestro día más hermoso. Entrad. Viendo a la novia, a mis parientes, amigos y vecinos, a los que debo festejar, juzgaréis si puedo hacerles trabajar ahora. Además, si la señora y vos no despreciáis una compañía compuesta por gente que subsiste de su trabajo desde el comienzo de la monarquía, vamos a sentarnos a la mesa, hoy todos somos felices; sólo de vos dependerá compartir nuestra satisfacción. Mañana pensaremos en trabajos». Al mismo tiempo ordena que vayan en busca de mi carruaje.
Heme aquí huésped de Marcos, el granjero del señor duque, y entramos en el salón preparado para el banquete de bodas; adosado al edificio principal, ocupa todo el fondo del patio; es una enramada en forma de arcadas, adornada con guirnaldas de flores, desde donde la vista, interrumpida al principio por los dos bosquecillos, se pierde agradablemente en el campo, a través del intervalo que forma la alameda.
La mesa estaba servida. Luisa, la recién casada, está entre Marcos y yo; Biondetta, al lado de Marcos. Los padres, las madres y los demás parientes están frente a frente; la juventud ocupa ambos extremos.
La novia bajaba dos grandes ojos negros que no estaban hechos para mirar hacia abajo; todo lo que le decían, hasta las cosas indiferentes, la hacían sonreír y ruborizarse.
La gravedad preside el inicio de la comida; es el carácter del país; pero a medida que los odres dispuestos alrededor de la mesa se desinflan, las fisonomías se vuelven menos serias.
Empezábamos a animarnos cuando, de pronto, aparecen alrededor de la mesa los poetas improvisadores de la región. Son ciegos que cantan las coplas siguientes, acompañándose de sus guitarras:
Marcos le pregunta a Luisa:
«¿Quieres mi amor y palabra?
Responde ella: sígueme,
hablaremos en la iglesia.
Allí, con boca y con ojos,
se han prometido uno y otro
una pasión viva y pura:
Si sentís curiosidad
de ver esposos felices,
venid hasta Extremadura.
Luisa es discreta y es bella,
y a Marcos todos envidian,
mostrándose digno de ella
él consigue desarmarlos;
y, a coro todos aquí,
aplaudiendo su elección,
elogian pasión tan pura;
si sentís curiosidad
de ver esposos felices,
venid hasta Extremadura.
Con qué dulce simpatía
están sus pechos unidos,
ya sus rebaños se juntan
en un solo y mismo aprisco;
sus penas y sus placeres,
cuitas, votos y deseos
guardan el mismo compás.
Si sentís curiosidad
de ver esposos felices,
venid hasta Extremadura.
Mientras escuchábamos estas canciones, tan sencillas como aquéllos para los que parecían estar hechas, todos los criados de la granja que va no eran necesarios para el servicio se reunían alegremente a comer las sobras del banquete; mezclados con gitanos y gitanas llamados para aumentar el placer de la fiesta, formaban bajo los árboles de la alameda unos grupos tan bulliciosos como variados, y embellecían nuestra perspectiva.
Biondetta buscaba continuamente mis ojos, obligándolos a dirigirse hacia los objetos en que parecía agradablemente entretenida, como si me reprochase no compartir con ella toda la diversión que le procuraban.
Pero el banquete ya parece haber durado demasiado a la juventud, que espera el baile. Son las personas de edad madura las que deben mostrar complacencia. Se levanta la mesa, los tablones que la forman, los toneles en los que se sostiene, son empujados al fondo de la enrama da; convertidos en tablados, sirven de escenario a los sinfonistas. Se tocan fandangos sevillanos, jóvenes gitanas los bailan con sus castañuelas y panderetas; la boda se mezcla con ellas y las imitan; el baile se vuelve general.
Biondetta parecía devorar con los ojos el espectáculo. Sin moverse de su sitio, ensaya todos los movimientos que ve hacer. «Creo ―dice― que me gustaría este baile hasta la locura». No tarda en lanzarse y me obliga a bailar.
Al principio muestra cierta timidez e incluso un poco de torpeza; pronto parece habituarse y unir la gracia a la fuerza, a la ligereza, a la precisión. Se anima: necesita su pañuelo, el mío, el que caiga en sus manos: sólo se detiene para secarse.
El baile no fue nunca mi pasión; y mi alma no estaba lo bastante a gusto para poder entregarme a una diversión tan vana. Me escapo y gano uno de los extremos de la enramada, buscando un lugar donde poder sentarme y pensar.
Un parloteo muy ruidoso me distrae, y casi a pesar mío llama mi atención. Dos voces se han levantado a mi espalda: «Sí, sí ―decía una―, es un hijo del planeta. Entrará en su casa. Mira, Zoraidilla, nació el tres de mayo a las tres de la mañana…
―¿De verdad, Lelagisa? ―respondía la otra―. Pobres de los hijos de Saturno, éste tiene a Júpiter de ascendente, a Marte y a Mercurio en conjunción trina con Venus[97]. ¡Oh, qué joven tan guapo! ¡Qué prendas naturales! ¡Qué esperanzas podría concebir! ¡Qué éxito debería tener!, pero…».
Yo conocía la hora de mi nacimiento, y la oía detallar con la más singular precisión. Me vuelvo y miro a las charlatanas.
Veo a dos viejas gitanas, menos sentadas que en cuclillas sobre sus talones. Una tez más que olivácea, unos ojos hundidos y ardientes, una boca sumida, una nariz fina y desmesurada que, partiendo de lo alto de la cabeza va a parar, curvándose, al mentón; un trozo de tela que tuvo rayas blancas y azules da dos vueltas al cráneo semipelado, cae cruzado sobre el hombro, y de ahí hasta la cintura, de modo que quede medio desnuda; en una palabra, criaturas casi tan repugnantes como ridículas.
Las abordo. «¿Hablabais de mí, señoras? ―les digo, viendo que seguían mirándome y haciéndose señas…
―¿Nos escuchabais entonces, señor caballero?
―Por supuesto ―repliqué―; ¿y quién os ha informado tan bien sobre la hora de mi nacimiento?…
―Tendríamos muchas otras cosas que deciros, afortunado joven; pero hay que empezar por poner la señal en la mano.
―Que por eso no quede ―respondí, y acto seguido les doy un doblón[98].
―Mira, Zoraidilla, dijo la más vieja, mira lo noble que es, y cómo está hecho para gozar de todos los tesoros que le están destinados. Vamos, rasguea la guitarra y acompáñame». Y canta:
España os ha dado el ser,
mas Parténope os crió;
la tierra a su dueño ve en vos,
y del cielo, si queréis serlo,
el favorito seréis.
La dicha que yo os presagio,
voluble, os puede dejar.
Sólo la tenéis de paso:
es preciso, si sois sabio,
cogerla sin vacilar.
¿Quién es ese amable ser
sometido a vuestro imperio?
Es…
Las viejas estaban animadas. Yo era todo oídos. Biondetta ha dejado el baile: corre hacia mí, me tira del brazo, me obliga a alejarme. «¿Por qué me habéis abandonado, Álvaro? ¿Qué hacéis aquí?
―Escuchaba ―contesté.
―¿Cómo? ―me dijo mientras me arrastraba―, ¿escuchabais a esos viejos monstruos?…
―En realidad, mi querida Biondetta, esas criaturas son singulares; tienen más conocimientos de los que se les supone; me decían…
―Claro ―replicó con ironía―, hacían su trabajo, os decían la buenaventura, ¿y las creeréis? Con tanta inteligencia, sois simple como un niño. ¿Y ésos son los objetos que os impiden ocuparos de mí?…
―Al contrario, mi querida Biondetta, iban a hablarme de vos.
―¿Hablar de mí? ―replicó vivamente, con una especie de inquietud―, ¿qué saben ellas? ¿Qué pueden decir de mí? Qué disparates. Bailaréis toda la noche para hacerme olvidar este desaire».
La sigo; vuelvo de nuevo al círculo, pero sin prestar atención a lo que pasa a mi alrededor, a lo que hago. Sólo pensaba en escaparme para reunirme, donde pudiera, con mis diosas de la buenaventura. Por fin creo ver un momento propicio: lo aprovecho. En un abrir y cerrar de ojos vuelo hacia mis brujas, las encuentro y las llevo bajo una pequeña glorieta al final del huerto de la granja. Allí les suplico que me digan en prosa, sin enigma, de manera muy sucinta, en fin, cuanto puedan saber de interés sobre mi persona. El conjuro era fuerte, porque yo tenía las manos llenas de oro. Ellas ardían en deseos de hablar, como yo de oírlas. Pronto no pude dudar de que conocían las particularidades más secretas de mi familia, y confusamente de mis relaciones con Biondetta, de mis temores, de mis esperanzas; creía enterarme de muchas cosas, y esperaba enterarme de otras más importantes todavía; pero nuestro Argo me pisaba los talones.
Biondetta no corrió, voló. Yo quería hablar. «Nada de excusas ―dijo―, la reincidencia es imperdonable…
―¡Ah, estoy seguro de que me la perdonaréis! ―le dije―; aunque no me hayáis dejado averiguar cuanto hubiera podido saber, ahora ya sé lo suficiente…
―Para cometer alguna extravagancia. Estoy furiosa, mas no es éste el momento de peleas; si estamos en disposición de tratarnos sin consideración, se la debemos a nuestros huéspedes. Vamos a la mesa, y yo me sentaré a vuestro lado; no pienso tolerar que me abandonéis».
En la nueva distribución del banquete, estábamos sentados frente a los recién casados. Ambos están animados por los placeres de la jornada: Marcos tiene la mirada encendida, Luisa la tiene menos tímida: el pudor se venga y le cubre las mejillas del más vivo encarnado. El vino de Jerez da la vuelta a la mesa y parece haber desterrado hasta cierto punto la reserva; incluso los viejos, animándose con el recuerdo de sus placeres pasados, provocan a la juventud con ocurrencias que provocan menos la viveza que la petulancia. Tenía ante mi vista este cuadro; pero a mi lado había otro más movido y más variado.
Biondetta, que parecía alternativamente entregada a la pasión o al despecho, la boca armada con las gracias altivas del desdén, o embellecida por la sonrisa, me molestaba, me ponía mala cara, me pellizcaba hasta hacerme sangre, y terminaba por pisarme suavemente los pies. En una palabra, en un instante se sucedían un favor, un reproche, un castigo y una caricia, de modo que, entregado a esa vicisitud de sensaciones, me hallaba en una turbación inconcebible.
Los novios han desaparecido; una parte de los comensales los han seguido por una u otra razón. Dejamos la mesa. Una mujer, que era la tía del granjero como ya sabíamos, coge una vela de cera amarilla, nos precede, y, siguiéndola, llegamos a un cuartito de doce pies cuadrados; una cama que no tiene cuatro de ancho, una mesa y dos sillas constituyen todo su mobiliario. «Señor y señora, nos dice nuestra guía, éste es el único aposento que podemos ofreceros». Pone su vela sobre la mesa y nos deja solos.
Biondetta baja la vista. Le dirijo la palabra: «¿Es que habéis dicho que estábamos casados?
―Sí ―responde―, no podía decir más que la verdad. Yo tengo vuestra palabra, vos tenéis la mía. Eso es lo esencial. Vuestras ceremonias son precauciones adoptadas contra la mala le, y no les hago ningún caso. El resto no ha dependido de mí. Además, si no queréis compartir la cama que nos ofrecen, me causaréis la mortificación de veros pasar la noche incómodo. Yo necesito descansar; estoy más que rendida, estoy agotada en todos los sentidos». Mientras pronuncia estas palabras con el tono más animado, se tiende sobre la cama, de cara a la pared. «¡Dios mío, Biondetta! ―exclamé―, ¡os he disgustado, estáis realmente enfadada! ¿Cómo puedo expiar mi falta? ¡Pedidme la vida!
―Álvaro, me responde sin inmutarse, id a consultar a vuestras gitanas sobre la manera de devolver la calma a mi corazón y al vuestro.
―¡Cómo! ¿Es la conversación que he tenido con esas mujeres el motivo de vuestra cólera? ¡Ah!, habréis de disculparme, Biondetta. ¡Si supierais hasta qué punto coinciden con las vuestras las noticias que me han dado, y que me han decidido finalmente a no volver al castillo de Maravillas! Sí, está decidido, mañana partimos para Roma, para Venecia, para París, hacia todos los lugares donde queráis que vaya a vivir con vos. Allí esperaremos el consentimiento de mi familia…».
A estas palabras, Biondetta se vuelve. Su cara estaba seria, severa incluso. «¿Recordáis, Álvaro, lo que soy, lo que esperaba de vos, lo que os aconsejaba hacer? ¿Entonces?… Cuando sirviéndome con discreción de las luces de que estoy dotada no he podido llevaros a nada razonable, ¡resulta que la regla de mi conducta y de la vuestra va a basarse en las palabras de dos de los seres más peligrosos para vos y para mí, si es que no son los más despreciables! Cierto ―exclamó en un arrebato de dolor―, siempre he temido a los hombres; he dudado durante siglos en hacer una elección, ya está hecha, es irreversible. ¡Qué desgraciada soy!». Entonces se deshace en lágrimas, que intenta ocultar de mi vista.
Combatido por las más violentas pasiones, caigo a sus rodillas: «¡Oh Biondetta! ―exclamé―, ¡no veis mi corazón! Si no, dejaríais de desgarrarlo.
―Vos no me conocéis, Álvaro, y antes de conocerme me haréis sufrir cruelmente. Es preciso que un último esfuerzo os descubra mis recursos, y seduzca hasta tal punto vuestra estima y vuestra confianza que ya no me vea expuesta a más repartos humillantes o peligrosos; vuestras pitonisas están demasiado conformes conmigo como para no inspirarme justos terrores. ¿Quién me asegura que Soberano, Bernadillo, vuestros enemigos y los míos, no estén escondidos bajo esas máscaras? Acordaos de Venecia. Opongamos a sus estratagemas un tipo de prodigios que sin duda no esperan de mí. Mañana llego a Maravillas, de donde su política trata de alejarme; allí me recibirán las más envilecedoras, las más abrumadoras de todas las sospechas; pero doña Mencía es una mujer justa, digna de estima; el alma de vuestro hermano es noble, me confiaré a ellos. Seré un prodigio de dulzura, de complacencia, de obediencia, de paciencia, superaré las pruebas».
Se detiene un momento. «¿Te rebajarás así lo bastante, desdichada sílfide?», exclama en tono dolorido; quiere proseguir, mas la abundancia de lágrimas le priva del uso de la palabra.
¿En qué convertí estos testimonios de pasión, estas pruebas de dolor, estas resoluciones dictadas por la prudencia, estos impulsos de un coraje que parecía heroico? Me siento a su lado; trato de calmarla con caricias; pero primero se me rechaza; poco después, sin embargo, ya no encuentro resistencia, sin tener motivos para aplaudirme por ello; su respiración se vuelve dificultosa, tiene los ojos entornados, el cuerpo sólo obedece a movimientos convulsos, una frialdad sospechosa se propaga por toda su piel, el pulso ya no tiene movimiento perceptible, y el cuerpo parecería totalmente inanimado si las lágrimas no corrieran con la misma abundancia.
¡Oh poder de las lágrimas! ¡Ése es sin duda el más poderoso de todos los rasgos del amor! Mis recelos, mis resoluciones, mis juramentos, todo queda olvidado. Queriendo secar el manantial de aquel precioso rocío, me había acercado demasiado a aquella boca en la que el frescor se une al dulce perfume de la rosa; y si quería alejarme, dos brazos cuya blancura, cuya dulzura y cuya forma no sabría describir los lazos de los que me resulta imposible liberarme.............................................................................................. .............................................................................................................................................
«¡Oh, Álvaro mío! ―exclama Biondetta―, he triunfado; soy el más feliz de todos los seres».
Yo no tenía fuerza para hablar; sentía una turbación extraordinaria; diré más; estaba avergonzado, inmóvil. Ella se precipita de la cama, se echa a mis rodillas, me descalza. «¡Cómo, querida Biondetta! ―exclamé―, ¿cómo, os rebajáis?…
―¡Ah! ―responde―, ingrato, te servía cuando no eras más que mi déspota: déjame servir a mi amante».
En un momento me veo despojado de mis ropas; mis cabellos, recogidos con orden, quedan recogidos en una redecilla que ha encontrado en su bolso. Su fuerza, su actividad, su habilidad han triunfado de todos los obstáculos que yo quería oponer. Con la misma prontitud hace su breve aseo nocturno, apaga la vela que nos alumbraba y ya están las cortinas corridas.
Entonces, con una voz cuya dulzura no podría compararse con la más deliciosa música, dice: «¿He hecho feliz a mi Álvaro como él me ha hecho a mí? Claro que no: yo sigo siendo la única feliz; él lo será, quiero que lo sea; lo embriagaré a delicias, le colmaré de ciencias, lo elevaré a la cima de las grandezas. ¿Querrás, corazón mío, querrás ser la criatura más privilegiada, someter conmigo, para ti, a los hombres, a los elementos, a la naturaleza entera?
―¡Mi querida Biondetta! ―le digo, aunque forzándome un poco a mí mismo―, tú me bastas: tú colmas todos los deseos de mi corazón…
―No, no ―replicó vivamente―, Biondetta no debe bastarte; ése no es mi nombre; tú me lo pusiste; me halagaba, lo llevaba con placer; pero has de saber quién soy… Soy el diablo, mi querido Álvaro, soy el diablo…».
Pronunciando esta palabra con un acento de una dulzura encantadora cerraba el paso, más que exactamente, a las respuestas que yo habría querido darle. En cuanto pude romper el silencio le dije: «Deja, mi querida Biondetta, o quien seas, de pronunciar ese nombre fatal y de recordarme un error adjurado hace mucho tiempo.
―No, mi querido Álvaro, no, no era un error; hube de hacértelo creer, mi querido hombrecito. Había que engañarte para volverte por fin razonable. Vuestra especie huye de la verdad; sólo cegándoos se os puede hacer felices. ¡Ah, tú lo serás mucho si quieres serlo! Quiero satisfacerte. Habrás de reconocer que no soy tan repugnante como los que me pintan con tan negros colores».
Esta broma acabó de desconcertarme. Me resistía a seguirla, y la ebriedad de mis sentidos ayudaba a mi distracción voluntaria.
«Vamos, respondedme ―me decía ella.
―¿Qué queréis que responda?…
―Ingrato, pon la mano sobre este corazón que te adora; que se anime el tuyo, a ser posible, con la más ligera de las emociones que tan sensibles son en el mío. Deja fluir por tus venas un poco de esa llama deliciosa que abrasa las mías; suaviza, si puedes, el tono de esa voz tan propicia para inspirar el amor, y de la que sólo te sirves para asustar en exceso a mi alma tímida; por último, dime si puedes, pero con la misma ternura que yo siento por ti: «Mi querido Belcebú, te adoro…».
A este nombre fatal, aunque pronunciado con tanta ternura, un pavor mortal se apodera de mí; el asombro y el estupor abruman mi alma, que creería aniquilada si la voz sorda del remordimiento no gritase en el fondo de mi corazón. Pero entretanto, la rebelión de mis sentidos subsiste con tanto más imperio cuanto que no puede ser reprimida por la razón. Me entrega indefenso a mi enemigo, que me engaña y me convierte fácilmente en su conquista.
No me deja tiempo para volver en mí, para reflexionar sobre la falta de la que es mucho más el autor que el cómplice. «Nuestros asuntos están arreglados ―me dice, sin alterar sensiblemente aquel tono de voz al que me había acostumbrado―. Tú has venido a buscarme; yo te he seguido, servido, favorecido; en fin, he hecho lo que has querido. Deseaba tu posesión, y, para conseguirla, necesitaba que te entregaras libremente por ti mismo. Debo sin duda a ciertos artificios la primera complacencia; en cuanto a la segunda, ya había dicho mi nombre: sabías a quién te entregabas, y no puedes escudarte en tu ignorancia. En adelante, Álvaro, nuestro vínculo es indisoluble, pero para cimentar nuestra sociedad importa que nos conozcamos mejor. Como yo te conozco casi de memoria, para que nuestras ventajas sean recíprocas, debo mostrarme a ti tal como soy».
Sin tiempo para reflexionar sobre aquella singular arenga, suena a mi lado un silbido muy agudo. Al instante se disipa la oscuridad que me rodea; la cornisa que remata el revestimiento de la habitación se llena de gruesas babosas; sus cuernos, que hacen moverse con energía a manera de báscula, se convierten en chorros de luz fosfórica, cuyo resplandor y cuyo efecto aumentan mediante la agitación y el alargamiento.
Casi deslumbrado por aquella iluminación súbita, fijo la vista a mi lado; en lugar de una figura encantadora, ¿qué veo? ¡Oh cielos! Es la espantosa cabeza de camello. Articula con voz de trueno aquel tenebroso Che vuoi que tanto me había asustado en la gruta, suelta una carcajada humana más pavorosa todavía, saca una lengua desmesurada…
Corro, me escondo debajo de la cama, con los ojos cerrados y la cara contra el suelo. Sentía latir mi corazón con una fuerza terrible; sufría un sofoco como si fuera a perder la respiración. No puedo calcular el tiempo que debía de haber pasado en aquella indecible situación, cuando siento que me tiran del brazo; mi espanto crece; forzado sin embargo a abrir los ojos, una luz deslumbrante los ciega.
No era la de los caracoles, ya no los había en las cornisas; pero el sol me caía a plomo sobre la cara. Vuelven a tirarme del brazo; insisten; reconozco a Marcos.
«¡Eh, señor caballero! ―me dice―, ¿a qué hora pensáis partir? Si queréis llegar hoy a Maravillas, no tenéis tiempo que perder, es casi mediodía».
Yo no respondía; él me examina: «¡Cómo!, os habéis quedado totalmente vestido en la cama; ¿habéis pasado entonces catorce horas sin despertaros? Debíais tener una gran necesidad de reposo. Vuestra señora esposa ya se lo figuraba; por temor sin duda a molestaros ha ido a pasar la noche con una de mis tías; pero ha sido más diligente que vos; por orden suya, muy temprano, todo está preparado en vuestro carruaje, y podéis montar en él. En cuanto a la señora, no la encontraréis aquí. Le hemos dado una buena mula; ha querido aprovechar el fresco de la mañana; os precede, y debe esperaros en el primer pueblo que encontréis en vuestra ruta».
Marcos sale. Me froto maquinalmente los ojos y me paso las manos por la cabeza en busca de aquella red que debía envolver mis cabellos… La tengo desnuda, en desorden, mi trenza está igual que la víspera; la lazada sigue sujetándola. ¿Estaría dormido?, me digo entonces. ¿He dormido? ¿Sería suficientemente afortunado para que todo no haya sido más que un sueño? La vi apagar la luz… La apagó… Ahí está… Marcos vuelve. «Si queréis tomar algo, señor caballero, está preparado. Vuestro coche está enganchado».
Bajo de la cama; apenas puedo sostenerme, se me doblan las corvas. Consiento en tomar algún alimento, pero me resulta imposible. Entonces, quiero agradecer al granjero e indemnizarle por el gasto que le he ocasionado, pero él rehúsa.
«La señora nos ha recompensado ―me respondió―, y con la mayor nobleza; vos y yo, señor caballero, tenemos dos buenas esposas». Tras estas palabras, monto sin responder nada en mi silla, que se pone en movimiento.
En absoluto voy a describir la confusión de mis pensamientos; era tal que la idea del peligro en que debía encontrar a mi madre sólo débilmente figuraba en ellos. Con los ojos alelados, boquiabierto, era menos un hombre que un autómata.
Mi conductor me despierta. «Señor caballero, debemos encontrar a la señora en ese pueblo».
No le contesto. Cruzábamos una especie de villorrio; se informa en cada casa si no han visto pasar a una joven dama de tales y cuales prendas. Le responden que no se ha parado. Se vuelve, como queriendo leer en mi rostro mi inquietud al respecto. Y si no sabía más que yo, debí de parecerle muy turbado.
Estamos fuera del pueblo, y empiezo a jactarme de que la causa actual de mi pavor se ha alejado al menos por un tiempo. ¡Ay!, si pudiera llegar, postrarme a las rodillas de doña Mencía, me digo a mí mismo, si pudiera ponerme bajo la salvaguardia de mi respetable madre, ¿os atreveréis, fantasmas, monstruos que os encarnizáis sobre mí, a violar ese asilo? Allí volveré a encontrar, junto con los sentimientos de la naturaleza, los saludables principios de los que me había apartado, de ellos haré un escudo contra vosotros.
Pero ¿y si las penas ocasionadas por mis desórdenes me han privado de ese ángel tutelar?… ¡Ay!, sólo quiero vivir para vengarla en mí mismo. Me sepultaré en un claustro… ¡Eh!, ¿quién me librará allí de las quimeras engendradas en mi cerebro? Abracemos el estado eclesiástico. Sexo encantador, tengo que renunciar a vos: una larva infernal se ha revestido de todas las gracias que yo idolatraba; lo más conmovedor que viera en vos me recordaría…
En medio de estas reflexiones en las que mi atención está concentrada, el carruaje ha entrado en el patio principal del castillo. Oigo una voz: «¡Es Álvaro! ¡Es mi hijo!». Alzo la vista y reconozco a mi madre en el balcón de su aposento.
Nada iguala entonces la dulzura, la viveza del sentimiento que me embarga. Mi alma parece renacer; mis fuerzas se reaniman todas al mismo tiempo. Corro, vuelo a los brazos que me esperan. Me prosterno. «¡Ah! ―exclamé con los ojos bañados en lágrimas, la voz entrecortada por sollozos―, ¡madre mía! ¡Madre mía! ¿Así que no soy vuestro asesino? ¿Me reconoceréis por hijo vuestro? ¡Ay!, madre mía, me abrazáis»…
La pasión que me transporta, la vehemencia de mi acción han alterado del tal modo mis rasgos y el sonido de mi voz que doña Mencía concibe cierta inquietud. Me levanta bondadosa, me abraza de nuevo, me obliga a sentarme. Yo quería hablar: me resultaba imposible; me precipitaba sobre sus manos bañándolas de lágrimas, cubriéndolas de las caricias más arrebatadas.
Doña Mencía me contempla con aire de asombro; supone que debe de haberme ocurrido algo extraordinario; hasta teme algún desarreglo en mi razón. Mientras su inquietud, su curiosidad, su bondad, su ternura se dibujan en sus complacencias y en sus miradas, su previsión ha hecho poner al alcance de mi mano aquello que puede aliviar las necesidades de un viajero fatigado por un camino largo y penoso.
Los criados se apresuran a servirme. Mojo mis labios por complacencia; mis miradas distraídas buscan a mi hermano; alarmado al no verlo, digo: «Señora, ¿dónde está el estimable don Juan?
―Se pondrá muy contento al saberos aquí, pues os había escrito para que vinierais; pero como sus cartas, fechadas en Madrid, no pueden haber salido hasta hace unos días, no os esperábamos tan pronto. Sois coronel del regimiento que él tenía, y el rey acaba de nombrarlo para un virreinato en las Indias.
―¡Cielos! ―exclamé―. ¿Sería todo falso en el horrible sueño que acabo de tener?… Pero es imposible…
―¿De qué sueño habláis, Álvaro?
―Del más largo, del más sorprendente, del más espantoso que pueda tenerse». Entonces, superando el orgullo y la vergüenza, le cuento con detalle todo lo que me había ocurrido desde mi entrada en la gruta de Portici hasta el feliz momento en que había podido abrazar sus rodillas.
Aquella respetable mujer me escucha con una atención, una paciencia y una bondad extraordinarias. Como yo conocía la extensión de mi falta, consideró que era inútil exagerármela.
«Mi querido hijo, habéis corrido tras las mentiras y, desde el primer instante, fuisteis rodeado por ellas. Juzgadlo por la noticia de mi indisposición y de la cólera de vuestro hermano mayor. Berta, con quien creíste hablar, está postrada en cama por una enfermedad desde hace un tiempo. Nunca pensé enviaros doscientos cequíes además de vuestra pensión. Habría temido alimentar vuestros desórdenes, o hundiros en ellos por una liberalidad mal entendida. El honrado escudero Pimientos murió hace ocho meses. Y de los mil ochocientos campanarios que quizá posea el señor duque de Medina Sidonia en todas las Españas, no hay una pulgada de tierra en el lugar que designáis; lo conozco perfectamente, y habréis soñado esa granja y todos sus habitantes.
―¡Ah!, señora ―repuse―, el mulero que me ha traído lo vio igual que yo. Bailó en la boda».
Mi madre ordena que hagan venir al mulero, pero había desenganchado al llegar, sin pedir su salario.
Esa precipitada huida, que no dejaba rastro alguno, despertó algunas sospechas en mi madre. «Núñez ―dijo a un paje que cruzaba el aposento―, id a decir al venerable don Quebracuernos[99] que mi hijo Álvaro y yo le esperamos aquí.
»Es doctor por Salamanca ―prosiguió―; tiene mi confianza y la merece; podéis darle la vuestra. En el final de vuestro sueño hay una particularidad que me deja perpleja; don Quebracuernos conoce los términos y definirá estas cosas mucho mejor que yo».
El venerable no se hizo esperar; imponía, incluso antes de hablar, por la gravedad de su porte. Mi madre me hizo repetir en su presencia la sincera confesión de mi atolondramiento y las secuelas a que había dado lugar. Él me escuchaba con una atención mezclada de asombro y sin interrumpirme. Cuando hube acabado, tras haberse recogido un poco, tomó la palabra en estos términos:
«Desde luego, señor Álvaro, acabáis de escapar al mayor peligro a que un hombre pueda estar expuesto por su culpa. Habéis provocado al espíritu maligno, y le habéis proporcionado, por una serie de imprudencias, todos los disfraces que necesitaba para conseguir engañaros y perderos. Vuestra aventura es muy extraordinaria; no he leído nada semejante en la Demonomanía de Bodino[100] ni en el Mundo encantado de Bekker[101]. Y hemos de reconocer que, desde que esos grandes hombres escribieron, nuestro enemigo se ha refinado de modo prodigioso en la manera de preparar sus ataques, aprovechando estratagemas que los hombres del siglo emplean recíprocamente para corromperse. Copia la naturaleza fielmente y con tino, emplea el recurso de los talentos amables, da fiestas muy sonadas, hace hablar a las pasiones su lenguaje más seductor; imita incluso hasta cierto punto a la virtud. Esto me abre los ojos sobre muchas cosas que ocurren: desde aquí veo muchas grutas más peligrosas que la de Portici, y a una multitud de maníacos que por desgracia no se figuran que lo son. Respecto a vos, si tomáis juiciosas precauciones para el presente y para el futuro, os creo liberado por completo. Vuestro enemigo se ha retirado, de eso no cabe duda. Os sedujo, cierto, mas no consiguió llegar a corromperos; vuestras intenciones, vuestros remordimientos os han preservado con la ayuda de los socorros extraordinarios que recibisteis; así, su pretendido triunfo y vuestra derrota no han sido para vos y para él más que una ilusión de la que el arrepentimiento acabará de lavaros. En cuanto a él, se ha visto obligado a una retirada forzosa; mas admirad cómo ha sabido ocultarla y, al irse, dejar la turbación en vuestro espíritu y connivencias en vuestro corazón para poder renovar el ataque, si ocasión de ello le dieseis. Tras haberos deslumbrado tanto como quisisteis serlo, obligado a mostraros a vos en toda su deformidad, obedece como esclavo que trama la revuelta; no quiere dejaros ninguna idea razonable y nítida, mezclando lo grotesco a lo terrible, lo pueril de sus babosas luminosas al espantoso descubrimiento de su horrible cabeza, en fin, la mentira a la verdad, el descanso a la vigilia, de manera que vuestra confusa mente no distinga nada, y podáis creer que la visión que os impresionó era menos efecto de su malicia que un sueño ocasionado por los vapores de vuestro cerebro; pero apartó cuidadosamente la idea de ese fantasma agradable del que durante mucho tiempo se ha servido para extraviaros; os lo volverá a acercar si se lo permitís. No creo sin embargo que la barrera del claustro, o de nuestro Estado, sea la que debáis oponerle. Vuestra vocación no está suficientemente decidida; las personas instruidas por su experiencia son necesarias en el mundo. Creedme, formad vínculos legítimos con una mujer; que vuestra respetable madre presida vuestra elección; y, por más que la que consigáis de su mano tenga gracias y talentos celestiales, nunca caeréis en la tentación de tomarla por el Diablo».